por Robert Hass[1]
Traducción de Josefina Morley
(…)
Las imágenes en el arte, o tal vez debería decir las imágenes en el gran arte, difieren de las imágenes religiosas por ser personales en lugar de comunitarias. Aun habiendo sido personales, pueden convertirse en comunitarias: algún hombre o mujer puede haber vivido en la Tierra y haber mirado a las mujeres y los muladares redondeados a partir de los que evolucionó el cultivo humano de la tierra y haber dado forma a la Venus de Willendorf como una imagen de Gea, de la tierra madre misma, y habiendo creado la imagen con tal poder, puede haber pasado a otras imágenes y entrado a la imaginación humana, del modo en que lo hacen algunas formas, como un símbolo colectivo; mis compañeros de clase y yo una primavera, cargando nuestras guirnaldas en plena primavera hasta la estatua de la Virgen en el patio del colegio y cantando con voces agudas:
Flores yo te vengo a ofrecer,
a ofrecerte a ti, María.[2]
Las monjas mirando, las madres mirando mientras hacíamos nuestro breve paso por el matriarcado. Pero cada una de esas imágenes sucesivas de la madre tierra era, en primer lugar, un acto individual de la imaginación. Y las imágenes del arte difieren de las imágenes psicóticas en que son a la vez literales y no literales. O más bien materiales y no literales. Se casan con el mundo pero no afirman poseerlo, y por eso tienen el poder y las limitaciones del conocimiento íntimo. Así como alguien puede ser dueño de una extensión de tierra y tener el poder de cambiarla o disponer de ella como guste, y alguien más puede usar esa tierra, caminar por ella, trabajarla, conocer su color transformado bajo la luz gris, cuando florece el rábano silvestre donde los ciervos dejan huella de sus lechos, sin que sea suya, sin tener un derecho sobre ella. Algunas imágenes reflejan este fenómeno más que otras. Las obras de Vermeer, por ejemplo, ejercen tal encantamiento porque las mujeres en ellas son observadas y conocidas de un modo tan íntimo, y hay algo tranquilizador e inquietante a la vez en el hecho de que no haya derecho alguno de posesión sobre ellas. La imagen en los poemas japoneses tiene esa misma cualidad. El haiku más conocido de Bashō probablemente sea una instancia genial:
Un viejo estanque;
al zambullirse una rana,
ruido de agua.[3]
Reclama el mundo para sí, yendo y viniendo, entero, alerta, secreto, común, del modo en que lo hace la imagen, y no lo posee ni piensa que puede hacerlo. Entonces, se ha convertido en una figura para ese acto claro y profundo de aceptación y renuncia del que es capaz el ser humano.
(…)
[1] Este artículo es un fragmento del artículo “Imágenes”, que fue publicado en el número 49 en papel de Hablar de poesía (agosto 2024). El ensayo de Robert Hass, que analiza el uso de la imagen en los maestros japoneses del haiku, y que en la versión papel se traduce íntegramente, forma parte de su libro Twentieth Century Pleasures. Prose on Poetry (Ecco Press, 1994).
[2] Hass incluye los siguientes versos de un himno mariano para la Coronación de mayo: “Oh Mary we crown thee with blossoms today / Queen of the rosary, Queen of the May”.
[3] Versión de Fernando Rodríguez-Izquierdo y Gavala en El haiku japonés.