Un encuentro con Rilke

por Carl Jacob Burckhardt[1]

Era el año 1924 y yo trabajaba en la Bibliothéque Nationale de París. Una mañana de invierno entré en una peluquería de los alrededores de la Madeleine y me hice lavar la cabeza. Superado el horrible procedimiento, cuando por fin cesó el estruendo en las proximidades del cerebro y yo, con los ojos prudentemente bajos, estaba todavía sentado ante del espejo, oí de pronto un altercado; una voz de timbre bajo repetía cada vez más fuerte: “Señor, todos podrían decir lo mismo”. Una estridente voz de mujer y palabras como pequeñas descargas: “¡Increíble!”, exclamaba esa voz. “¡Ha exigido incluso la loción Houbigant!”. “Señor, nosotros no lo conocemos. Usted para nosotros es un desconocido. ¡Aquí no se acostumbra hacer estas cosas!” Y otras frases por el estilo. Contra dicha granizada de reproches la reacción del hombre, puesto evidentemente en apuros, era tan débil y quejosa que parecía proceder de otro mundo, con un tono de sufrimiento lejano y al mismo tiempo extranjero, ligeramente eslavo. Arriesgándome a que el agua con jabón que todavía me chorreaba por la frente me entrase en los ojos, levanté la mirada y vi en el espejo un grupo de tres peluqueros con camisas blancas que gesticulaban violentamente; detrás de una mesa y de una caja registradora estaba la cajera, imponente y severa en la certeza del derecho absoluto, toda pintada, con los labios rojos y los cabellos oxigenados; delante de ella, de perfil, pequeño, delgado, modesto… un señor de frente ancha y bigotes colgantes. Y este señor continuaba asegurando: “Disculpen, me he olvidado la billetera; voy a buscarla al hotel. Os lo prometo; pueden llamar por teléfono para asegurarse… yo soy… soy… el poeta Rainer María Rilke”. Y el coro de peluqueros con la corifea de metal: “¡La excusa de siempre! ¡Nosotros no lo conocemos!”.

       Entonces, así como estaba, en bata sin mangas, más alto que lo real (eso al menos me pareció), con los cabellos todavía de punta y chorreantes, me levanté de la silla de la tortura, atravesé íntegramente el salón y, abriéndome paso en el momento decisivo en medio del grupo de querellantes, exclamé: “Pago yo”.

       Rilke, a quien no veía desde hacía un año (ignoraba que estuviese en París), me miró al principio como a un fantasma, después me reconoció. Se abandonó sobre una sillita Luis XVI y se puso a reír como sólo él sabía hacerlo, con su particular sonora carcajada de muchacho, inolvidable para todo aquél que la haya oído, sobre todo porque cuando reía no cerraba ni fruncía los ojos, como suele hacerse, sino que los abría de par en par y lo miraba a uno a la cara con aire interrogante y ojos serenos, esos ojos que por lo general estaban pensativos, incluso melancólicos bajo los graves párpados.

            “Lo espero”, me dijo, “y, si no tiene otros compromisos, vayamos a caminar”.

       Vuelto a mi poltrona de respaldo móvil hice que se diera fin al procedimiento, tras lo cual nos marchamos ambos, afeitados y peinados, a caminar con gran placer en la límpida y apacible mañana invernal.

       Primero de todo paseamos por los patios internos del Palais Royal. Rilke señaló un banco vacío y dijo: “Estaba sentada allí; era un 3 de junio. Me parece verla siempre”. Y se detuvo como observando algo con admiración.

       “¿A quién?”, pregunté.

       “A esa mujer inolvidable”, respondió, “de la que hablaban entre sí Baudelaire y Delacroix. Pasaban justamente por donde nosotros estamos, el pintor y el poeta. En un momento, Baudelaire se detuvo y tomó al pintor de un brazo; indicando el banco, dijo: «¡Observe esa mujer! ¿Es posible? ¿Tanta belleza y una expresión tan profunda de tristeza?» Delacroix, tocado, respondió: «Infinitamente bella es cierto, pero ¿profundamente triste? ¿Debemos creerle? Yo no creo que una mujer pueda estar realmente muy triste». A partir de esta respuesta me parece que se puede llegar a comprender toda la vida de Delacroix”.

       “Rostros así se encuentran por todos lados”, observó Rilke, “vaya por donde se vaya en esta ciudad. Aquí los muertos continúan viviendo. En los tiempos de Philippe Égalité había una prostituta que se parecía a la reina hasta al punto de poder confundir a la una con la otra: se vestía y se peinaba como ella, y nadie intervino contra esa ofensa a la majestad real. Este hecho basta para explicar que la revolución empezó a cumplirse antes de 1789”.

       “El pensamiento racional”, dije, “no se escandaliza por cosas así”.

       “Por cierto que no”, replicó él, “porque no conoce mediaciones y aísla cada categoría. No acepta que la imagen puede llegar a destruirse en la copia. Yo en cambio me inquieto”, agregó, “cuando en una estación ferroviaria veo la reproducción de la Sibila de Miguel Ángel o cuando escucho un disco que reproduce el Réquiem de Mozart; disco que se interrumpe a la mitad porque un cliente del café pide que se ponga un tango”. Como después llegamos al patio del Louvre, se detuvo a mirar el ala meridional del palacio diciendo: “Cuando se viene de Italia, de España o de Austria, se advierte de golpe hasta qué punto la arquitectura francesa ha sido siempre racional”.

       “De acuerdo”, contesté, “pero existe también una ingenuidad de lo racional, y ésta ha encontrado su expresión en todas las grandes obras de arte de Francia, tanto en el arte gótico como en la superación del barroco”.

       Rilke continuó: “Es un pensamiento que me gusta y que quisiera profundizar; debe ser exactamente eso lo que siempre me ha dado un sentido de felicidad cuando vivo en esta ciudad; tal vez aquí esté guardado uno de los más altos valores europeos. También los griegos lo poseían. Pero, ¡qué delicados son estos valores y cuánto peligro corren! Yo he buscado siempre un estilo (quizás hasta el punto de ser amanerado) en una época en la que ya todas las barreras habían sido violentadas”.

       Así llegamos a los puestos de libros, más allá del puente donde surge la estatua de Enrique IV, en la orilla izquierda del Sena. Luego, en la plazoleta del Odeón, Rilke se detuvo delante de una florería.

       “Ve”, me dijo, “cada cosa formada lo muestra: está cerrada en sí misma y no se desborda. ¿Entiende lo que quiero decirle? Ese desborde que el arte de hoy está buscando… buscando equivocadamente, no existe en la realidad: no existe la naturaleza del lirio, la naturaleza de la rosa; existe la rosa y existe el lirio, por todos lados la barrera de la cosa finita, cumplida. Todo aquello que está realmente vivo lleva en sí algo de exclusivo; la naturaleza es enormemente jerárquica, y la golondrina no se mezcla con el gorrión. Sólo el hombre destruye los límites y borra las formas irrepetibles”.

       Luego pareció proseguir estas reflexiones, porque continuando nuestro paseo se puso taciturno, hasta que retomó la palabra: “Mi cuerpo me permite verdaderamente poco de aquello a lo que mi espíritu aspira. He aquí otra vez el cansancio habitual. Deberemos sentarnos un poco. Todavía es muy temprano para ir a comer algo…”.vY mirando alrededor: “Retrocedamos unos pasos, ahí hay un negocio donde venden libros usados”.

       Entramos en el estrecho y oscuro negocio donde los libros estaban amontonados de un lado y de otro hasta el techo; también los había sobre largas mesas vacilantes, y cubrían los rincones del piso. Un viejito estaba sentado en una poltrona Louis Philippe; detrás de los quevedos atados con un cordoncito se veían dos ojos oscuros, buenos y atentos; leía un libro de dorso de piel clara manteniéndolo alejado de sí. Con evidente pesar interrumpió la lectura metiendo el índice entre las páginas, y, poniéndose de pie, arrancó una tirita de un diario que estaba encima de la montaña de libros sobre una de las mesas y la puso como señal en el volumen. Y todavía lo tenía en sus manos y lo balanceaba lentamente, diciendo: “Esta, señores, es la edición de Ronsard de 1867, la edición de Blanchemain”.

       “¡Ah, Ronsard!”, exclamó Rilke con alegría. “¿El Ronsard de 1867? En ese momento ya hacía más de treinta años que había resurgido”.

       “Exacto”, confirmó cortés el viejo lector. “Exactamente así, poco más de treinta años. Pero sólo Próspero Blanchemain nos lo hizo conocer en toda su magnificencia. El poeta integral, en toda su importancia, recién lo tuvimos en 1867. Fueron necesarios treinta y siete años para esa resurrección. Ustedes, señores, sois amantes de la poesía: tengo muchas cosas para mostrarles”.

       Y diciendo esto apartó una cortina en el fondo del negocio, conduciéndonos a una habitación oscura en la que encendió una lámpara de escritorio con pantalla verde y nos hizo acomodar sobre un diván de piel gris.

       “¡Les mostraré hermosas obras!”. Pero no lograba separarse de Ronsard. “Sí, resucitó bajo Carlos X”, exclamó. “Usted dice lo justo, estuvo muerto por casi doscientos años. ¿Sabe quién lo mató?”, preguntó, y miró a Rilke con un aire casi amenazante y extremadamente misterioso.

       Rilke sonrió, un poco perplejo. “Creo que sí”, y tras un instante de indecisión: “Malherbe… el asesino debe haber sido él”.

       En ese momento, desde el negocio, llamó una voz: “¡Monsieur Augustin!”.

       “Ah, estos cargosos”, dijo él, enojado. Corrió la cortina, se quitó los anteojos y miró. “¡Oh, la leche!”, exclamó aliviado. “Es solamente la leche. Déjela aquí, gracias. Por suerte no era un cliente”, agregó consolado. Después tomó una silla y vino a sentarse cerca de nosotros. “Sí”, y rápido retomó su tema. “Sí, el asesino fue Malherbe, ese Malherbe que ha sido definido como el Richelieu de la poesía, y que yo en cambio llamo su Robespierre. Este grande gélido poeta y gramático le ha hundido la espada entre las costillas al poeta delicioso y elegante… Pero Ronsard ha vuelto de la muerte aparente; ha desafiado a Malherbe y éste yace ahora por tierra”.

       Rilke, quien no podía conciliar su temperamento con esas metáforas un poco trilladas, lo interrumpió: “Él se sitúa en el inicio de vuestro romanticismo, pero atraviesa todas las escuelas y todos los tiempos: ¡es un poeta europeo!”.

       Monsieur Augustin escuchó con cierta desconfianza.

       “¿Es usted francés?”

       “No”, respondió Rilke, “no sólo francés”.

       Pareció que el otro no llegaba a comprender, y Rilke agregó, como para hacer más claro su pensamiento: “Tampoco Ronsard era sólo francés, también era húngaro. Su abuelo era húngaro”.

       “Sí, nuestros románticos eran cosmopolitas”, confirmó rápido monsieur Augustin. “La Europa central los atraía, y durante cuarenta años todos nuestros poetas, Hugo, Vigny, Musset, Gautier y también Béranger, han sentido pasar sobre sus cabezas el soplo de Ronsard, le souffle de Ronsard sur la tète, ese soplo que había pasado por encima de todo un continente y llevaba el perfume de todos los países”.

       Rilke hojeó el volumen que el librero había puesto delante de él y leyó a media voz, con esa peculiar solemnidad que le era propia:

 Ciel aer, et vents, plaints et monts découvers,
Tertres vineux, et forests verdoyantes,
Rivages tors, et sources ondoyantes,
Taillis rasez, et vous bocages vers
Antres moussus a demy-front ouvers,
Préz, boutons, fleurs, et hebres rossoyantes,
Coutaus vineux, et plages blondoyantes
Et vous rochres escholliers de me vers. [2]

       “Verdoyantes, ondoyantes, blondoyantes”, repitió después, “¡como el sonido de un oboe! ¿Quién podría hacerlo otra vez?”.

       Augustin, extasiado, exclamó: “¡Es verdad! ¡Y escuchen esto sobre las sirenas!”, mientras daba vuelta las páginas rápidamente:

Elles, d’odre, -et flanc à flanc
Oisives,- au front des ondes
D`un peigne d`ivoire blanc
Frisottaient leurs tresses blondes
Et mignottaient de leurs yeux
Les attraits délicieux,
Aguignaient la nef passante
D`une oeillade languissante. [3]

       “Escuchen, también aquí: Frisottaient, mignottaient, aguignaient… Lo saben, esas son palabras infantiles que han desaparecido junto con toda la fascinación de la infancia, con la nieva de ayer… les neiges d`antan”.

       “Palabras de niños de otro tiempo”, confirmó Rilke, “niños que ya no existen: niños dotados de una lengua maravillosa, preservada todavía como dentro de los pimpollos… después vino el hielo y pocos florecieron. Se ha hecho una renuncia sin igual, pero lo que queda, lo poco que se salvó… ¿acaso conquistó algún pueblo mediante la renuncia de un don semejante? Miren, en vuestra gran poesía siempre se hizo valer, a través de toda la abundancia de los conocimientos sensibles, como orientación eterna, la voluntad de tener un corazón puro. Esa fue su peculiaridad. Siempre hubo un rasgo ético en este pueblo que más que ningún otro experimenta la atracción por las cosas visibles; de ahí la permanente, meticulosa búsqueda entre los medios de la belleza, sea cual sea la retórica, más allá de la abundancia ácida y jugosa que les es connatural, como una meta constante delante de los ojos, nunca abandonada, ni siquiera por Baudelaire. Pero ninguno lo revela tan nítidamente como Racine. Toda su vida es testimonio de esta voluntad: la de llegar, mediante la impureza, a la pureza perfecta. Así, la locura de Fedra oculta algo más alto que resuelve todo, la inquietud, el tormento, la llamarada de la existencia: oculta su delicadeza, su naturaleza inocente como una flor. Por esto Racine, enfrentándose a tantos errores, es inmensamente lírico. Pero eso depende también de la forma, de la orientación hacia la forma pura: ¡como el ethos en un poeta político, en un gramático riguroso, según usted opina de Malherbe, como continua búsqueda de la pureza en el profundo sentido de responsabilidad hacia la lengua!”.

       “¿Usted quién es?”, preguntó de pronto el viejo librero.

       “¿Quién soy?” Hubo un silencio. Rilke miraba hacia delante. “Un poeta alemán”, dijo luego.

       El señor Augustin lo miró casi con miedo y observó: “¡Cómo hemos amado y admirado vuestra poesía desde hace cien años! Entonces bautizábamos a nuestros hijos con nombres alemanes. ¿Sucederá lo mismo en el futuro? ¡La verdadera Europa es tan pequeña! ¿Ha visto la verdad vuestro Nietzsche? Él me aterroriza más de lo que puedo llegar a expresar; sí, me aterroriza, porque violenta todos los límites. Les tengo terror a los titanes. ¿Recuerda los versos de Racine?

J’ai vu l’impie adoré sur la terre.
Pareil au cèdre, il cachait dans les cieux
Son front audacieux.
Il semblait à son gré gouverner le tonnerre,
Foulait aux pieds ses ennemis vaincus.
Je n’ai fait que passer, il n’était déjà plus.[4]

       “Es el salmo 36, casi literalmente”, observé yo, “el pasaje: Vidi impium superexaltatum et elevatum sicut cedros Libani: / Et transivi, et ecce non erat, et quaesivi eum et non est inventus locus ejus[5]. Casi literalmente y, por encima de ello, el ingenio de una lengua, de una época, y el sonido único de la voz de Racine”.

       “Sí”, continuó Rilke, “son siempre las mismas palabras humanas, los mismos conceptos, las mismas experiencias e intuiciones; la traducción del modelo es un procedimiento mediante el cual se reconoce del modo más puro la capacidad poética; nadie ha traducido más grandiosamente que Shakespeare: piensen, por ejemplo, en los pasajes de Plutarco en Antonio y Cleopatra tomados del original casi sin modificación alguna. En Racine todo se transforma en algo más transparente, plus limpide”, agregó Rilke, “más simple, más suave; en Shakespeare, en cambio, una nada, un soplo, un ritmo, potencia cada cosa y la coloca bajo esa luz heroica que le es propia. Vuestro camino, en cambio, al igual que en vuestras formas arquitectónicas -poco antes hablábamos de la superación francesa del barroco, de la perfección de los adornos góticos-, vuestro camino, en vuestros mayores poetas, conduce al perfecto equilibrio en la simplicidad colmada de contenido”.

       “Yo sé a quién alude”, exclamó Augustin.

       Pero en ese instante sonó la campanilla del negocio y nuestro anfitrión, bien podemos llamarlo así, se levantó con un gesto de disgusto e impaciencia y desapareció detrás de la cortina polvorienta.

       “Esta es Francia; una Francia eterna, esperemos. Entramos por casualidad, porque estaba un poco cansado, y ya hemos desarrollado una conversación.” Rilke consultó el reloj: “Las once y media. Nos mostrará algo más”.

       Augustin volvía y junto con él un señor anciano con un poderoso cráneo calvo y traza socrática. El librero le acercó una silla rápidamente, como si no quisiese perder ni un instante.

       “Ce Monsieur est un poète allemand”, presentó con apuro.

       El recién llegado miró a Rilke. “Bien”, dijo, “¿y estáis hablando de poesía?”.

       Rilke sostuvo su mirada y por un momento se mantuvieron ambos en silencio. Se formó una especie de corriente, el circuito se estableció y Rilke sonrió tranquilizado; el leve temor por la eventualidad de una molestia se había desvanecido. Ahora le sonrió también al otro, al hombre socrático, lleno de energía.

       Pero Augustin no quería esperar.

       “Y bien, ¿quién es?”, preguntó. “¿De quién hablaba? Yo creo saberlo”.

       “¿De verdad?”, dijo Rilke riendo cordialmente. “Usted debería saberlo mejor que yo”.

       “¡La Fontaine, La Fontaine! ¿Verdad que es La Fontaine?” La voz de Augustin tintineaba de entusiasmo.

       “Justamente él”, replicó el poeta.

       “¡Bien, por fin ahora estamos con él!” El viejo estaba totalmente conmovido. “Hay aquí”, dijo al nuevo huésped, “hay aquí un poeta alemán”; y el recién llegado rió ahora también él.

       “¿A propósito de qué hablabais de La Fontaine?”, se informó.

       “Oh”, exclamó Augustin, “deberíais haber escuchado nuestro diálogo. Se pasó de una cosa a la otra. Empezamos por Ronsard… Afirmó que era de origen húngaro”.

       “Son cosas que siempre se dicen; también Dürer era de origen húngaro”, declaró el cliente que en un primer momento había dado la impresión de que venía a molestar.

       “Yo soy de Praga”, dijo Rilke rápidamente de punta en blanco y sin darle importancia a sus palabras, sobre las cuales de hecho nadie se detuvo.

       “Sí, nos hemos mantenido en las cumbres…”, retomó la palabra Augustin. “Ronsard, Malherbe, Racine, Shakespeare y ahora La Fontaine. ¡De cuántas cosas hemos ya hablado!”

       Su irónico amigo se rascó la garganta: “Bien, ¿y qué dicen de La Fontaine?”.

       “El señor afirmaba que es el más francés, ¡le plus français!”. Lo dijo casi en tono de plegaria. Parecía dudar sobre si había hecho bien al introducir en la conversación una cuarta persona, y la incertidumbre se acentuó cuando el otro observó: “El más francés, el más alemán, el más italiano… ¿Qué quieren decir con estas definiciones?”.

       En este momento sin duda Rilke sintió deseos de escapar; apartó la silla y tomó los guantes que había dejado sobre la mesa.

       “Es el resultado de nuestra conversación, no hemos establecido dogma alguno, se estaba discurriendo”, intercalé yo.

       “Habría que examinar la cosa”, dijo el hombre calvo asumiendo una expresión severa. “¿De qué principios partimos? ¿Según qué criterios juzgamos? Víctor Hugo es francés y también lo es François Villon, y Valéry lo es así como André Chénier; me parece que diciendo el más francés no se dice nada. ¿Goethe sería el más alemán por aquel mago ambicioso y aguafiestas que es Fausto o acaso lo es por el Tasso? ¿O tal vez lo es Kleist porque es el poeta disciplinado del ocaso heroico, o bien Hölderlin que escribe sus poemas casi desde el más allá? ¿Cuál es el poeta más inglés, cuál el más italiano, Dante o Goldoni?”

       Se enfervorizaba, mientras Rilke estaba otra vez en absoluta calma.

       “Dejémoslo pasar, olvidemos esa frase”, dijo alegremente. “Palabras pasadas. Fue un homenaje mío a La Fontaine; ¡a quien le deseo lo mejor!”

       Ahora también el intruso fue más gentil: “Así está mejor, voilà qui est bien, dijo. Y agregó: “No olviden que La Fontaine era enormemente moderno para su tiempo; su lengua tenía algo de sutil, de rápido, móvil, afilado; en ella se mezclaba continuamente lo maravilloso con la ironía, y por debajo de todo, en todo, vivía su constante humorismo”.

       “Sí”, dijo Augustin, “es el humorismo lo que en La Fontaine purifica todas las cosas. En efecto, sin éste sería un poeta muy indulgente del siglo XVIII. ¿Cuál de sus obras prefiere?”, preguntó. “Los Cuentos o la Gioconda… o quizás Psiche?”.

       “No, no”, respondió Rilke, “como la gente simple prefiero las fábulas. Para comprender las fábulas es necesario ser o franceses o verdaderos europeos…vale decir, también franceses. Existen obras inmensas como la Odisea que nos conmueven en eso que tenemos de universal; la agitación de las grandes pasiones y el gran destino de todo aquél que se vea cubierto de dones y al mismo tiempo expulsado de la vida. Pero para comprender estas fábulas, este mundo limitado, se debe poseer un alma pura, más diáfana… límpida como agua de fuente y como brisa matinal”.

       “La Fontaine ha escrito las fábulas”, dijo el recién llegado, “no sólo para dar alegría a los otros, sino para sí mismo. Eran sus serenos comentarios franceses a la lectura de Esopo. Poco antes del año 1668, año en el cual nacieron las fábulas, habían salido numerosas traducciones de Esopo”.

       En este punto Augustin interrumpió el diálogo para decir: “Mi amigo es bibliotecario”.

       Y el bibliotecario continuó: “Dan ganas de reír si se piensa en lo que los filólogos han dicho sobre el origen y las fuentes. Si La Fontaine hubiese tenido que leer la centésima parte de las fuentes que se le atribuyen habría necesitado más de una vida humana. Yo estoy convencido de que sólo conocía la Mitología Aesopica de Neviet. Se decía el Neviet, simplemente; era un libro que todas las personas cultas conocían, tan al alcance de todos entonces y tan difundido como lo está hoy el Pequeño Larousse. No puedo parar de reír cuando leo a los comentaristas que para cada una de estas fábulas encuentran cincuenta originales en todos los tiempos y en todas las regiones. Pobres estériles coleccionistas que nunca sabrán imaginar el acto creador. Estoy firmemente convencido de que La Fontaine nunca tuvo en sus manos nada más que ese Neviet, el cual ofrecía un centenar de temas desnudos y crudos. Él no necesitaba nada más que de esos esbozos, de esos canevas, decía. Todo el resto, los caracteres, el diálogo, los escenarios y sobre todo la vida, lo puso él, el poeta. Incluso, más que la vida, un principio de vida, una sabiduría experimental condensada en un aforismo, atrapada definitivamente en un ejemplo concreto”.

       “La forma”, exclamó Rilke triunfante, “la forma definitiva, exactamente eso que quería decir antes observando las flores”.

       “Por cierto, la forma”, remachó el bibliotecario, “¿qué otra cosa? ¿Quizás la moral? No. Antes que nada se trataba de crear una obra de arte; la obra de arte es una creación producida reflexivamente con el intelecto y con la capacidad del perfecto artesano, con el entusiasmo por la vida misma, con la alegría de contemplar el mundo visible, con una maravillosa frescura y sensibilidad, con la experiencia del hombre que ama y obra en la Corte entre los hombres, con el sentido pictórico francés, con la técnica perfecta de la versificación, con el incomparable conocimiento y con la intuición de la música de las palabras”.

       “Cierto, y sobre todo ello”, agregó Rilke, “eso que usted decía antes”, afirmó volviéndose hacia mí, “la ingenuidad de lo racional”.

       Y los dos franceses dijeron juntos: “Eso, exactamente eso es lo francés. Boileau estudió cada verso de La Fontaine para descubrir el secreto de su talento y afirmó que el último punto, esto es, precisamente la ingenuidad, permaneció escondida en él como el misterio de la naturaleza misma, el misterio por la cual la garza es más garzosa que todas las garzas del mundo y la comadreja… más comadrejosa. Estas fábulas contienen en esencia poética toda una historia natural”.

       “No existe nada igual en ninguna otra lengua”, afirmó Augustin.

       Y Rilke aprobó: “Lo creo. Pienso que ningún otro afirmó con tanta seguridad los elementos fijos de la naturaleza humana: la constante de los grandes y de los pequeños, de los héroes y de los cobardes, de los pensadores y de los tiranos, el elemento decisivamente humano sobre el cual se construyen los grandes sistemas de las filosofías. Ya que bajo éstos permanece siempre el hombre, el hombre entre sus pares, entre leyes simples y duras, realmente más duraderas y más universales que todas las creaciones espirituales de los grandes predicadores de doctrinas; de modo que en todos los climas y en todas las formas sociales el libro de La Fontaine es siempre comprensible y escuetamente justo y perfectamente verdadero. No, no hay nada de este tipo que se le pueda poner a la par, especialmente en la literatura alemana”.

       “En la literatura alemana… yo conozco un poeta alemán que es como un hermano menor de La Fontaine”.

       Ahora me tocaba a mí adivinar a quién aludía, pero permanecí callado. “¿Un poeta alemán? ¿Un hermano menor de La Fontaine?”, se preguntaba Rilke con estupor.

       Verdaderamente era una mañana serena. Parecía casi un juego de sociedad: a cada uno le tocaba adivinar poetas. El tiempo pasaba y yo empezaba a sentir apetito.

       Monsieur Augustin pareció presentir mi pensamiento, porque desapareció. Oímos sonar la campanilla de la puerta de entrada, y poco después la llave que giraba cerrando el negocio. Estábamos encerrados los tres. El bibliotecario no se dio por enterado, porque sin levantar la mirada continuó: “Por cierto no adivinarán con facilidad a quien aludo. Se sabe, La Fontaine es un Galo, y el otro no, y sin embargo tienen en común algo inmenso: la humanidad. La naturaleza inteligente, la absoluta falta de exageración, cierta bonhomía del más alto nivel, de nivel espiritual. Para nosotros, los franceses, La Fontaine es infinitamente familiar. Es la prueba de que la poesía, como el espíritu, puede soplar donde quiere, también entre los gentilhombres; y este poeta nuestro tiene en común lo mismo con aquél al que aludo: era un gentilhombre, burgués y popular, del mismo modo que Luis XVI era rey… y nada más que rey. La Fontaine era mucho más que un escritor de fábulas. Nos ha dejado fábulas y poemas de todo tipo, todos con la manifiesta huella del ingenio perfecto: no tiene una sola línea que carezca de ingenio. Sus fábulas, desde que las produjo… sí, las produjo, como un artesano… son el elemento, ¿cómo decirlo?, son el agua bautismal en la cual los niños de todas las generaciones de franceses fueron inmersos como en un primer baño de racionalidad. Él está en nosotros, vive en nosotros, constituye una parte de nuestra verdadera sustancia; cuanto más crecemos, tanto más crece él en nosotros; cuanto más avanzamos en el camino de la vida, tanto más hallamos en estas fábulas una suerte de magia sólida y resistente, la magia de la verdad; y tanto mayor se hace la enseñanza de vida que a menudo le ha faltado a otros pueblos, esa enseñanza de vida viva que nos han enseñado sus figuras de animales, las cuales clarifican tanto la existencia humana porque en ellas se cumple una metamorfosis que nos permite entrar en la zona de la evidencia”.

       Tras estas palabras reapareció monsieur Augustin y, junto con él, una señora robusta con delantal blanco. Rápido comprendimos que era madame Julie, la propietaria de una cantina cercana. Alegre y ceñuda, protestando en voz baja contra el gran desorden, comenzó a sacar los libros que ocupaban la mesa que teníamos frente a nosotros y, tendiendo un mantel blanco, acomodó platos, cubiertos y vasos. Poco después trajo un litro de vino de la Champagne, du Champagne non champagnisé, y una gallina, poulet de Bresse, con guarnición, tras deslizar bajo la sombra del bozo la amenaza de que volvería con el café y una vieja grapa de Borgoña que no merecíamos beber en medio de aquel desorden sino en su local, oú on peut dîner comme des chrétiens, convenablement.

       Luego de haber trinchado la gallina según las reglas, el bibliotecario comenzó rápido a servirse con mucho apetito. Augustin, en cambio, rebuscó inquieto en sus estantes, y sólo cuando ya hubimos comido los mejores bocados volvió con un volumen que colocó delante de Rilke: “Este es el poeta del que hablaba nuestro amigo: Johann Peter Hebel: Poesies complétes. traduits par Maximilien Buchón, 1889”.

       Y para nuestro gran estupor el viejo Sócrates se puso repentinamente a recitar con la pronunciación de la alta Alsacia:

Z’ Müllen an der Post,
Tausigsappermost!
Trink ne nit e guete Wi!
Goht er nit wie Baumöll i,
Z’ Müllen an der Post![6]

       No se dejó interrumpir:

Spinnet, Töchterli, spinet, un Jergli leng mer der Haspell!
D’ Zit vergoht, der Obed chunnt und’s strechkt si ins Früeihjohr.
Bald goht’s wieder use mit Hauen und Pechen in Garte.
Werdet mer flossing und brav un hübsch, wie’s Riedligers Tochter! [7]

       “Esta”, dijo, “es la segunda mitad de mi juventud, toda mi infancia. Cuando escucho estos versos estoy en mi casa, ya no percibo la diferencia entre las lenguas. Me encuentro íntegramente en la vieja Europa; todo es genuino y verdadero y preciso y medido en las manos de Hebel, sabe expresar magníficamente las cosas más pequeñas y las más grandes. ¿Ha existido nunca un poeta que como él haya sabido bosquejar con palabras lo temporal, ese acto poderoso de la naturaleza? Los dos primeros versos son la cosa más bella que conozco. En estas cosas La Fontaine con su ironía es demasiado árido, ¡Escuchen!” Y volvió a recitar:

Das Gewirtter.
Der Vogel schwankt so tief un still,
Er weiss nit, woner ane will.
Es chunnt so Schwarz, und chunnt so schwer,
Und in de Lüfte hangt e Meer
Voll Dunst un Wetter. Los, wie’s schallt
Am Blauen, und wie’s widerhallt?
In grosse Wirbie fliegh der Staub
Zum Himmel uf, mit Halm und Laub,
Und lueg mer dóört ser Wülkli a!
I ha ke grosse G’falle dra!
Lueg, wiener’s usenander rupft,
Wie üsereis, wenn’s Wuile zupft.[8]

       “Yo sabía qué aludía a esto; me habla siempre de él. Parece chino, pero el ritmo es bello como si fuese de Homero”.

       “También yo tengo dificultades para entender”, observó Rilke, triste y casi perplejo. “Es dialecto alemán”.

       “Cést franc comme l’osier, rió el bibliotecario, “fresco y franco como un mimbre, dicen nuestros campesinos; y, al mismo tiempo, es extraordinariamente artístico y hábil, ingenioso y seguro como La Fontaine, pero nacido del genio de la lengua popular alemana y circundado por el verso goetheano como por una especie de aura que le falta a nuestro compatriota. Goethe comprendió a Hebel en toda su singularidad y grandeza; comprendió cuan profundo era en su wiesentalese], hasta las cumbres de la inspiración, ese buen sentido del que a menudo carece tan trágicamente su nación; y como Goethe, también Jean Paul comprendió que se hallaba frente a algo único en cuanto a originalidad se refiere, inagotable como una fuente radioactiva”.

       “¿Y la traducción?” preguntó Rilke. “¿Puede acercarse uno a él mediante la traducción?”.

       El viejo casi le arrancó el volumen de las manos. “¡Una traducción de Hebel!”, exclamó. “¡Ni pensarlo! ¡Una traducción en francés! ¿Han leído alguna vez una traducción francesa de un texto alemán que sea soportable? Ambas lenguas son diametralmente opuestas. El único francés que hubiese podido traducir a Hebel, en el caso de que hubiese sabido alemán (y entonces ya no hubiese sido el mismo) era justamente La Fontaine”.

       “En el Paraíso seguramente hablan entre ellos una lengua que nosotros no hemos aprendido todavía”, dijo Augustin.

       “¡Oh, dejémonos de Paraísos!”, lo interrumpió el Sócrates.

       Ahora la gentil matrona trajo el café hirviendo y la grapa. Incluso Rilke tomó resueltamente un sorbo, y volviéndose hacia el admirador de Hebel dijo de pronto: “Hace poco me preguntó quién soy; ahora se lo pregunto yo: ¿quién es usted? Yo soy Rainer María Rilke”.

       El otro se levantó, le tendió la mano y se inclinó profundamente.

       “Yo soy”, respondió, “Lucien Herr de Estrasburgo, bibliotecario del École Normale Supérieure”.

       Sí, era él, el pedagogo socrático de casi tres generaciones de jóvenes franceses, el autor del extraordinario artículo sobre Hegel de la Biographie Universelle, el socialista al cual se le atribuía el racionalismo analítico y de cuyas manos había salido, junto con tantos otros, un Péguy; y ahora el azar nos lo había traído, bebía grapa con nosotros y hablaba de Johann Peter Hebel, el decano hádense, el escritor de Wiesental y Basilea, y hablaba en alemán con Rilke, quien no lo comprendía porque con su alemán ligeramente eslavo estaba lejos del autor del “Carbunclo” y del “Diálogo de la caducidad”, más lejos que aquel maestro de la lengua francesa, el hombre de cuyos labios la juventud de Francia estaba pendiente desde hacía décadas, y entonces sentí cuan amplia y al mismo tiempo cuan estrecha era esa Europa en cuyo espíritu estábamos reunidos, libres tanto del rigor como del peligro en el transcurso de una mañana de invierno suave y despreocupada. Se me hizo evidente que existen fronteras bien distintas de aquellas que han sido trazadas por la historia de los estados y por las diversas lenguas, así como existe algo que nos es común a algunos de nosotros desde la antigüedad, un genuino conocimiento de la profundidad, la cual consiste en el hecho de que toda cosa tiene un significado único y múltiple: en el perpetuo fluir hay una constante que resulta de relaciones humanas siempre iguales en las infinitas uniones y relaciones, así como fueron fijadas con una seguridad digna de los antiguos por dos grandes escritores de fábulas de un lado y del otro del Rin. Pero Rilke, todavía levemente turbado, tomó el volumen de las traducciones y leyó vacilante:

Oh regarde donc l’araignée
qui tisse
ses fils si lisses… 

       Perplejo, levantó la mirada: “¿Cómo lo dice en alemán?” Se lo dijimos a una voz:

Nei, lueget doch das Spinnli a,
Wie’s zarti Fáäde zwirne cha!
Bas Gvatter, meinsch, chasch’s au ne so?
De wirsch mer’s, traui, blibe lo.[9]

       Lucien Herr se tapó los oídos: “Tisse… ¡isses… horrible, como dos pinchazos de aguja en el pulgar. Realmente sólo nuestro buen amigo Augustin puede conservar semejante libraco. ¡Hebel traducido al francés! Al griego de Homero, sí; al de Teócrito, tal vez; quizás también Burnes hubiese sabido hacerlo: sí, en inglés acaso se podría. No hay nada más difícil que traducir”.

       “Es verdad”, añadió Rilke, “es un arte afín al de los grandes actores; es alquimia, conversión en oro de elementos extraños. Quiero profundizar el conocimiento de Hebel, pero me llevará tiempo… yo solo con él, y quizás mejor en París que en Alemania, donde deben encasillarlo en un falso arte regional, ya que por lo general hoy se intenta hacer pasar por esencial el elemento más exterior y fortuito; porque estamos de acuerdo, ¿verdad?, este hombre no ha poetizado en dialecto, sino que el dialecto ha alcanzado la poesía con él. Este es el punto decisivo. Por favor, repítame aquel verso que le pareció particularmente bello”.

       Y de nuevo Herr recitó con su voz rústica marcando ligeramente el ritmo con la mano:

Der Vogel fliegt so tief und still
und weiss nit woner ane will.

       “No entiendo ese ane, dijo Rilke.

       “Dice esto”, replicó el bibliotecario un poco impaciente:

“Der Vogel fliegt so tief und still
und weiss nicht wo er hin will.

       Pero así no vale nada, desapareció la sustancia poética. Lo que importa es el ane. Por eso mismo la lengua y el poeta son una sola cosa, no se pueden separar; constituyen un fenómeno único. No importa el individuo, sino sólo la coincidencia del hombre con el medio de expresión, del tiempo con el lugar… sólo con una fórmula algebraica se lo podría expresar. Ahora debo volver con mis jóvenes”.

       Se puso de pie, nos dio la mano a todos, echó sobre sus espaldas una amplia capa y desapareció.

       También nosotros nos despedimos del gentil anfitrión prometiéndole volver pronto y a menudo.

       “En efecto”, dijo, “no os he mostrado todavía ninguno de mis tesoros”.

       Cuando ya nos hallamos caminando a lo largo del Sena, el aire se hizo frío. Rilke se detuvo a mirar las aguas, cuya turbulencia en el precoz atardecer reflejaba el amarillo claro del cielo Y sonreía: “¡Qué hermoso día, qué raras veces se logra un encuentro como éste! Dejé pasar una visita que tenía que hacer del otro lado del río”. De nuevo se detuvo un instante, le dio una ojeada al agua, sonrió absorto y murmuró rápidamente para sí: “Ondoyante… blondoyante”.

       Luego se dio vuelta y se alejó, ya poseído por ese ritmo que llevaba adentro…

       Desapareció en la esquina siguiente, en dirección al Hotel Foyot donde se alojaba.

 

 

[1] Carl Jacob Burckhardt fue un diplomático, historiador y ensayista suizo de lengua alemana. Nació en Bâle en 1891 y murió en 1974 en Ginebra. “Encuentro con Rilke”, cuyo título original es “Ein Vormitagg beim Buchhändier”, se publicó originalmente en Basilea en 1944. Ricardo Herrera lo tradujo para Hablar de Poesía 15 (junio 2006) de la edición italiana al cuidado de Antonio Gnoli (Sellerio editore, Palermo, 1990) y ahora lo compartimos en el Portal Web.

[2] Cielo, aire y viento, llanos y montes descubiertos, / cerros vinosos y bosques verdeantes / ríos sinuosos y arroyos ondeantes / montes arrasados y vos, florestas verdes, / antros musgosos abiertos al frente / prados botones, flores y hierbas enrojecidas, / laderas vinosas y playas blondas / y vos, rocas escolares de mis versos. (Trad: Fabián O. Iriarte) 

[3] Ellas, unánimes, – y flanco a flanco/ ociosas- al frente de las olas / con un peine de blanco marfil / ensortijaban sus blondas trenzas / y mimaban con sus ojos / los encantos deliciosos, / codiciaban la nave que pasaba / con lánguida mirada. (Trad: Fabián O. Iriarte)

[4] He visto al impío adorado en toda la tierra. / Semejante al cedro, escondía en los cielos / su frente audaz. / Parecía gobernar el trueno a su antojo, / pisoteaba a sus enemigos vencidos. / No hice más que pasar, y dejó de existir. (Trad. de Fabián O. Iriarte)

[5] He visto al impío prepotente / extenderse como cedro del Líbano; / y he pasado, y ya no era; le busqué y no le hallé. (Sagrada Biblia, Madrid: BAC, 1979, p. 710. Trad. E. Nácar Fuster y A. Colunga.)

[6]¡En Mullen, en la cantina de la Posta, caramba, no se bebe buen vino! ¡No baja como aceite, en Mullen, en la Posta!

[7] ¡Hilad, hijas, hilad, y tú. Jorgito, alcánzame la devanadera! El tiempo pasa, llega la noche y nos encaminamos hacia la primavera. Pronto volveremos al huerto con la azada y el rastrillo. ¡Sean animosas y constantes y gentiles, como la hija de Reidliger

[8] El temporal. El pájaro vuela bajo y callado y no sabe dónde ir. Y todo está negro y cargado, y en el aire se extiende un mar de vapores y de nubes. ¿Escuchas cómo truena sobre el Blauen, cómo retumba? El polvo sube hasta el cielo en grandes espirales, arrastrando estelas y hojas. ¡Mira allá, qué nube! No me gusta para nada. Mira cómo el viento la deshace: como nosotros cuando cardamos lana.

[9] Mira esta araña, ¡qué bien teje sus hilos sutiles! Dime, comadre, ¿sabrías hacerlo igual? ¿No? Entonces, no insistas, ¡déjalo!


RELACIONADAS