Dos árboles moribundos rebrotan

A veces sucede que dos poemas están como imantados por una misma fuerza, sea por el tema, sea por una imagen que se repite… En estos dos poemas que compartimos esa afinidad es evidente, ya que en ambos aparece un árbol abatido por una tormenta y medio muerto, pero que rebrota con la llegada de la primavera. El primero, de Antonio Machado, fue escrito en mayo de 1912, en el marco de una vivencia muy específica a la que se alude al final del poema, con ese “otro milagro de la primavera” que Machado esperaba y no llegó: Leonor Izquierdo, con quien se había casado pocos años antes, estaba enferma de tuberculosis y moriría pocos meses después. El poema de Juanele Ortiz, por su parte, fue escrito hacia 1950. En este caso, el manzano que parecía muerto y reverdece con la llegada de septiembre es presentado como correlato objetivo o metáfora de algo que no sabemos bien qué es, pero que justamente en su indeterminación se carga de sentidos posibles.

 

A UN OLMO SECO (ANTONIO MACHADO)

Al olmo viejo, hendido por el rayo
y en su mitad podrido,
con las lluvias de abril y el sol de mayo
algunas hojas verdes le han salido.

¡El olmo centenario en la colina
que lame el Duero! Un musgo amarillento
le mancha la corteza blanquecina
al tronco carcomido y polvoriento.

No será, cual los álamos cantores
que guardan el camino y la ribera,
habitado de pardos ruiseñores.

Ejército de hormigas en hilera
va trepando por él, y en sus entrañas
urden sus telas grises las arañas.
Antes que te derribe, olmo del Duero,
con su hacha el leñador, y el carpintero
te convierta en melena de campana,
lanza de carro y yugo de carreta;
antes que rojo, en el hogar, mañana,
ardas de alguna mísera caseta,
al borde de un camino;
antes que te descuaje un torbellino
y tronche el soplo de las sierras blancas;
antes que el río hasta la mar te empuje
por valles y barrancas,
olmo, quiero anotar en mi cartera
la gracia de tu rama verdecida.
Mi corazón espera
también, hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera.

 

EL MANZANO FLORECIDO (JUAN L. ORTIZ)

…Y lo creíamos muerto, abatido por la tormenta.
Oh, la herida profunda que separaba casi el tronco,
y el tejido de las ramas, sobre el suelo, en un anhelo, al parecer, seco.

Bajo el balconcito, en el sitio hondo, su melancolía ida,
breve reposo sólo de algunas tacuaritas, o encanto oscuro
de algún escalofrío súbito de mariposas amarillas…

En otro mundo, se hubiera dicho, ya,
-¿cuál es, niños, el cielo bajo de los árboles?-
su indiferencia era gentil para el ramillete de tártago
que quería subir bien a su lado, y entre su urdimbre.
¿Qué vida, bajo sus brazos, dulce, se humedecía
que había allí caminitos afanosos
y hierbas para ahuecar, discretas, el sueño de los gatos?

Y él había sido, para la ventana alta, la nieve de la primavera
en las primeras locuras del azul entre sus dibujos ligeros
sobre la ilusión reciente, verde tenue, del confín de las islas:
Y él tendiera sombras de encaje, y diera
las palideces nilo y los fuegos del amanecer
en las formas mismas de la delicia, puras,
y él fuera luego, sin dueño, con esa delicia,
más que el agua de la canilla de al lado para la sed alada o pobre…
Y algunos chicos después, sobre su gracia ya caída, ay,
equilibraran sus juegos de la siesta o de la media tarde…

Pero vino Septiembre y una mañana apareció así lo mismo que una novia,
y abría los ojos pálidos, de seda, sobre el sueño lastimado…
Oh, la invencible luz de la vida que ascendía de la noche herida
en copos que eran tímidas miradas hacia arriba, sí, tímidas…
No podía, no, mirar de un poco más allá como antes,
el río sensible y las lejanías sensibles, entre los hálitos celestes,
pero el paraíso grande, ahora más cerca, inclinaba sobre él
en todos los momentos del silencio un leve amor morado…
Oh, este amor cuando la sombra dormida se había mullido más
y las flores se hacían más blancas, abajo, como preguntas hacia el amor,
y no eran ya la luz fiel a la ritual cita de arriba
sino una humilde fe, algo sorprendida aún, de comulgantes…
mientras él, todo él, también, en una presencia que dolía casi,
era la voluntad feliz, desde el lecho mismo del martirio,
de seguir dándose, dándose, a los labios desconocidos del tiempo…


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