Dos ensayos del #50

El número en papel Hablar de Poesía 50 trae, entre muchas cosas, un ensayo de Mariano Pérez Carrasco en el que a partir de la lectura de Pasolini reflexiona acerca de la Modernidad (el título: “Una fuerza del pasado. A propósito de dos poemas de Pier Paolo Pasolini”), y uno de Franco Brodini (“Vindicación de la facultad de juzgar”) en el que celebra el libro Borges de Adolfo Bioy Casares. Compartimos aquí unos fragmentos de esos dos ensayos, recomendando la lectura completa en nuestro número impreso.

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No es de ningún modo casual que la idea de museo haya sido inventada en los tiempos modernos. Para que una sociedad pueda ser enteramente modernizada, su propio pasado debe ser transformado en museo. La lógica del modernismo tiende necesariamente a una museificación de sí mismo. Victor Hugo ha explicitado mejor que nadie esa actitud de la revolución respecto al pasado de las sociedades que pretende revolucionar en un pasaje de Los miserables: “Nosotros le perdonamos la vida al pasado, siempre que él consienta estar muerto. Si quiere vivir, lo atacamos y procuramos matarlo”. El museo, entonces, aparece como un instrumento de conservación de un pasado muerto, superado, y por eso pasible de ser museificado. Antitradicional por naturaleza, el museo es el exacto contrario de la tradición. En una iglesia, la cruz, el óleo, el retablo, cumplen una específica función ligada a la vida cotidiana de un pueblo; en un museo, cruz, óleo y retablo no son más que objetos sin ninguna función vital, elementos del comercio, inversiones estatales o privadas. En un caso, la fe daba lugar al arte; en el otro, el arte se vuelve objeto de fe; pero, para que esto suceda, debe primero neutralizarse su sentido: eso es lo que hace el museo. No puede expresarse mejor esa actitud de beligerancia contra el pasado que funda la esencia revolucionaria de la Modernidad. En esa ruptura con el pasado, que es siempre a la vez una ruptura consigo mismo, reside la esencia nihilista de la Modernidad.

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Dos amigos se reúnen casi a diario y conversan. Lo hacen como dos amigos; quiero decir, con sinceridad, sin tapujos ni miramientos. En esas conversaciones desarrollan un juego implícito, no convenido y, tal vez, inadvertido por ellos: tomar el mundo y todo lo que ocurre y ha ocurrido en él como un pretexto para ejercitar la facultad de juzgar. El juego es un artificio, porque supone que todo lo que sucede es hecho con premeditación; o, por lo menos, que así es como debiera ser hecho: como la obra de un ser racional que persigue un objetivo. Los amigos llevan este artificio al extremo. La charla trivial de la empleada doméstica y los versos del gran poeta sufren por igual el escarnio de esta maquinaria. Los juicios son morales tanto como estéticos. A veces se elogia y se admira, otras veces se censura. La misma persona puede, en una sola tarde, recibir elogios y amonestaciones (porque hasta el amigo más querido tiene defectos, y porque no hay persona ―una vez que se la ha frecuentado lo suficiente― que no resulte insoportable). Los que conversan, son dos hombres sensibles e inteligentes. También, prejuiciosos. Cada uno sufre los prejuicios del compañero. El juego, a veces, los aleja; acaso los hiere, pues llegan a veredictos diferentes. En silencio, cada cual hace del compañero objeto de la misma maquinaria.

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