Poema de un día

por Marcos Crotto[1]

Hace algunos meses murió Alfredo Maxit, profesor de Literatura durante treinta y ocho años en el Colegio del Salvador. En su muro de Facebook, las camadas de alumnos que lo habían conocido de joven le atribuían tanta pasión a sus clases que para mí se referían a otra persona.

        Para nosotros, para mis amigos, que lo habíamos tenido más cerca del retiro, solía llegar arrastrando los zapatos gastados y susurrando canciones nostálgicas de Serrat. Se sentaba en su silla y, con tono monocorde, y, sin ningún respeto por la currícula, hablaba de tragedias masivas: Ruanda, el Holocausto, Yugoslavia. A veces nos recitaba algún poema de su autoría inspirado en aquellas desgracias o poemas tristes de otros autores. Siempre desde su silla, siempre gris.

        No había duda de que era un hombre piadoso y sensible, pero a ninguno se le hubiera ocurrido treparse al pupitre y exclamar “Oh Capitán, mi capitán” por él. Sus clases sucedían en cámara lenta, incluso para quienes siempre disfrutamos de la literatura. De vez en cuando publicaba un poemario que presentaba en el anfiteatro semivacío del salón San Ignacio. Me pedía que leyera una de las poesías y yo me la aprendía de memoria. Terminé la secundaria y me olvidé de mi profesor.

        Quince años más tarde, con mi mujer fuimos a pasar un fin de semana al Litoral. Fue algo improvisado y frenamos el auto en Colón de Entre Ríos como lo podríamos haber hecho en cualquiera de las otras ciudades que dan al río. Era invierno. Caminábamos por la rambla cuando de repente me vino a la memoria un verso de Alfredo: “un Paraná de calandrias”.

        Recordé entonces que era oriundo de esa ciudad y calculé que ya se habría jubilado (Colón se encuentra a orillas del río Uruguay, no del Paraná, pero a “un Uruguay de calandrias” le falta la fuerza de la P. Como sea, importa el apego a aquella zona llamada Litoral que vio nacer a los mejores poetas de este país). Ya en el hotel agarré entonces de la mesita de luz la guía telefónica local. Dos llamados más tarde, atendió. Lo pasamos a buscar y fuimos a almorzar a una parrilla. Y como si fuera una rocola cubierta de polvo que se enchufa después de años, empezó a recitar los mismos poemas: el del bebé negro puro costilla famoso por la foto en que un buitre lo espera cerca; una anciana toca el violín bajo los bombardeos nocturnos de Yugoslavia; y a mi mujer le dedicó el de una muchacha bonita cuyo peinado le había llamado la atención en el colectivo 129 camino a La Plata, donde iba seguido a dar clases y a visitar a su amigo el poeta Horacio Castillo, y que también nos había recitado en el colegio.

        A la salida, nos invitó a su casa así nos daba ejemplares de sus últimos libros. Era bastante grande para un hombre solo y ofrecía un desorden de libros y botellas de vino en distintos grados de vaciamiento. “Yo sé que no he sido un gran poeta”, dijo, no sé si para él mismo o para nosotros. Mi mujer se largó a llorar ni bien Maxit se hizo chico en el espejo retrovisor.

        Cuando murió, los recuerdos en el chat de mis amigos se referían a sus insistencias con Hutus y Tutsis, la música de Serrat que nos puso un día y manifestaciones de tedio por sus clases. Nadie podía recordar ni uno de los miles de versos, propios y ajenos, que nos había recitado desde su escritorio. Salvo medio verso. Sólo medio verso había sobrevivido, pero era un sobreviviente indudable, porque todos mis amigos decían recordarlo: “Tic tic, tic tic”.

        Oculto durante más de veinte años, había despertado. Como si la muerte de Alfredo hubiera dado cuerda al segundero que cada uno lleva dentro. Algo muy grande debía haber en ese medio verso de Machado para que siguiera en la memoria colectiva de mis amigos, que no leen un poema desde el bachillerato.

Heme aquí ya, profesor
de lenguas vivas (ayer
maestro de gay-saber,
aprendiz de ruiseñor),
en un pueblo húmedo y frío,
destartalado y sombrío,
entre andaluz y manchego.

Invierno. Cerca del fuego.
Fuera llueve un agua fina,
que ora se trueca en neblina,
ora se torna aguanieve.

Fantástico labrador,
pienso en los campos. ¡Señor
qué bien haces! Llueve, llueve
tu agua constante y menuda
sobre alcaceles y habares,
tu agua muda,
en viñedos y olivares.

Te bendecirán conmigo
los sembradores del trigo;
los que viven de coger
la aceituna;
los que esperan la fortuna
de comer;
los que hogaño,
como antaño,
tienen toda su moneda
en la rueda,
traidora rueda del año.

¡Llueve, llueve; tu neblina
que se torne en aguanieve,
y otra vez en agua fina!

¡Llueve, Señor, llueve, llueve!

En mi estancia, iluminada
por esta luz invernal
la tarde gris tamizada
por la lluvia y el cristal,
sueño y medito.

Clarea
el reloj arrinconado,
y su tic-tic, olvidado
por repetido, golpea.

Tic-tic, tic-tic… Ya te he oído.
Tic-tic, tic-tic… Siempre igual,
monótono y aburrido.

Tic-tic, tic-tic, el latido
de un corazón de metal.

En estos pueblos, ¿se escucha
el latir del tiempo? No.
En estos pueblos se lucha
sin tregua con el reló,
con esa monotonía
que mide un tiempo vacío.

Pero ¿tu hora es la mía?
¿Tu tiempo, reloj, el mío?

(Tic-tic, tic-tic…) Era un día
(Tic-tic, tic-tic) que pasó,
y lo que yo más quería
la muerte se lo llevó.

Lejos suena un clamoreo
de campanas…

Arrecia el repiqueteo
de la lluvia en las ventanas.

Fantástico labrador,
vuelvo a mis campos. ¡Señor,
cuánto te bendecirán
los sembradores del pan!

Señor, ¿no es tu lluvia ley,
en los campos que ara el buey,
y en los palacios del rey?

¡Oh, agua buena, deja vida
en tu huida!

¡Oh, tú, que vas gota a gota,
fuente a fuente y río a río,
como este tiempo de hastío
corriendo a la mar remota,
en cuanto quiere nacer,
cuanto espera
florecer
al sol de la primavera,
sé piadosa,
que mañana
serás espiga temprana,
prado verde, carne rosa,
y más: razón y locura
y amargura
de querer y no poder
creer, creer y creer!

        Al igual que Alfredo Maxit, Machado, además de poeta, era profesor. No tenía especial interés en ser maestro en una escuela de provincias, pero su curriculum no le alcanzaba para aspirar a puestos más exigentes en Madrid. Consiguió trabajo de profesor de Francés en Soria, pueblo de siete mil habitantes, donde viviría durante un lustro. Ahí conoció a Leonor. Se casaron cuando ella tenía quince años y él treinta y cuatro. El matrimonio apenas duró tres. Luego de un viaje a París, donde Machado acudió a unas clases de Henri Bergson, Leonor murió de tuberculosis. El poeta entró en una desesperación total y pidió el traslado. Lo mandaron a Baeza.

        Es invierno, frente al fuego, en un pueblo que ni personalidad propia tiene. Tampoco la lluvia la tiene ese día. Caen gotas finitas, o agua nieve, o se hace niebla. Mira y oye la lluvia, Machado. Está solo. Enojado. Satírico. Místico rocoso. Es eso siempre al mismo tiempo. Una gota de agua en el viento que le grita al mar soy el mar.

        Piensa en los habituales temas que le interesan desde Soledades y otros poemas y Campos de Castilla: el agua como símbolo de vida y muerte (Manrique), los labriegos, el campo difícil de España, la nostalgia que lo envejece prematuramente. A la descripción objetiva de la lluvia en el campo le sigue el monólogo interno, esta vez externalizado con el reloj.

        Habla sólo. Habla como los locos. Habla con Dios, el relojero que da la vida y la muerte. Bendiciones para los labriegos, también.

        Machado es un rumiante de tiempo. Absorbe. No se atolondra. Poco dice por el momento. Poco escribirá en doce años (“Toda composición requiere, por lo menos, diez años para producirse”). Practica nuevos ritmos en su cerebro modernista desencantado. De aliteraciones sus versos están llenos. Pero no ha querido nunca corregir esa tendencia porque “donde hay aliteraciones suele haber también riqueza de imágenes”. Sus versos, dice, no están hechos para leerlos en voz alta sino para que las palabras creen representaciones. Y eso busca tamizando su alma en el segundero: Tic, tic, tic, tic.

        Hay una batalla desigual contra el tiempo subjetivo de cada uno, imposible de racionalizar o de medir, distinto a su vez del tiempo de los demás porque en el fondo cada uno está en el mundo solo. Y aunque el segundero no le proponga nada, hay esperanza.

        Siempre habrá esperanza en Machado. Con Leonor ya al borde de la muerte esperó otro milagro de la primavera en aquella rama del olmo podrido y quebrado por el rayo. Pero murió. Le escribe a su amigo Miguel de Unamuno: “Yo hubiera preferido mil veces morirme a verla morir, hubiera dado mil vidas por la suya. No creo que haya nada extraordinario en este sentimiento mío. Algo inmortal hay en nosotros que quisiera morir con lo que muere. Tal vez por esto viniera Dios al mundo. Pensando en esto, me consuelo algo. Tengo a veces esperanza. Una fe negativa es a veces absurda”.

        Debí aclarar que el poema sigue, pero Maxit lo amputó donde yo lo hice. Hizo bien en dejar a un lado la parte en la que Machado se pone a hablar con filósofos y poetas, la intensidad se desinfla y treinta adolescentes no habríamos sabido valorarla. Pero no sólo por eso lo amputó: lo hizo porque con los últimos dos versos: “de querer y no poder / creer, creer y creer” había hecho cumbre en alguna parte de su alma y necesitaba quedarse en ella unos segundos recibiendo la tormenta eléctrica que bajaba de la esperanza irracional y feroz de Machado.

        “De querer y no poder / creer, creer y creer”, nos recitó mirando el techo de nuestra clase, con el puño que marcaba la métrica apretado. Tal vez me invente que por el envión del poema se levantó por fin de la silla. Veo un instante de luminosidad en su cara de simio cansado, las luces de los tubos blancos filtrándose en las cejas tupidas. Alfredo Maxit logró que en su recitado nos llegaran esos versos porque también él arrastraba una pena grande y se había reconocido en Machado como Cruz en Fierro.

        “Si veintidós años después nos acordamos de algo que nos enseñó, la tarea estuvo bien hecha”, escribió uno de mis amigos en el chat grupal, aquel día del ingreso de nuestro profesor en el paraíso de los poetas litoralenses.

        “Yo sé que no he sido un gran poeta”, son las últimas palabras que le escuché decir. Pienso en aquello que Borges escribió acerca de César Mermet, que sí creció a orillas del Paraná de calandrias: “No diré que fue un gran poeta porque, en este caso, el epíteto disminuye al sustantivo. Diré algo más; diré que fue plenamente un poeta”.

        Me habría gustado tomarle la mano en la cama del hospital, agradecerle sus libros y sus clases, decirle que fue plenamente un poeta, acompañar aquel cuerpo que se vaciaba de aquellas palabras a las cuales les había dedicado cada pulso de su vida, como escribió:

A veces me cansan las palabras,
espejos rotos de mi sabiduría.
Las llevo a orilla de la quema
pero ellas no inventan realidades.
Ellas no hacen la tristeza
que lame empecinadamente
la bilis del mundo.
A veces me cansan las palabras.
Si no las soporto, las escribo.
Las quito de encima.

Alfredo Maxit (1942-2019)

[1] Marcos Crotto nació en Buenos Aires en 1980. En 2013 publicó el libro de relatos Sacramenta.

La presente entrada se publicó como artículo en la edición papel de Hablar de Poesía #41 (Agosto 2020).


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