Las Cartas a un joven poeta de Rilke son una reflexión sobre el arte de la poesía y la vocación de ser poeta. Fueron, para muchos, leídas en la adolescencia, el fundamento de la naciente, tímida vocación. Tal vez no sea redundante recuperar el contexto: Franz Xaver Kappus, un joven de diecinueve años, al enterarse que Rilke había asistido quince años atrás a su mismo colegio, le escribió en 1903 un carta. En esa carta le mandaba algunos de sus propios poemas y le pedía su opinión sobre ellos y otros consejos. Comenzó entonces un intercambio epistolar que se extendería a lo largo de cinco años.
Para las páginas 133 a 138 del número impreso de Hablar de Poesía 44, Mariano Goicochea las tradujo y compuso un centón que toma la estructura de la primera carta e intercala fragmentos de las cartas tercera, cuarta, sexta, octava, novena y décima. Para facilitar la naturalidad de la lectura, modificó algunos conectores y suprimió o agregó algunas palabras o frases. Quedó así:
París, 1903-1908
Señor Kappus:
Su carta me ha llegado recién hace unos días. Quiero agradecerle su gran confianza. Apenas puedo hacer poco más. No puedo profundizar en el estilo de sus versos, porque toda intención crítica me es totalmente ajena. Las cosas no son tan comprensibles y expresables como en general nos querrían hacer creer. La mayoría de los hechos son inexpresables, ocurren casi siempre en un espacio en el que nunca ha ingresado ninguna palabra, y más inexpresables que todo el resto son las obras de arte, secretas existencias cuyas vidas, próximas a las nuestras que perecen, perduran. Con nada se roza menos una obra de arte que con palabras críticas: con ellas solo se llega siempre a malentendidos más o menos felices, porque las obras de arte son de una soledad infinita y nada es menos apropiado para acercárseles que la crítica: solo el amor puede comprenderlas y conservarlas y ser justo con ellas.
Hecha esta aclaración, solo puedo decirle que sus versos no tienen aún estilo propio, aunque sí atisbos discretos de algo personal. Siento esto más claramente en el último poema: “Mi alma”. Allí algo propio quiere alcanzar la palabra y el ritmo. Y en el bello poema “A Leopardi” surge quizás una suerte de afinidad con ese gran solitario. No obstante, los poemas no son nada por sí mismos, nada independiente, tampoco el último ni el dedicado a Leopardi. Su gentil carta, que acompaña a los poemas, no deja de explicarme algunas carencias que sentí en la lectura de sus versos, sin poder nombrarlas entretanto con precisión. Usted pregunta si sus versos son buenos. Me lo pregunta a mí. Se lo ha preguntado antes a otros. Los manda a los periódicos. Los compara con otros poemas. Se inquieta cuando en las redacciones rechazan sus tentativas. Ahora, ya que usted me ha permitido darle un consejo, le pido que abandone todo eso. Usted mira hacia afuera, y eso es ante todo lo que ahora no debería hacer. Nadie puede ayudarlo, nadie. Solo hay un único modo. Entre en usted mismo. Investigue el motivo que le ordena escribir. Compruebe si extiende sus raíces hasta el lugar más profundo de su corazón, confiésese si debería morir, si escribir le fuese negado. Esto ante todo. Pregúntese en la hora más silenciosa de su noche: ¿debo escribir? Excave buscando una respuesta profunda. Y si resultase afirmativa, si puede enfrentar a esta seria pregunta con un simple y contundente “sí debo”, entonces construya su vida conforme a esta necesidad; su vida debe volverse hasta en sus horas más insignificantes un signo y un testimonio de este impulso. Acérquese luego a la naturaleza. Intente decir, como un primer hombre, lo que usted ve y vive y ama y pierde. No escriba poemas de amor; evite al principio aquellas formas que son demasiado corrientes y habituales: son las más difíciles, porque se necesita una fuerza considerable y madura para producir algo propio allí donde existen en gran cantidad buenas y en parte brillantes tradiciones. Por eso apártese de los motivos generales y acérquese a aquellos que su propia vida cotidiana le ofrece. Describa sus tristezas y deseos, los pensamientos pasajeros y la fe en cualquier tipo de belleza; describa todo eso con una sinceridad íntima, silenciosa y humilde y sírvase, para expresarse, de las cosas de su entorno, las imágenes de sus sueños y los objetos de su recuerdo.
Si su cotidianeidad le parece pobre, no la culpe, dígase que usted no es suficiente poeta para invocar sus riquezas, porque para el creador no hay pobreza ni lugar indiferente ni lugar pobre. Y si usted mismo estuviese en una prisión, cuyas paredes no dejasen llegar a sus sentidos ninguno de los ruidos del mundo, ¿no seguiría usted aún teniendo siempre su infancia, esa riqueza exquisita y majestuosa, ese tesoro de los recuerdos? Vuelva hacia allí su atención. Intente evocar las sensaciones sumergidas de ese vasto pasado; su personalidad se afirmará, su soledad se expandirá y se volverá una morada crepuscular por la que el ruido vano de los otros pasa a lo lejos. Y si a partir de este volverse hacia adentro, de este sumergirse en el mundo propio llegan versos, entonces ya no pensará en preguntarle a nadie si son o no buenos. Tampoco intentará interesar a los periódicos en sus poemas: porque usted verá en ellos algo que ama y que le pertenece de manera natural, un fragmento y una voz de su vida. Una obra de arte es buena si surgió de una necesidad. En este origen radica su juicio: no existe ningún otro.
Por todo esto, estimado señor, no puedo darle otro consejo que este: entre en usted mismo y sondee las profundidades de las que surge su vida. En esa fuente encontrará la respuesta a la pregunta de si debe usted crear. Acéptela como llegue, sin interpretarla. Quizás resulte que esté llamado a ser artista. Entonces tome sobre usted este destino y cárguelo, su peso y su grandeza, sin preguntar por la recompensa que podría llegar desde afuera. Porque el creador debe ser un mundo para sí y encontrar todo en sí mismo y en la naturaleza, a la que se ha unido.
Si se atiene a la naturaleza, a lo simple en ella, a lo insignificante, a lo que uno apenas ve y que de un modo inadvertido puede volverse grande e inconmensurable; si usted tiene este amor por lo insignificante, y busca humildemente, como un servidor busca ganarse la confianza de aquello que parece pobre, entonces todo se le volverá más fácil, más coherente, y de algún modo más conciliador: quizás no en el entendimiento, que queda atrasado y perplejo, sino en su más íntima conciencia, en su vigilia y en su saber.
Deje que cada impresión y cada germen de sensación se complete enteramente en usted, en la oscuridad, en lo indecible, en lo inconsciente, en lo inaccesible al propio entendimiento, y espere con humildad y paciencia el momento del alumbramiento de una nueva claridad: solo esto quiere decir vivir artísticamente, tanto en el comprender como en el crear. Allí no hay un medir del tiempo: no cuentan los años y cien años no son nada. Ser artista quiere decir: no calcular ni contar. Lo aprendo cotidianamente entre dolores a los que estoy agradecido: la paciencia es todo.
Procure estar cerca de las cosas que no lo abandonarán; aún están las noches y los vientos que pasan por muchas tierras y atraviesan muchos árboles; incluso entre las cosas y los animales todo está lleno de acontecimientos de los que usted puede participar; y los niños son todavía tan tristes y felices. Hay mucha belleza en todas partes.
Lea la menor cantidad posible de textos de crítica literaria. O bien son siempre opiniones partidarias, petrificadas y carentes de sentido en su exánime dureza, o bien son diestros juegos de palabras en los que hoy se impone esta opinión y mañana la contraria. El arte es solo una forma de vivir y uno incluso puede, viviendo de cualquier modo, aún sin saberlo, prepararse para él; en todo lo real se está más cerca y próximo a él que en las profesiones irreales y semiartísticas que, simulando una afinidad con el arte, niegan y atentan en la práctica contra su existencia, como lo hace quizás todo el periodismo, casi toda la crítica y las tres cuartas partes de lo que se llama y quiere llamarse literatura.
Todo lo que pueda pensar sobre su infancia es bueno. Todo lo que haga de usted más de lo que usted ha sido hasta ahora en sus mejores momentos está bien. Cada elevación es buena si está en su sangre, si no es embriaguez ni algo turbio, sino alegría que uno ve hasta el fondo. En lo profundo todo se hace ley.
Debemos aceptar nuestra existencia hasta donde llegue; todo, también lo inaudito, debe ser posible en ella. Este es el único coraje que se nos exige: ser valientes para lo más insólito, lo más maravilloso y lo más inexplicable que nos pueda suceder.
Se lo subrayo porque quizás deba usted también, tras aquel descenso en usted mismo y en su soledad del que le hablaba, renunciar a ser un poeta (basta con sentir, como he dicho, que uno podría vivir sin escribir para saber que uno no debe serlo). Pero entonces de cualquier modo este recogimiento que le aconsejo que realice no habrá sido en vano. A partir de este punto su vida encontrará caminos propios; que sean buenos, ricos y vastos se lo deseo más de lo que puedo expresar.
¿Qué más puedo decirle? Me parece que todo ha sido dicho en su justa medida; quizá repetirle una vez más la importancia de que transite usted su desarrollo con tranquilidad y seriedad. Usted no puede más que perturbarlo si mira hacia afuera y espera de allí respuestas a preguntas que quizás solo su sentimiento más íntimo puede responder en su hora más silenciosa.
Le agradezco una vez más la generosidad y cordialidad de su confianza, de la que a través de esta respuesta, brindada según mi mejor parecer, busco volverme un poco más digno de lo que, como extraño, realmente soy.
Con toda devoción y simpatía, suyo siempre.
Rainer Maria Rilke