Tres contratapas de Último Reino

Último Reino fue una revista argentina de poesía que se publicó regularmente entre 1979 y 1994, con un número especial de cierre (el 24/25) publicado en 1998.  Víctor Redondo, Horacio Zabaljáuregui, Guillermo Roig, Roberto Scrugli, Mónica Tracey, Carlos Riccardo, Jorge Zunino, Susana Villalba son los primeros nombres que se vienen a la cabeza al recordarla.

       De formato tipo libro (21×16 cm) y unas cien páginas, cada número traía poemas y ensayos críticos, tanto de poetas hispanoamericanos como traducidos; una sección central con una antología de un poeta homenajeado; y una sección titulada “La Puerta”, donde se acompañaba la mención de los libros recibidos con un poema más o menos extenso de cada uno.

      En esa extraordinaria página que es Ahira pueden verse todos los números digitalizados.

       Especial mención merecen las contratapas: una reflexión más o menos directa sobre la poesía firmada por un big name, sin indicación de la fuente del texto, ni del traductor cuando se trataba de textos no castellanos originalmente (que era lo que sucedía habitualmente).

       Compartimos tres de esas contratapas, excelentes:

 

       La primera es la del número 8/9 de Friedrich Hölderlin:

El hombre que no ha sentido en sí por lo menos una vez en su vida la belleza en su plenitud y pureza, cuando las fuerzas de su ser se desplegaron en él como los colores del arcoíris, que nunca ha experimentado cómo, en ciertos momentos de entusiasmo, todas las fibras del ser vibran en un mismo acorde profundo y armonioso, ese hombre no tendrá ni siquiera la filosofía del escéptico, su espíritu es incapaz de demoler, y con más razón aun de construir. Así, creedme, el escéptico no encuentra motivo de crítica y de contradicción en los pensamientos de los demás sino porque conoce la armonía de la implacable belleza, la cual no podría ser objeto de pensamiento alguno.

Quien no ama el cielo y la tierra y no se siente amado de ellos de igual modo, quien no vive en perfecto acuerdo con el elemento en que se mueve, no sabría estar tampoco, naturalmente, de acuerdo consigo mismo, y no sentirá jamás la eterna belleza del universo.

La inteligencia sin la belleza es un artesano servil. La inteligencia, por si sola, Jamás ha bastado para crear cosas inteligentes, ni la razón por si sola ha producido cosas razonables.

 

         La segunda es la del número 14, de Fernando Pessoa:

La mayoría de la gente se enferma de no saber decir lo que ve o lo que piensa. Dicen que no hay nada más difícil que definir con palabras una espiral: es preciso, dicen, hacer en el aire, con la mano sin literatura, el gesto, ascendentemente enrollado en orden, con que esa figura abstracta de los muelles o de ciertas escaleras se manifiesta a los ojos. Pero, siempre que nos acordemos de que decir es renovar, definiremos sin dificultad una espiral: es un círculo que sube sin conseguir cerrarse nunca. La mayoría de la gente, lo sé bien, no osaría definir así́, porque supone que definir es decir lo que los demás quieren que se diga, que no lo que es preciso decir para definir. Lo diré́ mejor: una espiral es un círculo virtual que se desdobla subiendo sin realizarse nunca. Pero no, la definición es todavía abstracta. Buscaré lo concreto, y todo será́ visto: una espiral es una serpiente sin serpiente enroscada verticalmente en ninguna cosa.

Toda la literatura consiste en un esfuerzo por tornar real la vida. Como todos saben, hasta cuando hacen sin saber, la vida es absolutamente irreal en su realidad directa; los campos, las ciudades, las ideas, son cosas absolutamente ficticias, hijas de nuestra compleja sensación de nosotros mismos. Son intransmisibles todas las impresiones salvo si las convertimos en literarias. Los niños son muy literarios porque dicen como sienten y no como debe sentir quien siente según otra persona. Un niño al que una vez oí, dijo, queriendo decir que estaba al borde del llanto, no “tengo ganas de llorar”, que es lo que diría un adulto, es decir, un estúpido, sino esto: “Tengo ganas de lágrimas”. Y esta frase, absolutamente literaria, hasta el punto de que resultaría afectada en un poeta célebre, si él la pudiese decir, alude rápidamente a la presencia caliente de las lágrimas rompiendo en los párpados conscientes de la amargura líquida. “¡Tengo ganas de lágrimas!”. Aquel niño pequeño definió bien la espiral.

¡Decir! ¡Saber decir! ¡Saber existir por medio de la voz escrita y la imagen intelectual! Todo esto es cuanto la vida vale: lo demás es hombres y mujeres, amores supuestos y vanidades falsas, subterfugios de la digestión y del olvido, gentes que se agitan, como bichos cuando se levanta una piedra, bajo el gran pedrusco abstracto del cielo azul sin sentido.

 

          La última que compartimos es contratapa del número 21, de Rainer Maria Rilke:

Creo que debería empezar a trabajar un poco, ahora que estoy aprendiendo a ver. Tengo veintiocho años y, por decirlo así, no ha sucedido nada. Es decir: he escrito un estudio sobre Carpaccio, que es malo, un drama titulado Mariage, que trata de demostrar una tesis falsa por medios de doble interpretación, y algunos versos. Sí: ¡pero los versos valen tan poco, cuando han sido escritos en la juventud! Se debería esperar a cosechar alma y dulzura durante una vida entera, a ser posible, durante una vida larga; y después, al fin, muy tarde, quizá se sabrían escribir esas diez líneas que podrían ser buenas. Pues los versos no son, como creen algunos, sentimientos (éstos se tienen siempre demasiado temprano), sino experiencias. Para escribir un solo verso hay que haber visto muchas ciudades, muchos hombres y cosas, hay que haber conocido a los animales, hay que sentir cómo vuelan los pájaros y saber los movimientos de las florecillas cuando se abren en la mañana. Hay que poder volver a pensar en los caminos y en las regiones desconocidas, en encuentros inesperados, en partidas que se presentan desde mucho tiempo antes, en los días de infancia cuyo misterio aún no se ha revelado; en los padres, a los que necesariamente tenía uno que herir, al traernos una alegría que no comprendíamos (una alegría que estaba hecha para otro); en las enfermedades de la infancia, que comenzaban tan singularmente, por transformaciones tan grandes y profundas; en los días pasados en habitaciones tranquilas y encerradas, en las mañanas a la orilla del mar, en el mar mismo, en los mares; en las noches de viajes que temblaban tan alto, y volaban con todas las estrellas. Y tampoco es bastante saber pensar en todas estas cosas. Hay que tener el recuerdo de muchas noches de amor, de las cuales ninguna se parezca a la otra; de alaridos de mujeres en parto, y de ligeras, blancas adormecidas, recién paridas que se cierran. Es también necesario haber estado al lado de los moribundos y haber velado al lado de los muertos en una habitación con la ventana abierta, llegándole los ruidos como golpes. Y tampoco es bastante tener muchos recuerdos. Se ha de saber olvidarlos cuando son numerosos, y hay que tener la máxima paciencia de esperar a que vuelvan. Pues los mismos recuerdos no son tampoco eso todavía. Sólo cuando se vuelven en nosotros, sangre, mirada, gesto, cuando ya no pueden tener nombre ni distinguirse de nosotros mismos, sólo entonces, puede ocurrir que en una hora muy rara, de entre ellos se alce la palabra primera de algún verso.


RELACIONADAS