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Siete poemas de Ofrenda & Para evitar la desm...

Siete poemas de Ofrenda & Para evitar la desmesura, cual la hierba humildísima

7 POEMAS DE OFRENDA DE RICARDO HERRERA

 

EN EL CÉNIT DEL VERANO

Char y Seferis fueron tus amigos;
probando ritmos, paladeando lenguas,
vagaste durante años recorriendo
el curso de un arroyo de aguas gélidas.

Con ellos te perdiste en el silencio
de los bosques de molles, de la selva
que flecha con su sombra. La común
devoción por Heráclito y las piedras

sopló en tu corazón la maravilla
de sus hojas de Hipnos, la aventura
de sus poemas crípticos: oráculos
inscriptos para siempre en las alturas.

El monte fue tu escuela, los senderos
trazados por las cabras y los asnos,
recorridos a diario bajo un sol
encumbrado en el cénit del verano.

De nuevo el rey del bosque silba su áureo
saludo al caminante; lo has soñado.
Sólo en sueños revives lo que eras,
holgazán de setenta primaveras.

 

SU SONRISA

          Y ella muy desvanecida de que se canten por el lugar,
                                     a vueltas de sus gracias, sus flaquezas.
                                                            Lope de Vega, La Dorotea

 

Lo único sincero del final
fue su vivo rubor al traicionarme,
la sonrisa traviesa y atrevida
de una chiquilla en falta. 

Se hundía en el subsuelo adolescente
con un infantilismo consumado,
convocando a amazonas y centauros
al lanzamiento de su nueva vida.

Ingenua, en el festín de los halagos,
soñó la salvación por la belleza;
al fin quedó en sus labios el resabio
de la acre insensatez de sus excesos.

Y hoy, como en un rapto, esa sonrisa
vuelve con vivo embrujo a recordarme
el momento feliz, el blanco día
en el que decidida me sedujo.

 

LOA AL SOL O MI OTRO Y YO

Amigo, ahora sólo queda el sol,
el sol y las visiones del ocaso:
un portalón abriéndose al vacío
del que mana la luz, un mar de luz.

Me dices que no entiendes mi lenguaje,
es más, te causa risa mi lenguaje:
el diálogo del hombre con la luz,
la luz ardiente, vívida y sutil.

Un tiempo fue un jardín este lenguaje
de soñadoras, diáfanas imágenes:
un follaje tupido de perenne verdor.
Ahora es un desierto bajo el sol.

¡Qué escalofrío deja tu ignorancia
en mi ánimo exultante! ¡Qué alejado me siento
del mísero derrumbe que te aflige!
No escuchas el llamado, yaces muerto.

Yo, habiéndolo perdido casi todo,
todavía conservo mi mirada animal:
el ojo del halcón y del venado,
la fuga ante el peligro de lo humano.

 

PARA UN ÁLBUM

Usualmente, envejecen los recuerdos
igual que las personas: se trastornan.
Pero el momento aquel en la cocina
fue una iluminación que permanece
intacta en la memoria: soledad
y expansión del silencio y de la calma.

La familia dormía y a lo lejos
se oía una campana que tañía
con pureza inaudita, de cristal.
Diafanidad en la mañana gélida,
y el poema realizado de la vida
imponiéndose en mí, colmando el ánimo.

Una vieja cocina ya en desuso
conservaba el secreto de la infancia.
Fue hogar antaño el fuego entre azulejos,
una especie de patria de la dicha.
Y al cabo de la vida, hospitalaria,
restituía los dones de los años.

 

OTRO TIEMPO

La penumbra y el sueño confabulan
en las raras mañanas de los días
en que aún me despierto en otro tiempo;
todavía tu cuerpo está a mi lado
en el confuso oleaje que refluye
hacia un remoto azul ultramarino.

Rompen, rompen las olas del olvido,
el viento las recrea con su hálito.
Y el huraño desnudo se acurruca
entre edredones cálidos, fingido
nido, hogar donde su presencia vive
merced al hábito llamado amor.

Iteración feliz, triste costumbre
ahora, que retorna en duermevela
sin que medien cultivos ni memorias
y ahonda la distancia, el para siempre;
ofrenda de esperanza y fe de vida
que inmutable confirma lo que soy.

 

LA PARTE DEL ENCANTO

Conforta la belleza del lenguaje,
el don maravilloso del idioma,
la acariciante lengua femenina
que se disuelve lenta en la cadencia
del verso destinado a lo indecible;

reconforta la caza del huidizo
destello de una boca, la parte del encanto
imposible de asir, pero que cede,
cede ahora que escribo, viva imagen
del angélico beso de la voz.

 

CUAL LA HIERBA HUMILDÍSIMA

Cual la hierba humildísima, poesía;
así nace tu voz cuando la brisa
peina el pueril flequillo de mi hija.

Cual la mirada dulce de la Reina
cuando apoya su morro en mi rodilla;
así tu don se acerca a mi silencio.

Cual un jazmín de pie, salto de dicha
leve en la paz candente de la siesta;
así es tu dignidad, tierna palabra.

Encarnación de la reminiscencia,
puerta del Paraíso tan secreta
como la tuya no hay sobre la tierra.

 

********

 

PARA EVITAR LA DESMESURA, CUAL LA HIERBA HUMILDÍSIMA

por Valeria Melchiorre

 

Tal vez la veta polemista que Ricardo H. Herrera desarrollara en libros como La hora epigonal: ensayos sobre poesía argentina contemporánea (de 1991[1]) lo alejaran sin más de ciertas constelaciones de hombres y de obras que han tejido alianzas en el centro del canon de su época. Ese afán por denostar la poética del ‘60 en Argentina o, ya más acá en el tiempo, de armar una símil barricada contra los que considerara sus seguidores, los poetas de los ‘90, han sido gestas que sólo pueden haberle ganado enemistades. Lo que no podrá endilgársele a Herrera, tras los 35 números que dirigiera de Hablar de Poesía, es el oportunismo, a pesar de que el esfuerzo y la constancia que significara fundar y consagrarse a esta revista durante sus primeros 35 números le hubieran bastado para ocupar un lugar central y para dirimir desde allí gran parte de la suerte de sus contemporáneos. A la inversa, en especial en los comienzos, el modo sesgado y los combativos modales que se ponen de manifiesto en dicha publicación, nacida en su momento para situarse en la vereda de enfrente del entonces exitoso Diario de poesía, implican una posición incómoda; sobre todo porque no fue el arte de la provocación, ni la bufonada, lo que caracterizó las intervenciones de Hablar de Poesía mientras él fue el Director. Por lo demás, si bien abierta, sobre todo en la sección “Poemas”, a textos de cuño diverso, la revista se convirtió durante esos años en refugio de poetas relegados por sus ambiciones clasicistas; o poco afectos a la experimentación con el lenguaje, a desbordar patrones de pureza literaria, o a los métodos más vanguardistas de circulación.

            La entrada de Herrera al campo literario no ha sido por ende triunfal, aunque si sus atributos se han visto opacados es tal vez por cierta condición de legibilidad de los textos. Herrera lo ha atribuido sin más a una insuficiencia ambiente, a la escasa competencia de los lectores de poesía para aproximarse a la suya: “[…] me animo a proponer que la mayoría de sus aficionados posee una formación precaria”, dice. Seguramente esta frase hubiese sido fácilmente rebatible hace unos años. Hoy, en vistas de las escrituras que se afianzan gracias a las novatas vías virtuales de validación, tal afirmación no suena tan desacertada. Muy posiblemente, en el barullo al que nuestro oído se va acostumbrando, en esta selva cotidiana de hiperinformación y de variadas textualidades que proponen las redes sociales, el tono y los metros de Herrera, de una armonía casi impoluta, resulten cada vez más distantes. Claro que, ya antes de que se levantaran tantos muros concebidos como flujos aptos para la comunicación, Herrera se ha sentido inclinado a desentenderse de gran parte de la tradición poética del siglo XX, o más bien a hacer de cuenta que dichas corrientes no constituyen una tradición en sí, concepto este último al que, de la manera que lo comprende él, es tan arraigadamente adepto. O sea, como el mismo Herrera sintetiza en el prólogo a Ofrenda[2] (“Dificultad de la poesía”) está la cuestión del desajuste con su tiempo:

[…] ya que todo poeta joven sueña con imponer su ilusión poética y su concepción estética en la república de las letras, y, lógicamente, heredar una parcela de la mágica zona que puede denominarse tanto futuro como posteridad. La entrada en la vejez, sin embargo, invierte los términos de la ingenua ecuación juvenil, la ilusión se estrella contra la realidad de que su retórica ya ha pasado de moda […]

 

            Han colaborado, sin duda, la opción por una lengua otra de la que se emplea oralmente en la Argentina; y aún de la que se escribe: la reticencia al voseo; los arcaísmos –“belfos”, “ánima”–; los latinismos –“In tenui labor”, “De Senectute”, “Nunc et Semper”, “Ecce Puer”– son un ejemplo de esto. En líneas generales, y más allá de estos detalles, la suya ha sido una “[…] obstinada navegación hacia una suerte de Atlántida de la Poesía con mayúscula”; y es tal decisión inicial la que ha acarreado todas las demás.

            Por lo pronto, la confianza de que existe algo así como una terra primordial de la Poesía –nótese la referencia insular en lo de “Atlántida”, y su atinada connotación– se transforma en un motor cuyo lugar de destino es claro: lo que sí hay que reconocerle a Herrera es un proyecto irrenunciable, con su brújula y su norte. Vale atreverse, para el caso, a las notas del final de Obra en verso[3]: cuando explica la influencia de Pierre-Jean Jouve, al describir la génesis de “Estudios de la soledad”; o en la versión propia de un método de composición, en las notas a “Imágenes del silencio cotidiano”, tan a la manera de Poe, de T. S. Eliot, o de tantos otros poetas que ha frecuentado y cuyas reflexiones ha inducido a traducir. Las afirmaciones de Herrera, tajantes, dan cuenta de algo así como de una verdadera implicación espiritual, de un recorrido seguido con minuciosidad y a conciencia. Coherentemente con esta manera de entender la labor, está la certeza de que hay un patrimonio que se recoge, como un río fluyendo, del que su obra quiere formar parte; la idea de la transmisión es clave. Dicha concepción se explica fundamentalmente en “La energía de la civilización”, ensayo que aparece por primera vez en el n. 12 de Hablar de poesía; y se reitera ad infinitum. Esta auto-imposición lo hace desistir a Herrera de las veleidades de una ruptura total con ese corpus que las lenguas traen consigo; y lo hace preferir los lujos “del texto arcaico que ya nadie lee”, como se dice en uno de los poemas del final de la trayectoria. En tal sentido, su apuesta es exactamente opuesta a cualquier intento de barajar y dar de nuevo, tan característico de muchos movimientos artísticos del siglo que acabamos de sortear. Los poetas preferidos son “[…] Molinari y Mastronardi entre los argentinos, Ungaretti y Montale entre los italianos […]”; Borges, pero no exactamente el que entusiasma a Foucault o a Deleuze, sino el del Elogio de la sombra, al que cita en “Dificultad de la poesía” –¡cuán borgiano es uno de los poemas escritos entre 2003 y 2008!: “Adiós. Ya el sueño llama al soñador”.

            Las aficiones y afinidades se revelan nítidas en los múltiples intertextos y paratextos, entre títulos, homenajes y dedicatorias, siempre de proveniencia clásica. En tal contexto, el leve rastro de una canción de Frank Sinatra puede resultar llamativo, porque a Herrera le basta con la cultura oficial y remanida para certificar una pertenencia. Se omiten, circunscripto de este modo el acervo, las triviales pretensiones; y aparecen: Heráclito, Ofelia, Fernando Fader, Gerard Manley Hopkins, Pierre-Jean Jouve, Vermeer, Morandi, Vitier, Hofmannsthal, Virgilio, Chopin, Mozart, Keats, Ungaretti, Georges de la Tour, Kierkegaard, Juan Ruiz arcipreste de Hita, Umberto Saba, César Vallejo, Yeats, Cervantes, Lope de Vega, Pérez Galdós, Char, Seferis, William Carlos Williams; así como alusiones a ese gran compendio universal que son la Biblia y la mitología clásica: Leteo y Getsemaní, Lacoonte, Edipo (el de Colono), Iris, Hipnos, Magdalena, Biblia o Afrodita. El sabor que deja la utilización de estas citas, nunca asentadas en una biblioteca académica ni atentas al último grito de la moda, es que las vastas páginas leídas, la música escuchada en la paz del hogar, los cuadros admirados, han sido asimilados al punto de poder borrarse en el entrevero de las propias inquietudes; suerte de telaraña que va tejiéndose para que reine en medio el caudal de lo que pugna por decirse.

            Está entonces ese lugar común de la cultura, el que se comparte con el ciudadano de a pie –Herrera es, quizá, el último ciudadano de a pie culto, no solo porque es infrecuente hoy poseer tal capital simbólico, sino porque los autodidactas como él son los menos, y los más quienes parten de una formación ligada a las instituciones–, pero también, además de ese legado con el que se cuenta, hay una índole del lugar común que tiene que ver con la restricción léxica y con el registro. La adjetivación es precisa, tanto como son mínimos los rasgos sémicos que se acentúan, y siempre de los flagrantes; al punto que es tal vez Herrera un maestro moderno del epíteto. Leemos en el poema en prosa “Con sol”: “El azul del cielo, puro a la mañana, pulverizándose al mediodía en el gris metálico de los montes, tiñendo pálidamente las piedras, tornándose claridad deslumbrante en el áspero blanco de los muros encalados”. El vocabulario, dentro de los límites de lo que se llama alta cultura, se ve en ocasiones matizado con usos de modernista herencia: “ya lejos para siempre de la perla/ deslumbrante en tu lóbulo, la hierba/ bañada por el nácar de la luna”. Y cristaliza a cada paso, como es posible observar allí, tanto en la gama cromática de las imágenes como en los significados al actualizarse –la pureza, la claridad, la limpieza–, una premisa que está en el origen de estas decisiones: hay un énfasis y una denodada lucha por la corrección, por la exactitud, por la compostura, a riesgo de perderse en el camino la singular impronta. El poema sería “El guijarro pulido por la ola”; y la lengua, aquella que no ha sido desvirtuada por los avatares del habla y de los siglos: “El antiguo sabor del castellano/ con su arcaica grafía me cautiva”, leemos.

            No dejarse llevar, entonces, por los bríos de una marea que se aleje del cauce de la forma: este es el objetivo y la guía. En efecto, como probablemente nadie en la Argentina, ámbito en el que, a diferencia de lo que sucediera en las centrales geografías de la lengua inglesa o italiana, fueron descartados los metros regulares por vetustos, Herrera fue un defensor a ultranza de la versificación clásica; y ha echado mano ya de la sextina, ya de la silva blanca modernista, ya del soneto –el primero que escribiera data de 1991–; o, en líneas generales de pentasílabos o heptasílabos alternando con la perfección de sus endecasílabos[4]. Esta habilidad se anuncia en los primeros poemas, como leemos en uno escrito entre 1985 y 1995: “Presiento, a veces, que la lucidez/ al alcanzar su ápice se engaña”. No pueden negársele la eficacia de ciertos encabalgamientos y de la rima ben trovata –“Otro día de lluvia, otra sombría/ mañana de zozobra. Se extravía/ la mente en el confín del aguacero”–, clasicismo o posclasicismo de las formas –bastaría con la categorización sin prefijo, porque Herrera ha sido sin lugar a dudas el más clásico de los posclásicos–[5] que se conjuga con otros recursos de la poesía más tradicional; así, por ejemplo, en la persistencia de la pregunta retórica: “¿Adónde va tu vida/ en tanto lo que ocurre se disipa?”.

            Pronto a cumplir treinta y siete años, se hace cargo Herrera de la tonalidad que prima en sus versos, del tipo de emotividad que puja en su surgimiento: “[…] la poesía comenzó a fluir en mí de un modo intenso y sereno; no caudaloso, porque caudaloso nunca lo ha sido, pero sí sesgadamente feliz, no obstante el tono elegíaco que domina la expresión”. Y es importante señalar que, a pesar de que dicha felicidad asome, de esa masa compacta de obra dominada por una inquebrantable cohesión, se desprende siempre la sensación de que “Crece la muerte”. El balance –“fluye la aceptación del devenir,/ que es abandono, ausencia, despedida”– no debe entonces sorprender; y tampoco la evidente preferencia del yo por el tiempo pasado, que fue inexorablemente mejor. En “Para un álbum”, uno de los poemas del final, el recuerdo de una cocina trae aparejada la siguiente constatación: “Fue hogar antaño el fuego entre azulejos,/ una especie de patria de la dicha”. Esta percepción se recrudece cuando se ha perdido el amor o cuando han languidecido las “aguas” del deseo –“Hubo un tiempo, recuerdo,/ en que nadé por ellas largamente”–, una expresión de la nostalgia que se extiende más allá, cuando lo acontecido supera lo que queda por acontecer –“[…] Lo que tuve/ ya es silencio de nieve en el oído”–; y que no tiene que ver con una melancolía de época, en el sentido amplio que le puede dar, por ejemplo, Yves Bonnefoy[6]; porque siempre la poesía de Herrera es la expresión personal de una vivencia y a esta dimensión se reducen sus alcances y sus anhelos.

            De ahí que haya una autofiguración del yo que se va recortando en los poemas, y que no varía demasiado. En oportunidades, es el que duela –“Nada, nunca; ni siquiera un recuerdo/ que ilumine mi duelo”–, aunque es más habitual hallarlo, ya no tan apenado por la muerte ajena, inmerso en el silencio y en la soledad. En el “Autorretrato” correspondiente al período de 1989, leemos: “Eso dice el espejo./ Y luego, nada;/ solamente mudez”; “la cruda luz del rostro/ inmensamente sola y silenciosa”. Es la evocación de una privacidad en recogimiento la más fructífera de las circunstancias, de tan reiterada y tan honda que se la describe; hay, por así decirlo, un elogio de ese estado: “Y allí mi soledad, mi vida abierta/ al vacío que sacia, a la desierta/ distancia del silencio […]”. Aunque es tal vez la actividad de la lectura y de la escritura, a la que comienza a asociarse el momento introspectivo, el verdadero corolario; así en otro “Autorretrato”, más hacia el final –“Siempre meditabundo, siempre solo,/ al menos cuando escribe sus poemas”– o en la rememoración/evocación con que se cierra “Estudios de la soledad”: “Y luego, cada vez más distante y abstraído, cuento sílabas, leo a los poetas que ya nadie lee, atizo el fuego de mi casa de campo, aquí, en medio de la noche urbana, lejano y transparente”. Como allí, el momento del aislamiento está muchas veces metonimizado en la escena del hogar –“la de mi soledad mirando el fuego/ en la garganta oscura del hogar”–, nunca tan reconcentrada como en ese texto en prosa que se titula “Desnudo ante la estufa”, que es la doméstica instancia de una mujer acomodando un leño entre las brasas. Desde ya que este calor es a un tiempo el de la intimidad acogedora al resguardo del frío exterior, y la del ardor: cuando el amor concluye, se comprueba que “No hay fuego en el hogar. […]”.

            En esta voluntad por ceñirse a los sencillos avatares de una cotidianeidad desprovista de lo contingente; y atenta únicamente a las pequeñas conmociones de lo diario, el poema puede albergar la vida familiar, trátese de los hijos –“[…] Miranda./ Cesa la tempestad. Una bufanda/ –la tuya, hija querida– color malva/ es la insignia de la vida que me salva”; o del padre, en la despedida de la muerte –“Lo que pude tener se hizo presente/ en el momento mismo en que te ibas”–; figura esta que, en el poema “A mi padre, aún”, y gracias al epígrafe de Vallejo, se redimensiona y cobra acaso la estatura de Dios, ante la inminencia de la propia desaparición física. Nada tiene de pretencioso, en términos de topos, de cuantía, de anclas con la realidad o de fantasía, el proyecto literario de Herrera, puesto que de las cosas y seres que pueblan al mundo le interesan básicamente los vaivenes de su subjetividad, lo recóndito, aquello que se ve “Por la puerta entornada”. Este título, que agrupa los poemas escritos entre 2003 y 2008, resume lo que la sutileza del lenguaje promueve: mirar el trasfondo de una identidad delineada en la confesión de sus sentires.

            Tanto el recogimiento en que el yo se perpetúa como el léxico exento de las marcas del habla, y de otros matices, condicen con una obvia característica de la producción de Herrera: la ausencia de lo urbano y una predilección por los entornos naturales. Por todas estas razones, su obra es fácilmente vinculable al neorromanticismo argentino del ‘40[7]; además de que, fiel a ese antecedente directo del ‘40 que fuera Mastronardi, hay un provincianismo que se evidencia ya en algunos títulos –“En Loza Corral”–, ya en otros paratextos. Por ejemplo, al mencionarse la específica zona geográfica que inspirara el poema “Otros colores”, leemos: “Mediodía de pleno verano en Mi Rosita, la casa de los últimos años en Los Hornillos”. Los paisajes están llamados a ser remansos, lugares en que prima la armonía; y aunque el foco de atención pueda centrarse en alguna de sus versiones estacionales o en alguno de los momentos del día –uno de los primeros poemas “Nace otra noche”, es un nocturno–, la consistencia del marco sirve únicamente a tal propósito: el de dar cuenta de la subjetiva experiencia. Suele suceder que se proyecte la propia tesitura en el paisaje –“La parquedad del viento”–; o que se tiña el mar de los vaivenes amorosos, en las varias marinas de “El descenso”:

[…] No murmura
el mar, no gime el mar, no clama ahora.
Vuelto resentimiento es una oscura
forma de desamor. […]

 

            Y también ocurre que el paisaje se convierte en término de comparación con otra cosa: su aridez se iguala a la de la “vida” –“Y al llegar a la casa,/ que en el llano deriva hacia la nada/[…]/ la infinita aridez –como mi vida”. O, como leemos en el reciente “Loa al sol o mi otro yo y yo”, el espacio en sí, en algunas de sus facetas, facilitará la analogía con el poema:

Un tiempo fue un jardín este lenguaje
de soñadoras, diáfanas imágenes:
un follaje tupido de perenne verdor.
Ahora es un desierto bajo el sol.

 

            En verdad, poco importa el tenor de lo que se escribe, su órbita, su peso, su timbre o su estridencia en la realidad: modulados por el poema, los temas y sentimientos se vuelven casi siempre al laconismo, a la parquedad, a la sobriedad. La muerte “se desnuda en la sombra de mi página,/ lacónicamente, solitaria” leemos en el primer poema de “Sobre un día terrestre”. Las palabras se prestan a esta apuesta porque “[…] son mansos animales”, transmutables a una austeridad sostenida en las virtudes fructíferas del silencio: “Pero el silencio amenazante es siembra”. Atraído por el confinamiento, por una cuerda más ligada a la afinada musicalidad y a la estilización, le es suficiente a quien escribe “Sólo esta breve luz”, que es la de la amada, la del “poema” y la de la “espera”. Por eso, si hubiera que asignarle un tempum a la aventura poética de Ricardo Herrera, este sería el de la espera: “Acepta tu destino: es esta espera./[…]/ tus palabras, las palabras hieráticas/ del pensamiento de la soledad”. Y lo que se aguarda sobre todo es el advenimiento del poema y de la muerte: “[…] Y su belleza,/ absorta en el olvido, me atraviesa/ transformada en espera, […]”.

            Claro que, si nos dejamos arrastrar levemente por el arrojo que irrumpe quedo, de cuando en cuando, en el verso, se podrá advertir que la opción por determinado equilibrio y por determinada franja de la belleza es más bien el resultado de una contención. No es casual la lectura que hace Herrera de un libro de Pierre-Jean Jouve:

            Pero no todo era proliferación sin freno en aquel libro; también era posible percibir la búsqueda de contención, de formas conocidas y reconocibles, disposición que llevaba al poeta de tanto en tanto a elegir ese pequeño sistema planetario que es el soneto, con sus rimas que giran como satélites en torno de la compacta masa pasional de la sintaxis que los sujeta con su potente fuerza de atracción. Ambos polos, tanto el fogoso tumulto erótico como el cosmos ordenado y cristalino, me atraían […]

            Este límite se le impone a Jouve dada la voluptuosidad y sensorialidad a la que está expuesto, una percepción que Herrera podrá articular en tanto le es probablemente familiar. Hay un movimiento similar en sus poemas, especialmente los del comienzo. Si bien ganan la aridez, la mudez y la “nada”, leemos allí:

 

No de otro modo el campo se desnuda
de su pesadumbre al atardecer,
y se entrega en silencio
al oleaje que avanza,
aunque una hoja cruja entre mis dedos
y desprenda, sin gracia ni perfume,
la lenta monotonía del tiempo.

Cruje una hoja en mi mano,
miro extinguirse la luz:
la tierra color herrumbre,
la árida extensión coriácea.
Y me atormento junto al muro en sombras
Mientras siento apagárseme la piel

 

            No es el desierto lo que en este texto avanza –tal una de las frases dilectas de Herrera en sus escritos–,[8] sino el “oleaje”. Como si en ese exabrupto y el de la j, tan eficazmente prominente a lo largo de la primera parte de la obra –se repite “oleaje”; y se agregan “dije”, “litúrgico”, “jirones”, “follaje”, “hojas”, “oleaje”, “hojarasca”, “hojas”, “abajo”, “peregrinaje”, “imágenes”, “salvaje”, “pajonales”, “júbilo”, “espejismo”, “lejanía”, “gajo de jazmín”–, se condensaran una fibra de eso que no arriesga a derramarse y que punza sonoro por salir a flote. A veces, la sensualidad está manifiesta en el enunciado y está anexada al dolor:

                      

Apresúrate, sal de la humareda
de voces y visiones ofuscadas,
afírmate en el viento, en el oleaje
–¡más ágil, desprovisto de veneno!–
y vuelve, refractario, por tu herida
al bosque de hojas vivas de la sangre:
hacia la imaginaria desnudez
de arborescente música sensual
que empuja los aromas de la tierra

 

            Otras veces, como en “El descenso”, los poemas fechados entre 2000 y 2002, tiene que ver con el fracaso del amor. Afloran aquí, además, efluvios dantescos y el mitema de la catábasis: “Entonces descendí a mi propio infierno/ por tu amor […]”. Aparece incluso el ferviente deseo que genera un tú femenino:

                      

Curvada sobre el humus
de la metamorfosis,
su pelambre azabache
brillaba sobre el nácar de la espalda
desde la nuca al rabo:
acarícienme, hiéranme, decía;

era toda dolor
La hembra que gemía de placer

 

            No debe sorprender que esa encrucijada entre la vehemencia y su apaciguamiento, entre lo que desborda y la necesidad de un contorno, se vea replicada en otra confluencia: la de la sinestesia. “Silenciosa, una nube destruida/ prende llamas heladas en la hierba” leemos hacia el comienzo del itinerario. Aplicada a la poesía, la disyunción surge de la misma batalla que concierne al poeta y a sus metas volcadas al papel: “Como el sol en la entraña de la leña,/ poesía, fulgor de la aridez”. Lo sensorial se plasma asimismo en la reunión del fuego con la sangre, una asociación bastante corriente –“el fuego de tu sangre”–; así en “Mientras escribo”:

 

hay una lumbre
mojada, murmurante como fuego
en un mortero. Y, más allá de las llamas
de la sangre […]

 

            Justamente, la esfera de la pasión está en los inicios claramente vinculada a la escritura: “Nada hay, mas cuánto ardor turba el decir”. Y si bien languidece hacia el final el grado o el volumen con que se expresa el deseo, persiste la noción de que la práctica poética viene de una zona ligada a lo pulsional. En “Conversación con mis hijos sobre poesía”, se comprueba: “Ese lenguaje que nos restituye/ al orbe zigzagueante de los pájaros/ apela a la pasión de un modo extraño”.

            Como esa raza de poetas para quienes el ejercicio de enfrentarse con la creación atraviesa la esfera de la cavilación para encarnar en lo dicho; como, en una tendencia no tan desemejante hicieran, en el terreno local, Inchauspe o Godino, la circunstancia precisa de la práctica adquiere la fisonomía de un cuadro como un leitmotiv de tan habitual. Así, en los comienzos: “Es de noche. He dejado unas palabras/ solas, sobre la página”; o, algo más avanzada la obra, en “Estudios de la soledad”:

 

En las mañanas áridas, tu mano
apoyada en tu mano y la mirada
perdida en la blancura del papel,
perdida para siempre

 

            En esas ambientaciones en que la actitud autorreflexiva lo es más que nunca, lectura y escritura se combinan. Por ejemplo, en “La quietud llama”, un texto fechado entre 2003 y 2008:

 

En la mesa un jazmín, la compañía
del silencio ermitaño en la lectura.
Y guiada por un sesgo del aroma
que restaura la mente de los daños,
atroces de estos años, la palabra
–rompimiento de todo mi cansancio–
me aísla en la inminencia de un milagro.

 

            Lo cierto es que, aunque no cristalice la escena completa de la escritura, hay toda una metapoética actuando como eje en torno al cual rotan otras de las impresiones. La infertilidad, la inútil persecución de la palabra constituye una de las principales preocupaciones: “No le llegan refuerzos del lenguaje./ Arde la biblioteca: no hay palabras,/ no hay ilusión verbal. La mente en blanco”. Casi a la manera de la lírica medieval, la poesía podrá ser un sustituto de la amada: “te vi, mujer, avanzar hacia mí” dice el yo en “A la poesía”. En uno de los textos de “Imágenes del silencio cotidiano”, dedicado A la poesía, leemos:

                                  

Huraña y adorable. Me rescata
de la pena del tiempo, mi tormento,
tu leve sortilegio. Sopla el viento,
se lleva mi deseo y tu secreto
a un umbral de silencio. Me someto,
salvajemente libre. […]

 

La equiparación de la poesía con la amada persiste en la última etapa del itinerario de Herrera. Así, en “La parte del encanto”: “Conforta la belleza del lenguaje,/ el don maravilloso del idioma,/ la acariciante lengua femenina”. De esta suerte de personificación de la poesía se sigue la suposición de que en su seno descansa la potencia de la vida –“diciéndome los versos en donde arde/ mi vivir […]”– y ese pretérito del poema guarda y atesora lo que tiene de vital la existencia actual: “En su pasado queda, abandonado,/ como en un eco o un halo que ilumina,// el presente vivir […]”. La verdadera batalla que se libra, lápiz en mano, es, en definitiva, contra la nada:

 

La mente palidece, el clima auspicia
relectura de clásicos. Él opta
por nexos métricos y ensaya una
estrofa sáfica.

Algo breve que capte la perlada
lágrima dolorosamente pura
de otro día que inútil se retira
sin dejar huellas;

 

            Tal vez sin huellas, así de inasible sea lo que se traslade a ese ámbito especular al de la vida, que es la escritura. El verso, nutrido de los escasos temas que a todos nos atañen, tramado en el fino tamiz de la armonía, está acechado por el fantasma de la invisibilidad o de la ausencia. La impronta se vuelve borrosa ya que el poema, en el aura de una técnica magistralmente sabida, es “¡Intima, silenciosa artesanía/ que depura el sonido y el color!”. En tal sentido, Ofrenda resumiría esa templada afinidad con lo que nunca excede y evita cualquier especie de la desmesura. Esta característica es lo que el yo asimila al pisar la vejez, cuando se acepta la solvencia de esa “lengua que se hace críptica, que muere en su silencio/ buscando nueva vida en el sonido/ de la frase hierática”. Comparada a una “voz arcaica”, la voz de Herrera va adoptando visos de una ironía despojada de humor –“no da risa la vida que termina”–; producto quizá de una desilusión que cada aspecto lo contamina. Sin embargo, asoma al par otra veta menos cruda: la de una comicidad fundada en aquella lengua vulgar que resuena. Leemos entonces: “Alegrar la vejez con cascabeles/ desperdigados en los entresijos/ de un español agreste, tal mi oro”. Los nuevos vocablos son “achicoria y cebollín”; la realidad se le presenta como “Aldonza”. Es decir que, en esta última etapa de la obra, algo se resquebraja –es cuestión de “[…] saberse plebeyos al final”–; esa Atlántida hacia la cual se ha rumbeado ha cambiado su apariencia; y la tradición en que ahora se abreva podrá incluir el tono más ligero del español popular, aunque siempre castizo. De esa nueva patria originaria del poema se extraerá quizá un fondo pre-moderno, donde aún la función autor no estaba vigente y donde la “hierba humildísima” encuentre una tierra más acorde a su calaña; porque Herrera, con la modestia como su principal hálito, va entendiendo su senda como “mi apasionado errar hacia lo anónimo”.

            La duda asalta al poeta: “Ya no sé qué es poesía; en general,/ me fastidian los versos, blablablá/ de idiotas y de ineptos. Sin embargo,”. Y es este adversativo el que tiene la fuerza de un rayo. Herrera, es verdad, ha decidido relajar ciertos hábitos. Sin embargo –“Sin embargo”–, el “golpe de timón”, como el poeta llama a su propia transformación en “Dificultad de la poesía”, no lo aleja del radio férreo en que un poema es un poema sin más; sin interrogaciones ni ulteriores distorsiones. Donde hay una blanda profundidad capaz de albergarnos, capaz de alojar nuestros modestos pasos con la confianza intacta de los comienzos: “También las palabras, en el blanco papel,/ aguardan como arena al caminante”.

 

 

[1] Una lista completa de los libros ensayísticos, así como de toda la obra de Herrera, incluidas antologías y recopilaciones, es asequible en Schiavetta, Bernardo (coord.), Ser clásico hoy. Ensayos sobre la obra de Ricardo H. Herrera, Alción / Reflet de Lettres, 2017.

[2] Herrera, Ricardo H.: Ofrenda / Offrande. Edición bilingüe. Traducción de Omar Emilio Spósito (con la colaboración de Bernardo Schiavetta), Reflet de Lettres, Genéve, 2019, 138 pp.

[3] Herrera, Ricardo H.: Obra en verso (1985-2017). Colección Fénix, Editorial Brujas, Córdoba, 2018. 325 pp.

[4] Ver al respecto las “Palabras preliminares” de Bernardo Schiavetta a su op. cit., pp. 7-17, p. 10 y ss.

[5] Este aporte a una taxonomía de las corrientes poéticas del siglo XX en Argentina fue pergeñado por Javier Adúriz, y luego empleado por el propio Herrera. Cfr. mi “Coyuntura, posición, legado: 32 números de Hablar de poesía”, en Schiavetta, op. cit., pp. 139-158, p. 154 y ss.

[6] Bonnefoy habla de la imposibilidad, a esta altura de la civilización, de acceder a la médula de lo que comparece (cfr. Yves Bonnefoy, “La mélancolie, la folie, le génie –la poésie”, en Mélancolie; génie et folie en Occident, sous la direction de Jean CLAIR, Paris, Galeries Nationales du Grand Palais, 2005-2006, p. 15 y ss.). No es este el mal que aqueja la poesía de Herrera, puesto que aquí el sujeto de la enunciación se sitúa en un estadio anterior de las cosas; y el lenguaje es todavía esa zona donde se puede perder y recuperar algo.

[7] Cfr. mi La suerte del poema, Buenos Aires, audisea / Reflet de Lettres, 2017, p 108. Beatriz Vignoli asevera: “El poeta, traductor y ensayista argentino Ricardo H. Herrera ha logrado dar vida nueva al legado rioplatense de la poesía de los cuarenta. Fue aquel un período de gran lirismo y musicalidad, cuya síntesis y culminación es la poesía de Ricardo E. Molinari”. Cfr. “Ricardo Herrera. Una poética de la piedra”, Schiavetta, op. cit., pp. 61-6, p. 61. Con una visión más ajustada y menos global, Víctor Gustavo Zonana explica que Herrera “[…] toma distancia del neorromanticismo”, aunque acepta que dicha vertiente presenta puntos en común con su poesía. Asimismo, destaca, de la biografía de Herrera, “[…] los períodos transcurridos en Córdoba (durante su infancia y en la década del ’70)” y su establecimiento posterior en Miramar. Agrega: “El afincamiento en provincia, y en espacios en los cuales es posible todavía un contacto con el paisaje natural, no transformado por el modelo urbano y tecnológico, opera como eje fundamental de su concepción poética”. Cfr. Schiavetta, op. cit., “Agonía de la palabra. Ejes de la poesía de Ricardo H. Herrera”, pp. 19-54, pp. 31 y ss.

[8] Los grandes poetas de la primera mitad del siglo XX han anticipado, según Herrera, el “desierto que avanza”. Cfr. por ejemplo Hablar de poesía, Córdoba, Alción, año XI, n. 21, mayo 2010, p. 139.


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