En el verano (septentrional) de 1959 una pareja de jóvenes poetas casados hace unos años pidieron prestado un auto (a la madre de ella) y con algunos ahorros y una carpa se fueron a recorrer durante un par de meses los Estados Unidos. Salieron de Boston, cruzaron por el norte hasta San Francisco, y volvieron por el sur del país de vuelta a Boston. El viaje tenía algo de despedida: habían decidido que al finalizar el viaje se irían a vivir a Londres. Ella era norteamericana y se llamaba Sylvia Plath. Él era inglés, y se llamaba Ted Hughes.
El 8 de agosto, ya en el recorrido de vuelta por el sur, visitaron el Parque Nacional de las Cavernas de Carlsbad, en Nueva México. El atractivo principal es ir al atardecer a ver cómo decenas de miles de murciélagos salen de las cavernas para comenzar su cacería nocturna. Ellos llegaron justo a tiempo, y además tuvieron la suerte de presenciar algo extra: una gran tormenta –suceso relativamente infrecuente– obligó a los murciélagos a volver a sus cuevas a poco de haber salido.
Todo esto viene a cuento de proponer la lectura de este extraordinario poema que escribió sobre esa visita Ted Hughes, y que muchos años después, en 1998, publicó en su libro Birthday Letters, básicamente dedicado a su relación con Sylvia Plath. Es un poema narrativo, pero de una gran intensidad lírica. No parece casual, por esto mismo, la referencia a Dante, ya sea en las reminiscencias al infernal canto V, ya sea en el uso de las estrofas de tres versos (con un cierre de cuatro), o en la cita directa del último verso. La traducción es de Alejandro Crotto.
LAS GRUTAS DE KARLSBAD (TED HUGHES)
Habíamos visto los murciélagos en las cuevas de Karlsbad
como un espeso hollín enmarañado en chimeneas
más grandes que una catedral. Éramos puntos
en el horizonte de su mundo completo
y su vida exclusiva.
Probablemente todo el grupo era feliz.
Tan felices que no sabían que lo eran,
tan ocupados en su felicidad, tan satisfechos,
colgando boca abajo en sus cielos de piedra.
Miramos los relojes. Los primeros murciélagos,
puntuales, empezaron a soltarse y dar vueltas
en la boca gigante de la gruta
que era el escenario donde se presentaban.
Y esos primeros parpadeantes se espesaron en millones
hasta el momento en que en ebullición la masa crítica
se soltó del imán bajo la tierra. Y comenzaron a salir
como humo derramándose en oleadas.
Duró una media hora. Un torrente invertido
de miles y millones de murciélagos. Un dragón
de humo que salía por el ojo de una cerradura terrestre,
una serpiente alada contorsionándose hacia el sur
en dirección al Río Grande
en donde cada noche capturaban toneladas de insectos.
Seis toneladas, dijo alguien.
Y así era y así tenía que ser.
Como todas las noches desde quién sabe cuándo,
un mecanismo tan perfecto como el de sus radares.
No estábamos seguros si pasar ahí la noche o irnos.
Estábamos en donde nunca habíamos estado,
turistas –visitándonos aun a nosotros mismos.
Los murciélagos eran una parte de la maquinaria solar,
ligada al mecanismo de las flores
por el de los insectos. Y su propósito
aceitaba la lógica infalible de la tierra.
Un requisito cósmico –con alas de demonio.
Un severo reproche por nuestra tibia participación.
Ideas como éstas nos rondaban cuando alguien gritó
–el dragón de murciélagos se retorcía–: “¡ahí vienen de nuevo!”.
Y miramos y vimos
por entre los murciélagos un conjunto de nubes
como hongos de tormenta que hacía centellear su cortinado
sobre el río. Tenían un problema los murciélagos.
Con las alas plegadas como paraguas sobre sus cabezas
se zambulleron raudos desde el cielo
nuevamente a la gruta. Todos ellos,
el vasto cuerpo deshilachado del genio
se metía en la lámpara. Y al sur
la tormenta fulgía y se arrastraba como una guerra.
Esos murciélagos tenían los ojos bien abiertos.
A diferencia de nosotros,
sabían cómo y cuándo salirse del amor
que mueve el sol y las demás estrellas.
KARLSBAD CAVERNS
We had seen the bats in Karlsbad caves,
Thick as shaggy soot in chimneys
Bigger than cathedrals. We’d made ourselves dots
On the horizon of their complete world
And their exclusive lives.
Presumably the whole lot were happy –
So happy they didn’t know they were happy,
They were so busy with it, so full of it,
Clinging upside down in their stone heavens.
Then we checked our watches. The vanguard bats,
To the minute, started to flicker and whirl
In the giant mouth of the cavern
That was our amphitheatre, where they were the drama.
A flickering few thickened to a million
Till critical boiling mass tore free of the magnet
Under the earth. The bats began to hurl out –
Spill out, smoke out, billow out,
For half an hour was it, an upward torrent
Of various millions of bats. A smoky dragon
Out of a key-hole earth,
A great sky-snake writhing away southwards
Towards the Rio Grande
Where every night they caught their tons of insects –
Five tons, somebody said.
And that was how it should be.
As every night for how many million years?
A clockwork, perfected like their radar.
We weren’t sure whether to stay the night or go.
We were where we had never been in our lives.
Visitors – visiting even ourselves.
The bats were part of the sun’s machinery,
Connected to the machinery of the flowers
By the machinery of insects. The bats’ meaning
Oiled the unfailing logic of the earth.
Cosmic requirement – on the wings of a goblin.
A rebuke to our flutter of half-participation.
Thoughts like that were stirring, when somebody yelled.
The sky-dragon of bats was making a knot.
“They’re coming back!”.
We stared and we saw.
Through the bats, a mushrooming range
Of top-heavy thunderheads, their shutters flashing
Over the Rio Grande. The bats had a problem.
Wings above their heads like folding umbrellas
They dived out of the height
Straight back into the cave –the whole cloud,
The vast ragged body of the genie
Pouring back into the phial. All over the South
The storm flashed and crawled like a war.
Those bats had their eyes open. Unlike us,
They knew how, and when, to detach themselves
From the love that moves the sun and the other stars.