César Mermet es uno de los mejores, más originales y (por ahora) menos conocidos poetas de la Argentina.
Nació en Malabrigo, al norte de la provincia de Santa Fe, en 1923. Hijo de un ingeniero ferroviario, pasó su infancia en distintas ciudades del Litoral. Después de vivir unos años en Mendoza, se casó y se radicó en Buenos Aires, donde tuvo dos hijos. Trabajó en televisión, en radio y en publicidad. Escribió poesía desde los años cuarenta hasta el año de su muerte.
Nunca publicó un libro. En 1951 ganó un concurso de poesía con su poemario La lluvia, pero en lugar de usar el dinero del premio para publicarlo, prefirió gastárselo en un viaje a Chile. Cuando, ya en Buenos Aires, un par de veces se puso a ordenar sus poemas para publicarlos, al comenzar a corregirlos y revisarlos, los reescribía, los ampliaba y se le ocurrían poemas nuevos, con lo cual la tarea se le ramificaba al infinito. Prefirió entonces escribir a publicar, silenciarse en borradores arborescentes, omitirse del mundo de las publicaciones, trabajar en secreto.
Antes de morir, en 1978, le pidió a su mujer que le dejara todos sus papeles a su amigo Félix della Paolera, su mejor interlocutor y amigo, quien publicó en 1980 La lluvia y otros poemas, con contratapa de Borges. En 2006, también comandada por della Paolera, salió una Antología poética en la Editorial Ciudad de Lectores. Ambos libros son hoy desgraciadamente inhallables.
Compartimos aquí la contratapa que escribió sobre él y su poesía Borges para la edición de La lluvia y otros poemas, y uno de sus mejores pomas: “La sandía”, de la antología poética publicada por Ciudad de Lectores.
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En una de sus cartas, Emily Dickinson dejó escrito que publicar no es parte esencial del destino de un poeta. Nunca sabremos si César Mermet conoció ese hoy escandaloso dictamen, pero su vida lo confirma. Prefería soñar, escribir y corregir eternos borradores. He conversado algunas veces con él; no me dijo que era poeta. Sé que era un curioso lector; su memoria estaba poblada de versos. Quizá pensara que publicar es resignarse a un texto definitivo; Félix della Paolera, para compilar este libro, tuvo que descifrar intensos manuscritos que se ramificaban en variaciones.
No diré que fue un gran poeta porque, en este caso, el epíteto disminuye al sustantivo. Diré algo más; diré que fue plenamente un poeta. Su obra, que yo no sospechaba, me ha conmovido; he sentido en ella la presencia de las tierras de Santa Fe y de Mendoza. No se trata, por cierto, de descripciones; se trata de experiencias de la emoción.
Jorge Luis Borges
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LA SANDÍA
Flota en el río
a la hora ancha en que el agua
se abandona a su fuerza elástica, plácida,
y sus músculos líquidos ondean a compás perezoso,
ablandando la luz, balanceando la apaciguada luz,
atleta ardiente abandonado de espaldas
en la extensión verde y parda del rumor del río.
Flota, huevo de tigre de agua dulce, verde viril moteado.
Salta a unas manos muy amantes, cae a blanca acogida,
en peso profundísimo, liviano y denso y pleno,
cae a las manos atardecidas.
Ahora el cuchillo hinca y rasga su sonido
que su cuerpo virgen absorbe con serena aceptación;
una breve pirámide es primicia, sale, ilumina el aire tardío
La hoja de acero sangra un transparente rojo pálido
y con pureza, decisión y designio y equidad,
corta el cerrado universo en dos mitades.
Es el verano,
el verano se hace visible,
en el póstumo instante del sol la sandía se revela, abierta
en dos, cargadas barcas de delicia liviana.
Aquí está el corazón del calor
contrarrestando el peso acumulado del sol en las barrancas,
el malhumor, la agresión sumada, el rencoroso
calor de la seca greda craquelada,
el vaho de las orillas, el espíritu del fuego avieso y ciego,
y el oprobio, el bochorno,
la espesura vaporosa y confusa traspasando la tierra,
cancelado, abolido por la escarcha graciosa de la sandía.
Se ve que es fiesta,
sacralidad alegre,
exaltación del rojo construido en rumor frágil,
cuando se entrega como dicha y gratitud
y prodigio fluido y traslúcido
que no exige reflexión al paladar, festiva fruta casi frívola.
Moteada, sembrada de encargos deslizados, no cargosos,
la sandía es dispendiosa de semillas,
juega, derrama, munificencia pueril y silabeo excedido y salivada siembra,
soplada por las comisuras del que oficia y muerde pero no mastica,
porque ese fruto gigante es sortilegio,
se deshace en entrega conjugada, jugosa, generosa, desapareciendo
en agua roja y en frescura rápida, dulce, como el destello del verano
absolviendo a la lengua.
El corazón es fervoroso,
el corazón de la sandía es más prieto y constituido en otro rojo adulto
entre tanta niñez iluminada y cristalitos que licúan y desaparecen,
el corazón es la hostia púrpura y pagana y cruje más oscuramente
y la boca diferencia el mensaje consagrado.
A la orilla del río, toda la boca sangra pálida,
sumergida en las barcas de la sandía como en la intimidad de una mujer ligera.
Y ahora las dos naves griegas, despojadas,
navegan épicas, danzando majestuosamente;
y alucinados ojos, alumbrados desde la dicha infantil de la boca,
miran la noche comer mansa en la mano de los boteros,
despojándose de su estofa caliente, asomando sus estrellas refrescantes.
La sandía es sencillez,
sortilegio sencillo y natural
para vivir de una manera espaciosa y serena y confiada,
para hombres que fueron suficientemente niños y arcaicos,
como para gozarla.
La sandía es un encargo, una señal jugosa, un recuerdo del paraíso
para que volviendo de nadar,
o de remar en canoas con húmedo olor a mujer,
el hombre asuma su premio y su dicha.
Los que están percutiéndola ahora mismo, escuchándola junto al oído,
no están por alimentarse ni solamente por beber.
Los que percuten con sonrisa reflexiva adivinando con los ojos en el río,
los que levantan las flotantes ballenas fluviales
y bañándose el hombro percuten en su noche prometida,
remontan diapasón, se entonan, se serenan como comulgantes;
la puñalada abrirá pronto el dulce y frío incendio nupcial
de su plétora aérea y de su muda epifanía,
en consonancia deliciosa con las estrellas que caen al río.