Luis Cernuda – Cinco poemas

Luis Cernuda nació en Sevilla el 21 de septiembre de 1902. Comenzó a publicar a partir de 1927, y en 1936 ordenó sus primeros libros y sus nuevos poemas en La realidad y el deseo, que iría reeditando ampliado en sucesivas ediciones (la última se publicó poco antes de su muerte). Escribió también prosas poéticas y ensayos sobre el quehacer poético. Exiliado por la Guerra Civil, en 1938 se instaló en Inglaterra. Luego en 1947 se fue a vivir a Estados Unidos, y en 1952 se instaló en México, donde murió en 1963.

        Hay muchas maneras de presentarlo o de invitar a su relectura. Afirmar, por ejemplo, que su poesía es extraordinaria y que ahondando en su severa parquedad, tan amarga por momentos, se nos abre de pronto el mundo íntimo de su voz. Otra opción es recordar esta cita de Los detectives salvajes, de Bolaño. Escribe en su diario el protagonista, sobre el librero que empieza a orientarlo en sus lecturas: “…quiso leer mis poemas. Cuando se los traje noté que se quedaba un poco perplejo, pero acabada la lectura no dijo nada. Solo me preguntó por qué utilizaba tantas palabras malsonantes. ¿Qué quiere decir, don Crispín?, pregunté. Blasfemias, groserías, tacos, insultos. Ah, eso, le dije, bueno, debe ser por mi carácter. Al irme esa tarde don Crispín me regaló Ocnos, de Cernuda, y me rogó que estudiara a aquel poeta, que también, por cierto, tenía un carácter de los mil demonios…”. O sea, como si le dijera don Crispín que si quiere aprender a insultar lo trágico de la condición humana, con su carga de belleza y frustración, en vez de utilizar torpes insultos y blasfemias, aprenda de cómo escribe Cernuda.

        Compartimos cinco poemas.

 

        LA GLORIA DEL POETA

Demonio hermano mío, mi semejante,
te vi palidecer, colgado como la luna matinal,
oculto en una nube por el cielo,
entre las horribles montañas,
una llama a guisa de flor tras la menuda oreja tentadora,
blasfemando lleno de dicha ignorante,
igual que un niño cuando entona su plegaria,
y burlándote cruelmente al contemplar mi cansancio de la tierra.

Mas no eres tú,
amor mío hecho eternidad,
quien deba reír de este sueño, de esta impotencia, de esta caída,
porque somos chispas de un mismo fuego
y un mismo soplo nos lanzó sobre las ondas tenebrosas
de una extraña creación, donde los hombres,
se acaban como un fósforo al trepar los fatigosos años de sus vidas.

Tu carne como la mía
desea tras el agua y el sol el roce de la sombra;
nuestra palabra anhela
el muchacho semejante a una rama florida
que pliega la gracia de su aroma y color en el aire cálido de mayo;
nuestros ojos el mar monótono y diverso,
poblado por el grito de las aves grises en la tormenta,
nuestra mano hermosos versos que arrojar al desdén de los hombres.

Los hombres, tú los conoces hermano mío;
míralos como enderezan su invisible corona
mientras se borran en la sombra con sus mujeres al brazo,
carga de suficiencia inconsciente,
llevando a comedida distancia del pecho,
como sacerdotes católicos la forma de su triste dios,
los hijos conseguidos en unos minutos que se hurtaron al sueño,
para dedicarlos a la cohabitación, en la densa tiniebla conyugal
de sus cubiles, escalonados los unos sobre los otros.

Míralos perdidos en la naturaleza,
cómo enferman entre los graciosos castaños o los taciturnos plátanos.
Cómo levantan con avaricia el mentón,
sintiendo un miedo oscuro morderles los talones;
míralos cómo desertan de su trabajo el séptimo día autorizado.
Mientras la caja, el mostrador, la clínica, el bufete, el despacho oficial
dejan pasar el aire con callado rumor por su ámbito solitario.

Escúchalos brotar interminables palabras
aromatizadas de facilidad violenta,
reclamando un abrigo para el niñito encadenado bajo el sol divino
o una bebida tibia que resguarde aterciopeladamente
el clima de sus fauces,
a quienes dañaría la excesiva frialdad del agua natural.
Oye sus marmóreos preceptos
sobre lo útil, lo normal y lo hermoso;
óyelos dictar la ley al mundo, acotar el amor, dar canon a la belleza inexpresable,
mientras deleitan sus sentidos con altavoces delirantes;
contempla sus extraños cerebros
intentando levantar, hijo a hijo, un complicado edificio de arena
que negase con torva frente lívida la refulgente paz de las estrellas.

Estos son, hermano mío,
los seres con quienes muero a solas,
fantasmas que harán brotar un día
el solemne erudito, oráculo de estas palabras mías ante alumnos extraños,
obteniendo por ello renombre,
más una pequeña casa de campo en la angustiosa sierra inmediata a la capital;
en tanto tú, tras irisada niebla,
acaricias los rizos de tu cabellera
y contemplas con gesto distraído desde la altura
esta sucia tierra donde el poeta se ahoga.

Sabes, sin embargo que mi voz es la tuya,
que mi amor es el tuyo;
deja, oh, deja por una larga noche
resbalar tu cálido cuerpo oscuro,
ligero como un látigo
bajo el mío, momia de hastío sepulta en anónima yacija,
y que tus besos, ese venero inagotable,
viertan en mí la fiebre de una pasión a muerte entre los dos;
porque me cansa la vana tarea de las palabras,
como al niño las dulces piedrecillas
que arroja a un lago, para ver estremecerse su calma
con el reflejo de un gran ala misteriosa.

Es hora ya, es más que tiempo
de que tus manos cedan a mi vida
el amargo puñal codiciado del poeta;
de que lo hundas, con sólo un golpe limpio,
en este pecho sonoro y vibrante, idéntico a un laúd,
donde la muerte únicamente,
la muerte únicamente,
puede hacer resonar la melodía prometida.

 

LÁZARO

Era de madrugada.
Después de retirada la piedra con trabajo,
porque no la materia sino el tiempo
pesaba sobre ella,
oyeron una voz tranquila
llamándome, como un amigo llama
cuando atrás queda alguno
fatigado de la jornada y cae la sombra.
Hubo un silencio largo.
Así lo cuentan ellos que lo vieron.

Yo no recuerdo sino el frío
extraño que brotaba
desde la tierra honda, con angustia
de entresueño, y lento iba
a despertar el pecho,
donde insistió con unos golpes leves,
ávido de tornarse sangre tibia.
En mi cuerpo dolía
un dolor vivo o un dolor soñado.

Era otra vez la vida.
Cuando abrí los ojos
fue el alba pálida quien dijo
la verdad. Porque aquellos
rostros ávidos, sobre mí estaban mudos,
mordiendo un sueño vago inferior al milagro,
como rebaño hosco
que no a la voz sino a la piedra atiende,
y el sudor de sus frentes
oí caer pesado entre la hierba.

Alguien dijo palabras
de nuevo nacimiento.
Mas no hubo allí sangre materna
ni vientre fecundado
que crea con dolor nueva vida doliente.
Solo anchas vendas, lienzos amarillos
con olor denso, desnudaban
la carne gris y fláccida como fruto pasado;
no el terso cuerpo oscuro, rosa de los deseos,
sino el cuerpo de un hijo de la muerte.

El cielo rojo abría hacia lo lejos
tras de olivos y alcores;
el aire estaba en calma.
mas temblaban los cuerpos,
como las ramas cuando el viento sopla,
brotando de la noche con los brazos tendidos
para ofrecerme su propio afán estéril.
La luz me remordía
y hundí la frente sobre el polvo
al sentir la pereza de la muerte.

Quise cerrar los ojos,
buscar la vasta sombra,
la tiniebla primaria
que su venero esconde bajo el mundo
lavando de vergüenzas la memoria.
Cuando un alma doliente en mis entrañas
gritó, por las oscuras galerías
del cuerpo, agria, desencajada,
hasta chocar contra el muro de los huesos
y levantar mareas febriles por la sangre.

Aquel que con su mano sostenía
la lámpara testigo del milagro,
mató brusco la llama,
porque ya el día estaba con nosotros.
Una rápida sombra sobrevino.
entonces, hondos bajo una frente, vi unos ojos
llenos de compasión, y hallé temblando un alma
donde mi alma se copiaba inmensa,
por el amor dueña del mundo.

Vi unos pies que marcaban la linde de la vida,
el borde de una túnica incolora
plegada, resbalando
hasta rozar la fosa, como un ala
cuando a subir tras de la luz incita.
Sentí de nuevo el sueño, la locura
y el error de estar vivo,
siendo carne doliente día a día.
Pero él me había llamado
y en mí no estaba ya sino seguirle.

Por eso, puesto en pie, anduve silencioso,
aunque todo para mí fuera extraño y vano,
mientras pensaba: así debieron ellos,
muerto yo, caminar llevándome a la tierra.
La casa estaba lejos;
otra vez vi sus muros blancos
y el ciprés del huerto.
Sobre el terrado había una estrella pálida.
Dentro no hallamos lumbre
en el hogar cubierto de ceniza.

Todos lo rodearon en la mesa.
Encontré el pan amargo, sin sabor las frutas,
el agua sin frescor, los cuerpos sin deseo;
la palabra hermandad sonaba falsa,
y de la imagen del amor quedaban
solo recuerdos vagos bajo el viento.
Él conocía que todo estaba muerto
en mí, que yo era un muerto
andando entre los muertos.

Sentado a su derecha me veía
como aquel que festejan al retorno.
la mano suya descansaba cerca
y recliné la frente sobre ella
con asco de mi cuerpo y de mi alma.
Así perdí en silencio, como se pide
a Dios, porque su nombre,
más vasto que los templos, los mares, las estrellas,
cabe en el desconsuelo del hombre que está solo,
fuerza para llevar la vida nuevamente.

Así rogué, con lágrimas,
fuerza de soportar mi ignorancia resignado,
trabajando, no por mi vida ni mi espíritu,
mas por una verdad en aquellos ojos entrevista
ahora. La hermosura es paciencia.
Sé que el lirio del campo,
tras de su humilde oscuridad en tantas noches
con larga espera bajo tierra,
del tallo verde erguido a la corola alba
irrumpe un día en gloria triunfante.

Escucharlo recitado por Cernuda

 

GÓNGORA

El andaluz envejecido que tiene gran razón para su orgullo,
el poeta cuya palabra lúcida es como diamante,
harto de fatigar sus esperanzas por la corte,
harto de su pobreza noble que lo obliga
a no salir de casa cuando el día, sino al atardecer, ya que las sombras,
más generosas que los hombres, disimulan
en la común tiniebla parda de las calles
la bayeta caduca de su coche y el tafetán delgado de su traje;
harto de pretender favores de magnates,
su altivez humillada por el ruego insistente,
harto de los años tan largos malgastados
en perseguir fortuna lejos de Córdoba la llana y de su muro excelso,
vuelve al rincón nativo para morir tranquilo y silencioso.

Ya restituye el alma a soledad sin esperar de nadie
si no es de su conciencia, y menos todavía
de aquel sol invernal de la grandeza
que no atempera el frío del desdichado,
y aprende a desearles buen viaje
a príncipes, virreyes, duques altisonantes,
vulgo luciente no menos estúpido que el otro;
ya se resigna a ver pasar la vida tal sueño inconsistente
que el alba desvanece, a amar el rincón solo
adonde conllevar paciente su pobreza,
olvidando que tantos menos dignos que él, como la bestia ávida
toman hasta saciarse la parte mejor de toda cosa,
dejándole la amarga, el desecho del paria.

Pero en la poesía encontró siempre, no tan sólo hermosura, sino ánimo,
la fuerza del vivir más libre y más soberbio,
como un neblí que deja el puño duro para buscar las nubes
traslúcidas de oro allá en el cielo alto.
Ahora al reducto último de su casa y su huerto le alcanzan todavía
las piedras de los otros, salpicaduras tristes
del aguachirle caro para las gentes
que forman el común y como público son árbitro de gloria.
Ni aun esto Dios le perdonó en la hora de su muerte.
Decretado es al fin que Góngora jamás fuera poeta,
que amó lo oscuro y vanidad tan sólo le dictó sus versos.
Menéndez y Pelayo, el montañés henchido por sus dogmas,
no gustó de él y lo condena con fallo inapelable.

Viva pues Góngora, puesto que así los otros
con desdén le ignoraron, menosprecio
tras del cual aparece su palabra encendida
como estrella perdida en lo hondo de la noche,
como metal insomne en las entrañas de la tierra.
Ventaja grande es que esté ya muerto
y que de muerto cumpla los tres siglos, que así pueden
los descendientes mismos de quienes lo insultaban
inclinarse a su nombre, dar premio al erudito,
sucesor del gusano, royendo su memoria.
Mas el no transigió en la vida ni en la muerte
y a salvo puso su alma irreductible
como demonio arisco que ríe entre negruras.

Gracias demos a Dios por la paz de Góngora vencido;
gracias demos a Dios por la paz de Góngora exaltado;
gracias demos a Dios, que supo devolverlo (como hará con nosotros),
nulo al fin, ya tranquilo, entre su nada.

 

A UN POETA MUERTO (F.G.L) 

Así como en la roca nunca vemos
la clara flor abrirse,
entre un pueblo hosco y duro
no brilla hermosamente
el fresco y alto ornato de la vida.
Por esto te mataron, porque eras
verdor en nuestra tierra árida
y azul en nuestro oscuro aire.

Leve es la parte de la vida
que como dioses rescatan los poetas.
El odio y destrucción perduran siempre
sordamente en la entraña.
Toda hiel sempiterna del español terrible,
que acecha lo cimero
con su piedra en la mano.

Triste sino nacer
con algún don ilustre
aquí, donde los hombres
en su miseria solo saben
el insulto, la mofa, el recelo profundo
ante aquel que ilumina las palabras opacas
por el oculto fuego originario.

La sal de nuestro mundo eras,
vivo estabas como un rayo de sol,
y ya es tan solo tu recuerdo
quien yerra y pasa, acariciando
el muro de los cuerpos
con el dejo de las adormideras
que nuestros predecesores ingirieron
a orillas del olvido.

Si tu ángel acude a la memoria,
sombras son estos hombres
que aún palpitan tras las malezas de la tierra;
la muerte se diría
más viva que la vida
porque tú estás con ella,
pasado el arco de tu vasto imperio,
poblándola de pájaros y hojas
con tu gracia y tu juventud incomparables.

Aquí la primavera luce ahora.
Mira los radiantes mancebos
que vivo tanto amaste
efímeros pasar junto al fulgor del mar.
Desnudos cuerpos bellos que se llevan
tras de sí los deseos
con su exquisita forma, y solo encierran
amargo zumo, que no alberga su espíritu
un destello de amor ni de alto pensamiento.

Igual todo prosigue,
como entonces, tan mágico,
que parece imposible
la sombra en que has caído.
Mas un inmenso afán oculto advierte
que su ignoto aguijón tan solo puede
aplacarse en nosotros con la muerte,
como el afán del agua,
a quien no basta esculpirse en las olas,
sino perderse anónima
en los limbos del mar.

Pero antes no sabías
la realidad más honda de este mundo:
el odio, el triste odio de los hombres,
que en ti señalar quiso
por el acero horrible su victoria,
con tu angustia postrera
bajo la luz tranquila de Granada,
distante entre cipreses y laureles,
y entre tus propias gentes
y por las mismas manos
que un día servilmente te halagaran.

Para el poeta la muerte es la victoria;
un viento demoníaco lo impulsa por la vida,
y si una fuerza ciega
sin comprensión de amor
transforma por un crimen
a ti, cantor, en héroe,
contempla en cambio, hermano,
cómo entre la tristeza y el desdén
un poder más magnánimo permite a tus amigos
en un rincón pudrirse libremente.

Tenga tu sombra paz,
busque otros valles,
un río donde del viento
se lleve los sonidos entre juncos
y lirios y el encanto
tan viejo de las aguas elocuentes,
en donde el eco como la gloria humana ruede,
como ella de remoto,
ajeno como ella y tan estéril.

Halle tu gran afán enajenado
el puro amor de un dios adolescente
entre el verdor de las rosas eternas;
porque este ansia divina, perdida aquí en la tierra,
tras de tanto dolor y dejamiento,
con su propia grandeza nos advierte
de alguna mente creadora inmensa,
que concibe al poeta cual lengua de su gloria
y luego lo consuela a través de la muerte. 

 

BIRDS IN THE NIGHT

El gobierno francés, ¿o fue el gobierno inglés?, puso una lápida
en esa casa de 8 Great College Street, Camden Town, Londres,
adonde en una habitación Rimbaud y Verlaine, rara pareja,
vivieron, bebieron, trabajaron, fornicaron,
durante algunas breves semanas tormentosas.
Al acto inaugural asistieron sin duda embajador y alcalde,
todos aquellos que fueran enemigos de Verlaine y Rimbaud cuando vivían.

La casa es triste y pobre, como el barrio,
con la tristeza sórdida que va con lo que es pobre,
no la tristeza funeral de lo que es rico sin espíritu.
cuando la tarde cae, como en el tiempo de ellos,
sobre su acera, húmedo y gris el aire, un organillo
suena, y los vecinos, de vuelta del trabajo,
bailan unos, los jóvenes, los otros van a la taberna.

Corta fue la amistad singular de Verlaine el borracho
y de Rimbaud el golfo, querellándose largamente.
Mas podemos pensar que acaso un buen instante
hubo para los dos, al menos si recordaba cada uno
que dejaron atrás la madre inaguantable y la aburrida esposa.
Pero la libertad no es de este mundo, y los libertos,
en ruptura con todo, tuvieron que pagarla a precio alto.

Sí, estuvieron ahí, la lápida lo dice, tras el muro,
presos de su destino: la amistad imposible, la amargura
de la separación, el escándalo luego; y para éste
el proceso, la cárcel por dos años, gracias a sus costumbres
que sociedad y ley condenan, hoy al menos; para aquél a solas
errar desde un rincón a otro de la tierra,
huyendo a nuestro mundo y su progreso renombrado.

El silencio del uno y la locuacidad banal del otro
se compensaron. Rimbaud rechazó la mano que oprimía
su vida; Verlaine la besa, aceptando su castigo.
Uno arrastra en el cinto el oro que ha ganado; el otro
lo malgasta en ajenjo y mujerzuelas. Pero ambos
en entredicho siempre de las autoridades, de la gente
que con trabajo ajeno se enriquece y triunfa.

Entonces hasta la negra prostituta tenía derecho de insultarlos;
hoy, como el tiempo ha pasado, como pasa en el mundo,
vida al margen de todo, sodomía, borrachera, versos escarnecidos,
ya no importan en ellos, y Francia usa de ambos nombres y ambas obras
para mayor gloria de Francia y su arte lógico.
Sus actos y sus pasos se investigan, dando al público
detalles íntimos de sus vidas. Nadie se asusta ahora, ni protesta.

“¿Verlaine? Vaya, amigo mío, un sátiro, un verdadero sátiro.
cuando de la mujer se trata; bien normal era el hombre,
igual que usted y que yo. ¿Rimbaud? Católico sincero, como está demostrado.”
Y se recitan trozos del “Barco Ebrio” y del soneto a las “Vocales”.
Mas de Verlaine no se recita nada, porque no está de moda
como el otro, del que se lanzan textos falsos en edición de lujo;
poetas mozos de todos los países hablan mucho de él en sus provincias.

¿Oyen los muertos lo que los vivos dicen luego de ellos?
Ojalá nada oigan: ha de ser un alivio ese silencio interminable
para aquellos que vivieron por la palabra y murieron por ella,
como Rimbaud y Verlaine. Pero el silencio allá no evita
acá la farsa elogiosa repugnante. Alguna vez deseó uno
que la humanidad tuviese una sola cabeza, para así cortársela.
Tal vez exageraba: si fuera sólo una cucaracha, y aplastarla.


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