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Cuatro reseñas (García Carril & Herrera &...

Cuatro reseñas (García Carril & Herrera & Freschi & Cella)

SÁLVESE LA PALABRA

[Sobre Peregrinas de Liliana García Carril (Bajo la luna, 2023)]

por Leandro Lull

En los Relatos de un peregrino ruso a su maestro espiritual, el errante protagonista, al preguntar por el sentido de la oración continua, escucha de la boca de un anacoreta: “Reza más y con mayor fervor, y la oración misma te descubrirá el modo en que puede llegar a hacerse incesante”. Tal vez esa sea una de las maneras de entregarse a este libro: el movimiento perpetuo de la voz hacia lo perdido, el camino del oído en busca de una música que reponga y enlace o, como la misma poeta dice, “esas palabras / que se repiten / hasta sincronizarse / con el ritmo del corazón”.

           En esa insistencia es que la lengua se desorganiza para volverse órgano, como esa mancha de vino que al derramarse abarca la lisura del mantel y ampliando su propia forma a cada instante sirve de fuente para que el poema, como el dedo que dibuja con el líquido una marca de amor sobre la frente amiga, encabalgue en sus versos el encuentro fugaz de haber estado juntas, de haber compartido parte del desborde que significa cohabitar un mundo. La peregrinación, entonces, se encarara siempre hacia el futuro, hacia el punto en el que el devenir del canto nos permite recobrar el tesoro de lo vivido, no en un atrás, sino en un adelante.

            Así, la sombra anhelada se escurre en lo dicho, igual que un cuerpo detrás de una cascada. Cascada que, si atravesamos, no daremos con nada, ya que no existe un más allá de la cortina. La figura amada solo vive en el fluir, se traza familiar y azul como sobre un shōji de papel japonés, y anticipadamente se encuentra en la mano que de un momento a otro se tornará ausente: “estar sentada / y callada, atenta / al movimiento / de ave de vuelo alto / de tu mano / una danza en el aire / largos y huesudos / dedos marcando / una a una / las 18 notas de Satie”. Ese aleteo, ese desprendimiento de quien está por partir, ya es la falta y su proyección en la memoria, la fragmentación del cuerpo que perdió la facultad de afirmar su unidad en el espacio.

            No obstante, es gracias a esa carencia de peso que las emanaciones se tornan gráciles y despliegan las imágenes que palpitan en lo enunciado del deseo. “Sálvese la palabra”, dice la voz después de pensar “puedo ver la corriente / subterránea / de tus pensamientos / veo el esfuerzo / el deseo feroz / tus ideas abriéndose paso / por esa masa / de dolor que te oprime”. Lo parcial, lo sesgado de la apropiación son echados en el flujo, sean palabras o gestos, actos o lapsos, como si de ese modo se pavimentara el camino emprendido, se asegurara el tramo sin olvidos permanentes ni separaciones absolutas, y de ese modo se evitara la “pleamar de aflicción, abandonadas las riveras, sin nada a la vista” de la que nos hablara Roland Barthes en su Diario de duelo.

            El mantra alcanzado por los versos, a la par que define la presencia anhelada en la cascada sonora, provee la iluminación de la soledad que se traspasa de la ausente a quien la invoca: antes que una ruptura de la compañía, lo que se instaura es un legado de orfandad que obliga a cultivar la independencia. Es que, en sí misma, “tan parecida / a la vergüenza / se siente la soledad / y de ella tan poco se aprende”, que la lección se basa en desarticularla y construir a partir de su espectro un afuera por el que marchar sin lamento, como lo hace «el desflorarse generoso del jacarandá», como lo exigen “el consuelo / el clima del poema”.

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UN DECIR MUSICAL

[Sobre Grupo de familia de Ricardo H. Herrera (Editorial Brujas, 2023)]

por Juan Martín Suriani

Grupo de Familia se inscribe dentro de la última etapa creativa de Ricardo H. Herrera, iniciada, según declaraciones del propio autor, en el verano de 2014, a impulsos de un cambio de perspectiva sensible relacionado con la emergencia de la conciencia de la vejez en un contexto de recuperación del paisaje de la infancia. Dicha experiencia se traduce en una actitud existencial, marcada fundamentalmente por la sensación de desasimiento, sobre la cual se articula un posicionamiento estético identificable no sólo en aspectos formales y temáticos sino, ante todo, en una manera de aprehender el mundo.

       Si bien los dos apartados en que está organizado el libro presentan una unidad temática y formal, en el primero de ellos (La embriaguez del color) Herrera muestra una marcada preocupación por el oficio poético. Ajeno a lo enfático, el tono de sus versos es sereno, propio de quien ha arribado a ese momento o estado crepuscular, que, tal como supiera destacar Borges en su poema Elogio de la Sombra, suscita interesantes posibilidades en materia artística. Lejos de centrar su preocupación en la poesía per se, la reflexión estética del autor conlleva, por extensión, una reflexión relativa al sentido vital, la trascendencia, la gravitación del pasado, el modo de relacionarse con el paisaje, etc. Leyendo a Herrera uno acaba convenciéndose de que se escribe como se vive, y que cada época puede entenderse como una manera diferente de relacionarse con el lenguaje. Tal vez por este motivo, la poética del autor irrumpe como un saludable y necesario anacronismo, entendido este concepto en el sentido en que lo hace Alfonso Berardinelli al señalar que cada finalidad exige sus tiempos, contrarios a los tiempos públicamente establecidos. Si la época actual se caracteriza por la velocidad, Herrera se aboca a un oficio lento, semejante al del pintor (comparación que destaca en un importante número de poemas) que, a fuerza de observación y profundidad, extrae ese color esencial oculto bajo la superficie, tomando distancia de la actitud “fotográfica” tan en boga en la actualidad, que da lugar a una poética de lo instantáneo / espontáneo, y sobre cuyas premisas se articula la preeminencia del verso libre, el coloquialismo y el desprecio por las formas. “Al tomar los pinceles, lo admirado / no eran ya los efímeros arrestos / de las banales ínfulas humanas […] Es necesario asir el núcleo íntimo / del mísero exterior” escribe, casi en una declaración de principios, en La lección del maestro. Para, transcurridas escasas páginas, siguiendo la misma línea argumental, declamar: “Este es el componente que pretendo / incluir en el verso, el oro puro / que Vincent explotó antes de morir […] ¿Cómo hacerlo sonido?”. Pregunta, esta última, ajena a cualquier pretensión retórica. Porque no sólo en la pintura, sino también en la música encuentra Herrera el espíritu de la poesía. Y, nuevamente, la tensión con una época en la que el predominio del ruido, de los continuos atentados contra el silencio imprescindible para acceder a la musicalidad que está en el origen y en el fin del acto poético, se hace evidente. Dado que para Herrera la poesía es, ante todo, un “decir musical”, su trabajo dialoga con una tradición vinculada a aquellos tiempos en los que “la poesía y la guitarra / celebraban sus bodas con el canto”, no siendo casual su apelación a figuras como las de Garcilaso o Mastronardi. Tomando posición en contra del presentismo imperante, en donde lo nuevo entraña un valor por su sola novedad, su línea creativa se mantiene fiel al principio de que “el sendero es siempre igual. / Lo que cambia es el modo de expresarse / y acaso el tema, que ha de ser actual / aunque hay temas que son intemporales”.

       Otro aspecto de la primera parte que es prioritario destacar es el del sentido religioso de la vida, entendido no como la adhesión a un credo determinado, sino como el reconocimiento de la existencia de fuerzas irracionales vinculadas a conceptos como alma y corazón. De allí la existencia de una íntima relación entre poesía y sentimiento religioso, no sólo porque toda religión entraña una dimensión poética, sino porque el acto creativo supone un sacrificio ritual y purificador que vincula al poeta con ese más allá que trasciende el plano de lo aparente, lo que lleva a nuestro autor a acuñar expresión tan significativa como “el oráculo oculto del poema”, y a representarse el arte como un rito laico. Pero, tal como sucede con la pintura y la música, los tiempos actuales no parecen ser propicios para el desarrollo de una actitud religiosa capaz de revelar al ser humano “la esencia prisionera en la materia”. De allí que, en Apunte de un agnóstico, nos salgan al encuentro versos como los siguientes: “Me deprime el exhausto cristianismo / que se vive en el pueblo […] Falla la voz / del párroco que le habla a su rebaño / como a los niños de un jardín de infantes […] La gran poesía de esos iletrados / que fueron los apóstoles, se frustra / convertida en sancocho para sonsos.” Y, a modo de corolario, se lee: “Al igual que la nuestra, menos santa, / también esa poesía está arruinada”.

       La pregunta que cualquier lector podría hacerse acerca de cómo mantener una actitud poética en un clima de época que parece conspirar contra la misma, encuentra una repuesta, no por personal, menos satisfactoria, en el poema “En el locus amoneus”. En él, Herrera se refiere a lo que significa el regreso al lugar de la infancia (las sierras de Córdoba), en el cual, a espaldas de modas, poses y afanes publicitarios, está escribiendo una de las obras más destacadas de la lírica argentina. Detalle no menor del mencionado poema, es que en él deja en claro que el paisaje o entorno no es más que una puerta de acceso a “una región de ensoñación / donde la psiquis busca, y tal vez halla, / su reconciliación con lo terreno”, por lo que en última instancia depende del poeta hacer del lugar de residencia, y de su propia vida, un ámbito propicio a la creación.

       No podían faltar las referencias a la muerte en un autor con tan lúcida conciencia de la vejez. No es casual que varios de los poemas de la primera parte de Grupo de Familia hayan sido escritos en las doce noches que median entre Navidad y Reyes, las llamadas noches rigurosas, cuando, según una antigua creencia, se vuelve más tenue el velo que separa a los vivos de los muertos. Sin lugar a dudas el momento actual de Herrera es el de un hombre situado en el umbral, lo que tal vez explica la asombrosa clarividencia de su verbo. Alguien que aún se sitúa entre los vivos, pero que, como él mismo declara, “De los vivos, por cierto, aguardo poco”, o: “Del hermetismo de ultratumba espero / las únicas noticias que me atraen”. Y no se trata en este caso del aislamiento o inadaptación a que suele asociarse la senectud, como de un posicionamiento coherente con su credo poético: la pintura, la música y la actitud religiosa como aspiración de trascendencia; los muertos (célebres: Virgilio, Cervantes, Celan; familiares: abuelos, padres, hijo) como presencias cotidianas, naturales de algún modo en alguien que vive de un modo tal que: “revela mi afición / por las fuerzas extrañas de los libros / y el oráculo oculto en el poema”.

       En lo que respecta a su muerte personal, se hace referencia a la misma en el poema “Fin de la secuencia”:

Espero abandonar la dulce luz
con suficiente gratitud y hombría.
El breve y parco adiós es necesario:
cumplió la vida todas sus promesas,
incluso en demasía; no hay enfado.
Ya retrocede el sol, la noche avanza.

       En la segunda parte de la obra (De la bellota al roble), el foco del autor está puesto en su grupo de familia, integrado por seis hijos y nueve nietos, pero al que no son ajenos ciertos muertos asociados a vivencias o revelaciones que incidieron en el despertar de la vocación poética, entre las que ocupan un lugar destacado las temporadas veraniegas en casa de sus abuelos. Si bien la atención parece fijarse en el plano cotidiano (almuerzos, caminatas, anécdotas varias), este no es más que el punto de partida para que la palabra trascienda hacia aquellos temas “intemporales”. Así es como volvemos a encontrar referencias al acto creativo (“pues son la precisión y la medida / los recursos del arte del juglar”); la relación pintura-poesía (“visiones que perforan el silencio / con extrema agudeza y sutil luz”); su posicionamiento ante ciertas tendencias expresivas actuales (“En su oficio el juglar ha percibido / un divulgado odio por la rima; / […] Algo análogo ocurre con el metro; / su magia es evidente, crea el ritmo. / No obstante, se lo niega a rajatabla”); la crítica a la sacralización de la Razón moderna (“Al recortar la vida con conceptos / se esfuma el halo mágico del mundo”); y una búsqueda artística (“No bastan los apuntes cotidianos, / por honestos que sean”) que vincula el plano estético con una ética insoslayable, de la cual dan cabal prueba los versos que se citan a continuación:

Pocos parecen comprender lo básico:
si no se hace arte, todo está perdido.

       La impresión que deja una primera lectura de Grupo de Familia es la de hallarnos ante una obra clásica; apreciación fundada, no tanto en su futura recepción (sobre la que no estamos en condiciones de aventurarnos) como en el diálogo que establece con una tradición poética de la que el autor es uno de sus indudables exponentes en este primer cuarto de siglo. De modo implícito, la obra entraña también una suerte de manifiesto artístico que podría resumirse en la frase / slogan: seamos anacrónicos. Y si de anacronismos se trata, por qué no figurarnos que este libro, tal como acontece en aquel sueño narrado por Borges en el prólogo a El Hacedor, desandando los siglos llega hasta las manos de Garcilaso quien, al volver las páginas, lee con aprobación algún verso, acaso porque en él ha reconocido su propia voz.  

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EL MUNDO VIVE INCENDIADO

[Sobre El precedente de Rom Freschi (LP5editora, 2023)]

por Marcelo Díaz

La poesía quema y arde. Arder en este caso es una acción que implica despejar el panorama y el paisaje de la lírica para que quede presente y visible una voz sensible, íntima, capaz de dialogar con el universo y consigo misma en una suerte de monólogo que trae del pasado las tramas y memorias venidas de otro tiempo, venidas del principio de todas las cosas hasta llegar a nosotros en forma de poemas, fragmentos, esquirlas de la palabra que prefiguran la necesidad de decir desde otro lugar.

       Romina Freschi identifica la voz del poema con las voces de los animales. Una vez me pregunté qué nos hace diferentes de los otros seres vivos en este mundo. La poesía puede que sea una manera de establecer un límite, una forma de diferenciar entre el reino animal, el universo de las flores y el trazo de las estrellas con nuestra realidad y nuestras tramas subjetivas que salpican de humanidad todo lo que rozamos con nuestras manos.

       La voz de la poesía, si es que existe una voz que pueda definirse así, existe en el mundo y acompaña todos sus ciclos. Desde su principio hasta su desintegración: Es la desintegración de un mundo / el momento en que se suelta y sus partes
quedan en flotación / luminoso esfuerzo el explotar / perecer / dar lugar a una fuerza posterior / dejar que mane el secreto centro / de un interior que aflora / y al exponer se deja / su ser interno / su ser un centro / su ser idéntico
. Existe un correlato entre las estrellas, el mapa estelar y celeste y las coordenadas desde las cuáles Freschi se posiciona para enunciar. En ese entramado los planetas, los astros, la superficie terrestre, los seres que rumian sobre la tierra, los seres que la sobrevuelan, están sincronizados con nuestros sueños y con cada acontecimiento, por efímero que parezca, que suceda en el interior del cosmos.

       Es la memoria de los sueños, aquella que nos mantiene despiertos, por contradictorio que suene, en pleno día. Si no fuera por la posibilidad de narrar nuestras ensoñaciones quedaríamos olvidados en una pesadilla ciega, en un silencio profundo y anónimo: El mundo vive incendiado / mirando todavía las estrellas / incendios del cosmos / los siglos que nos separan / no conservan memoria. Puede que la poesía sea un registro que anuda las tramas dentro de las tramas en las que se fueron tejiendo nuestras voces hasta llegar a este presente. En otras palabras, la poesía sería aquello que la llama del olvido, que las llamaradas del silencio no pueden enmudecer. Es el resplandor de la poesía, de su voz en su plenitud, lo que permite que hoy podamos hablar y sostenernos en una época de plenas transformaciones.

       No estamos solos en este mundo, los poemas irradian una luz tenue, un rumor que se desdibuja como los ramales de los ríos hasta hacerse un lugar en nosotros. Llegamos a construirnos con los y las demás gracias a la poesía: ¿nuestro? / ¿eras yo? / ¿eros? / ¿hera? / seria era / del héroe de cera / cuerpo extraño / cara dada del dado / candado perro / el amo. Es imposible concebir la tarea de la poeta en su individualidad, quizá sí en su singularidad, pero no puede ser leída sin las voces y las tramas de sus antepasados y de sus seres queridos en el presente. Toda poeta guarda y lleva consigo una mitología familiar, una cadena invisible de ADN compuesta por piezas que empiezan en un tiempo fuera del tiempo, una zona mítica, a la que sólo se puede acceder por medio de los vocablos de la poesía. Hablar, decir, escribir, son sinónimos en esta mitología; detrás nuestro hay una historia donde las identidades se mimetizan, donde las simetrías encuentran su doble reflejo en cada cosa que hacemos, en cada momento de vigilia y en cada reflexión que realizamos con la pregunta: ¿cómo es que llegamos a este punto de nuestra biografía?

       Cualquier identidad, cualquier nombre que podamos concebir, llevar, portar, es transitorio porque la velocidad de las estrellas termina por desintegrar lo conocido como si de un momento el poema fuese un meteorito que impacta en nuestra mente y en nuestros corazones: asciende una escalera / la luz dorada del atardecer / enceguece / cualquier esperanza / en un crepitar / de olla / de oro / en un abrir y cerrar / de ojos / el hálito / nos trajo a la luz / y nos apaga / carbonilla vieja / de lo que has ido. Ese es el trabajo creativo, el modo en que la imaginación toma decisiones desde cero, desde la intemperie, para luego edificar una realidad que una todas las tramas con todos los planos que conocemos, nuestra voz con nuestras voces, nuestras voces con los sonidos de los animales, de los insectos, sumado al silencio de los árboles, nuestras voces y su resonancia en el vacío de la bóveda celeste mientras dibujamos astros en la noche más oscura para las generaciones del futuro.

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LA BELLEZA DE UNA SINTAXIS A MÁXIMA VELOCIDAD

[Sobre Estaciones de Susana Cella (Barnacle, 2023)]

por Eduardo Espina

Diez años después de concluido el atronador ruido de la segunda guerra mundial, un sonido inédito vino de donde menos se esperaba a rescribir la historia en tiempos post-bélicos. En diciembre de 1955 salía a la venta “Tutti Frutti”. Nacía el rock and roll. La inconfundible voz de Little Richard imponía un tono frenético a la que sería por el resto del siglo XX la banda sonora de la modernidad, repertorio de un ritmo ilusionado con descartar a la edad y al paso del tiempo como factores de influencia a la hora en que las emociones deben tomar decisiones. Los sentimientos se ponían a pensar como si fueran pensamientos. Eran letra y ritmo, eran las guitarras, la batería, el frenesí soltándose el pelo en el escenario, era todo, empezando por la emblemática onomatopeya al comienzo de la canción, “A-wop-bop-a-loo-mop”, y siguiendo con inequívocas referencias explícitas: “Tutti Frutti, good booty / If it don’t fit, don’ t force it / You can grease it, make it easy” (“Tutti Frutti, buen culo / Si no encaja, no lo fuerces. / Puedes engrasarlo, hazlo fácil”).

       La forma reducida, apretujada, del “orificio en que remata el conducto digestivo”, en relación al “órgano masculino del hombre y de algunos animales que sirve para miccionar y copular”, y los consejos eróticos contenidos en la letra no eran lo de veras importante de la divertida letra, después de todo, en la historia de las artes ha habido pijas y culos de todo tipo y dimensión. Lo importante, lo verdaderamente importante, era el ritmo de la música que por la puerta del fondo llegaba acelerada a instalar al cuerpo humano en primera fila, también a los dos órganos de goce mencionados, aunque la canción fue censurada por las radios estadounidenses y Richard debió cambiar la letra. Cuarenta y cuatro años después Cindy Lauper, cantó en esa vena de deseo a full que debe ser satisfecho a como dé lugar: “I drove all night / Crept in your room / Woke you from your sleep / To make love to you /Is that alright” (Conduje toda la noche / Me metí en tu habitación / Te desperté de tu sueño /Para hacerte el amor / ¿Está todo bien?). Ni género, procedencia, tamaño del órgano sexual, ni dolores físicos importaban, lo masculino y lo femenino equiparados; recién llegado, el rock and roll había cruzado invicto la meta del placer y su metalenguaje fue horma de velocidades que afectaron también la forma de escribir poesía de tal forma que las palabras tuvieran peso propio a partir de la música y sus bucles de armonía, como esos objetos que aparecieron en el sueño soñado la noche anterior, y que al día siguiente estaban en la repisa esperando que alguien los identificara, ah, sí, son esos, podemos reconocerlos.

       La época, cargada de metamorfosis estéticas y culturales –de la década de 1950 en adelante–, trajo una velocidad inédita a la forma de percibir la realidad y las emociones humanas a partir de la hiperestesia combinatoria de música y lenguaje. No obstante, el poderío de la convicción estética no había cambiado de manos: las palabras mantenían predominancia sobre el sonido de los instrumentos combinados. Muchos años después, en septiembre de 2023, una intérprete del rock, Melissa Etheridge, declararía al diario New York Times: “La gente trata de decirme que soy poeta y yo digo: No, tengo música y ritmo para ayudarme a expresar mi punto de vista, pero los verdaderos poetas lo hacen todo solo con el lenguaje y las líneas. Eso es un regalo”. Sin música ni instrumentos para hacerse pasar por más de lo que realmente representa, la poesía neobarroca o barrococó con rock incluido, es el único mediador expresivo que en diferentes niveles pudo replicar la velocidad de pensamiento y estados de ánimo aportados por el R&R.

       Desde un espacio redentor de presencias y veces y voces anteriores, de procedencia barroca aunque también rococó, que de un saque pulveriza lugares comunes tan comunes en la lírica actual –basta ya de tantas confesionales experiencias mediocres, de declaraciones de identidad sexual y de malestares políticos con olor a parafina– la poesía demuestra su condición extraordinaria de intermediaria de novedades acumuladas, en las que la sintaxis se encarga de replicar, y superar, el veloz desplazamiento asociado a las guitarras eléctricas. ¿Quién frena ese frenesí? El agradecimiento agranda y engrandece el vigor sintáctico al hacer de las suyas.

       Dijo Tomás de Leone, director de cine, sobre su película favorita, Con ánimo de amar (buenísima) de Wong Kar-wai: “No hay argumento para aquello que nos obnubila”. En sintonía con la sincronía que Estaciones de Susana Cella establece con el lenguaje al servicio de un tendido clausular con fines exclusivamente líricos –entonación, fraseo, rango–, podemos sentir igual obnubilación a la que siente la escucha cuando al oído nos ponemos una concha de mar y el ruido a ser determinado es el de varios mares que nadie sabe cuáles son. Hacía tiempo que no se veía un atrevimiento parecido al de Cella a la hora de hacerle confesar al lenguaje las cosas que no se había animado escenificar en la estructura, donde se libran las batallas decisivas con lo previsible y lo ya archi dicho. Las palabras son claves y llaves.

       Lo onomatopéyico del comienzo de la canción seminal mencionada devino (contra la norma), lenguaje queriendo hablar por su propia cuenta, auspiciado por el uso intransigente de la cesura, sin tener en cuenta nada que no tenga que ver con las palabras mientras se abren paso por zonas “de poesía” escasamente transitadas, al menos no de esa forma que ha dejado fuera a lo que la crítica antes llamaba “contenido”. Hay exclusiones necesarias.

       Larry McMurtry, narrador, declaró: “Escribir también es una forma de pastorear; reúno las palabras en pequeños grupos parecidos a párrafos”. Contracultural y aguafiestas, este libro es un rebaño de ovejas negras que, pasada la medianoche, lleva de regreso a casa párrafos y palabras, conjeturas y desajustes, y un ritmo clandestino que pasa a estar en primer plano cuando nadie lo espera, y menos, la sintaxis que lo alberga. Al activar el chip de la disconformidad de acuerdo al decir cotidiano, el lenguaje viene a toda prisa a decir proteico al oído del lector. Exhibe una amplia gama de recursos prosódicos, una cosmicidad solitaria que parece haber pasado su niñez en la sintaxis, con sus músicas cruciales en estado de independencia. Música de marcapasos apurando cada latido.

       Coleccionista de momentos carismáticos que no pasaron a segundo plano aunque se les haya pasado la hora para sentir atracción por lo que les pasa a menudo, los poemas le mienten a lo verídico. Los versos están metidos en mil asuntos. Hablan de todo y de nada en su totalidad al mismo tiempo, sintiéndose partícipes de un diálogo profano entre preguntas y respuestas, en el cual estas últimas surgen para poder seguir preguntando, poniendo de manifiesto los arrebatos de derrota del orden, tal como el raciocinio sin dar explicaciones suele concebirlo.

       No son en sí los arrebatos a suerte y verdad, sino el tránsito del lenguaje atravesado por lo que las palabras se acercaron a comunicar a su modo, porque ya lo sabían (las muy pícaras) y podrían haberlo dicho de antemano; ante la inminente llegada de la incertidumbre, el lenguaje obra como rumbo labrado a pulso: abre brechas en la sintaxis, porque, ahíta de cesuras, viene siempre a continuación; el mundo es una frase que en cada comienzo da por concluida a la dicción antecesora, y se pone a erigir el alrededor que mejor le convenga. En cada perspectiva que borra y ensancha horizontes del habla se agazapa la trampa de poder encontrar un punto de vista, o el modo en que las palabras puedan darse cuenta. En ese entorno de verdades a medias a las que no se quiere dejar ir sin antes instigarlas, las evasiones ralentizan al tiempo ‘poético’ con su botánica de sucesos encadenados a la continuidad, sin la cual la prosodia no levantaría vuelto y la eufonía se vendría al piso.

       Hermética la cáscara de tal cerrada y fulgurante persona resonando en la máscara circunstancial o única, tacha la huella y repica como campana agujereada por cantarse celebros para y por ella misma figurarse los ecos de los ecos de los ecos que, igual a enredos, ofrendan cantos y aplausos cerrados a barba rala y abultada panza. (“El rey burgués, p. 25).

       Tal cual los poemas lo destacan, el núcleo de la posible dificultad del texto como advertencia nómada no reside en aquello que parece faltar, sino en el trecho existente entre el significado perdido de vista, y en los modos de cuestionar lo que quiso decir el sentido ausente cuando todavía se encontraba ‘presente’. La estructura escapa al formato que estaba obligada a ser. El significado está en la obligación del poema a no tener ninguno, a ratificar un estado de habla librada de vicisitudes. En la tercera cara de la moneda es donde la suerte residente esperando ser encontrada; en los poemas, todos para uno y uno para hacer lo que se le antoje, el material retórico no se olvida de lo que ha tocado representar, porque lo que está –y emite–, continúa perteneciendo a la escritura. Devoto de su propia velocidad, marcha hacia algo. En el significado nunca pasa nada, en el ritmo la vida se desvive. Donde este falta, la poesía se echa a perder. El ritmo, a ritmo de ametralladora, impide que en los poemas pueda haber algo escondido de mayor importancia que la rapidez con que todo se oye. Además, ¿importancia en relación a qué?

       Dimensión del bien establecida donde la vida quiera, el poema trae noticias del ahora mismo que al individuo con alma y vida le toca habitar. El lenguaje informa patas arriba de su yo con absoluta actualidad, naturalmente, como esos duraznos en almíbar ‘naturales’ a los que nada les falta para redondear el colmo benévolo de un saber inconfundible. “Las palabras del año pasado pertenecen al lenguaje del año pasado. Las palabras del próximo año esperan otra voz”. Lo dijo T.S. Eliot, y antes, en idéntica veta de modernidad insubordinada y que tanto bien hizo para intentar entender de qué se trata, escribió Rimbaud: “Una noche, senté a la Belleza en mis rodillas. Y la encontré amarga”.

       La belleza a ser hallada en nuestra modernidad cesó de ser dato sucedáneo de referentes anteriores. Ya nadie quiere ser Keats o Baudelaire. Al confirmar su radicalidad de bellezas aglomeradas para seducir mediante el espanto, no la suavidad de los buenos modales, el poema de hoy –y en eso este libro destaca que su actualidad no ha sido comprada– tiene conocimiento de todo lo que no puede ser, porque pasó la hora de que pueda serlo. El futuro le juega una mala pasada al pasado, y la vigencia del presente pasa a estar en vías de extinción, a pesar de que solo exista ahí, en la conflagración de estados de ánimo aferrados a emociones del lenguaje provenientes de instantes engañosos –de ahí su eutimia gozosa–, ocurriendo mientras el tiempo pasa por la página.

       Sin que nada entre sus elementos fundamentales parezca traído de los pelos, Estaciones es la representación del pasado mañana que permite entender la mucha agua que ha pasado bajo el puente de una expresión poética autorreferente, aunque ni siquiera la memoria lo considere a estas alturas posible. Su misterio es el de una música que desautoriza cualquier desatino que no congenie con la armonía debida al lenguaje sumido en tonos y distracciones localizados en medio de una duración ‘solo’ hasta cierto punto, que se espesa con la aparición de nuevas cláusulas sobre impuestas, en sincrónico acto de ballet que aúna superposición y simultaneidad, decodificación y encriptamiento, miento, también lo demás que conecte las varias maneras que el lenguaje tiene para hablar consigo y preguntarse, ¿qué es lo que estoy diciendo, es lo que expreso a expreso pedido de las posibilidades del lenguaje una forma inaugural buscando la manera de hacerse visible? La de Cella en este libro, es poesía de cadencias desconcertantes, inundada por doquier de ideas relativas a la composición, a la ardua tarea de pensar con palabras, al acto de escribir ‘el poema’, las cuales van y vienen, y al oscilar entusiasmadas en sus proporciones, avanzan. Cuando queremos acordar, ya están lejos.

       Geniales en sus errores intencionales de exactitud, los poemas hacen gala de los desvíos del supuesto paradigma central que al parecer carece de sitio donde establecerse, y por eso permanece donde aún no han llegado. Como si estuvieran acercándose al quid del sentido, sienten empatía por acontecimientos independizados de lo empírico. Escuela de secuelas, la perseverancia fotográfica de la imagen de los poemas replica escenas que pasaron por la mente para quedar fuera del radar. Desde ahí alcanzan a ver la realidad salida recién de la imaginación, sin prestar atención a lo que no consiguen comprender. Para qué. La comprensión a nadie salva ni le mejora la vida, tampoco a las palabras que lo han dicho a su antojo. Las bromas geniales de lo anti paradigmático, parodia del paradigma, transforman al poema en acontecimiento en veremos, que está ahí, pero no todavía allí. El entramado versal irradia la idea de que algún día todas las palabras una vez moduladas le parecerán extrañas a la sintaxis. Una cosa lleva a la otra. El poema asume las incertidumbres que obran como por su cuenta, dispuestas en plano secuencia, y de esa manera quieren ser reconocidas y alterar el orden lógico-lineal.

       Gama de registros haciendo de las suyas en primera fila, la poesía de Cella es suma y sucesión de lingüísticas caseras en el anonimato que parecen otra cosa y que por parecerlo tan bien, lo son. Como los de Baruch Spinoza, son mundos que persisten en su ser y por similitud recíproca pueden estar completos a las primeras de cambio. Son realidades antagónicas, tal como lo real emancipado de cualquier mancha empírica viene a demostrarlo. Encrucijada de torbellinos del habla que pasaron a residir donde la vida quiera, Estaciones refiere al ‘ahora mismo’ que al individuo con alma y vida le toca habitar. Va por ahí a la caza de una escucha –trampa de lo audible– que erigió su performance epistemológica en torno a una rara melodía, hasta irresponsable por cómo se encarama en sus aspectos, que de muy lejos se encargó de traer. El poema es la consecuencia de un rescate. Meschonnic decía que Derrida, compañero de universidad, no entendía que “la filosofía es el oído”. El oído de esta poesía, piensa: para poder pasar por la mente, como podría pasarse caminando por un bosque oscuro sin linterna en mano. Oímos a las ideas salir:

Y bien conoce que no es lógica ni sentido ni razón
lo que al pájaro y la planta atañe
sólo un paraguas andrajoso
disfrazado de imparcialidad.

       La detenciones y bifurcaciones de la sintaxis de Cella, de magnífica imprecisión, una que no llega a lo ritmable por un acto de espontaneidad, revela una coincidencia de casualidades a primera vista, según las cuales son más o menos así; ni una cosa ni la otra, todo lo contrario. Desprendidos del entrecomillado, los versos representan estados de indagación libres de reproches a todo cuanto andan buscando. Son como –iguales por lo mucho que se parecen– esa canción que un día escuchamos por haber sido incluida en una banda sonora, y a la que luego entonamos a lo largo de la vida, por más que no recordemos cómo fue que la película terminó.

       Dante Panzeri definió al fútbol como “la dinámica de lo impensado”. El leer la poesía de Cella, escrita con oído melómano (otra rareza admirable considerando que hoy los poetas hablan por no saber cantar), tenemos la leve sospecha de que la prosodia impensada nos ha transportado a un pensamiento auditivo que no había sido estipulado de determinada forma, y no de otra.

       La poesía de Cella es lo que a menudo deja de suceder como continuidad de un pensamiento venido de muy antes, lo que ese tiempo sea. Su dinámica, propagada bajo riguroso control autoral, es la de un trance que pasa de largo hasta que de pronto algo se le atraviesa en medio y la hace ir en contra de lo que acaba de expresar para salvarlo así de la repetición. Se nota la mano de una poeta superior que sabe lo que está haciendo: impide que las cosas se hagan solas, y al hacerlo, las invita a tener buen oído. Acérquense otro poco, nos dicen. Presenciamos la intervención de un todo como sorpresa interpuesta entre lo que está ocurriendo y lo inesperado que no pierde la oportunidad de irse por las ramas; espera del lector algo aparte de la mera interpretación hermenéutica.

       El ritmo cambia de dirección, aunando en inconfundible crisol a la voz hablada con la escrita, la que a tontas y locas va de un lado a otro, del verso o estrofa al furor del fraseo, y no puede sospechar su final incierto. Sin dar tiempo para pensar la respuesta, Cella deja todo en manos de la música torcida de las palabras, las de quien las eligió para nombrar sin intermediarios a los intermediarios, resaltando a suerte y verdad las propiedades del habla natural comunitaria cotidiana, lo no sacro diario, después de haberles dado nueva fisonomía en el poema. Lo nuevo por haber sido recién pronunciado, llega sin advertencia alguna:

Por ahora alto volá como si fueras ave de cetrería
a la que llama el cejijunto rey de los venablos
a traerle las presas de su codicia.

       La poesía de Estaciones es un de repente haciendo su eclosión en el instante menos planeado, tiempo de lo sucedido radicalizando su porosidad para dar la sensación de que le siguen pasando cosas, de que está ahí para que estas le pasen cuanto antes y lo libren de verosimilitudes asociadas a la resolución de sentido.  ¿Por qué siempre la maldita costumbre de considerar al poema como dador de un significado especifico entre los probables sentidos asociados a un modo de considerar todo lo que a la vida tarde o temprano atañe, como si con sus prerrogativas negara su condición estelar de sitio itinerante sin lugar fijo?

       En todo caso, el sentido unificador, con su exactitud aproximada, está de paso, es una circunstancia extrema en medio de una concatenación de ritmos que vinieron a nacer en medio de lo que ya constituyen. Presencia invadida por formas de ser que lo hacen proclive a no ser jamás el mismo, el poema descarta lo que no está dispuesto a admitir; a dejar de quedar inconcluso. Recién a la salida del cine la película comienza. Y en su desempeño encuentra maneras de continuar hacia quién sabe dónde, y de hacer ubicuo el presente de sus actos a continuación, los que no son producto de la casualidad ni acierto ajeno.

       El poema es el tiempo ocurriendo en un momento inesperado de la escritura, una expresión a propósito en busca de acompañamiento. La poesía no se queda estancada en lo que expresa, ni en lo que el silencio diferencia al diferir; es impuntual con el sentido. Al distanciarse de las posibles coincidencias que el pensamiento actuando en la significación pudiera traer a colación, el poema se antepone a las intenciones de acatamiento que pudiera el raciocinio tener. Sus reservas son de postergación; sucede en los planes que se van alterando a la marcha. La iniciativa incorpora inicios, indicios; no es que se trate de dificultar los accesos al supuesto sentido que nos pasará la cuenta, sino de cuestionar lo comprensible. En lo circunstancial, nada es paulatino ni correlativo.

       El poema no anhela la salida del laberinto. Es usina de laberintos en cuyo interior los puntos de entrada son la salida una y otra vez postergada. El afán desconfía de las verdades de fondo. Su resolución está donde aún no comenzó a manifestarse, pero deja intuirse ilimitado, para que la percepción de sí mismo consiga recrearlo entre fisuras y objeciones, sin la obligación de resolverle al raciocinio los problemas. El poema no se muestra en lo que es como unidad de palabras en un mismo espacio impreso. Es lo que se constituye mientras la lectura duda cómo continuar, qué más hacerle decir a lo que no se niega a seguir siendo tal cual no se lo había propuesto:

Sobre mi cráneo pelado y terroso se relame
Buitre burlado por un tejido que no va a servir
hasta que hambre, polvo y cielo sea carroña.

       Casa del mundo y mundos como caza, los poemas de Estaciones preguntan a las respuestas que tienen cerca para dejarlas pensando. Por convencimiento se convierten en todo lo que pueda hacer hablar, en acto en defensa propia siempre bien situado. En su necesario mirar hacia delante, todo lo que pueda ocurrir a esa altura habrá de permanecer flamante. Es un recién llegado a su realidad. Ni religión ni filosofía (no comprendo la manía de los auto proclamados filósofos por vivir relacionando la poesía con la filosofía), aunque rime con una de ellas, la poesía de Susana Cella es lo exclusivo en reclusión que le sucede al lenguaje cuando elige expresar por cuenta propia aquello que no puede ser contado, pues lo que le ocurre nunca está completo; su dicción es una suma de afinidades a ser recitadas, aunque el cantar no sea para eso, sino para hacer que la mente cambie de temas.

       Así como la ven, la poesía de Cella es, y es como, un pasado mañana que permite entender lo que al lenguaje le perturbaba de su pasado. Al sacar de la catalogación a los instantes perdurando en lo inseguro con dispares cantidades, la poesía genera un cortocircuito de ideas en un rave dionisiaco que el lenguaje convierte en palabras decididas a ponerse a pensar en uso de su libre albedrío.

       A una edad ideal para sacar a la inteligencia de quicio y deambular por el lenguaje tomada de la mano con la imaginación, Susana Cella ha escrito un libro de poesía deslumbrante, entre los principales de las tres primeras décadas del siglo XXI. La pelea por lo nuevo otra vez se instala en un escenario inaugural. En tiempos de complacencia acelerada, en los que se puso de moda el escribir ‘sencillo’ (¿nostalgia sesentera?), cosa de que todos entiendan –al pan, pan, y al vino, vino–, Cella toma la posta y a contramano declara, ‘así es como debería ser la poesía de hoy en día’: una de cortocircuitos, de incendios provocados por una piromaníaca porteña, de cocteles Molotov, de bing bangs, ¡bingo!, de no hay página alguna con altibajos, de sublime radicalidad, de sílabas con sus propias cábalas. Es lo sublime signado como belleza de lo extremo, como quilla de un barco rumbo a lo inseguro atravesando las aguas sin naufragar del lenguaje, casi el mismo periplo que para llegar a la orilla faltante emprendieron el barroco y el rococó.

       El lenguaje no está ahí para complacer a los primeros sentimientos que hagan su aparición ‘donde caen todas las arquitecturas’ (genial verso del libro). Con pulso de relojera dispuesta a abolir el tiempo a corto plazo, Cella establece en Estaciones una emotividad desconocida, a partir de cadencias rítmicas del habla asociadas a motivos melódicos y ritmos derivados de recovecos de la mente que de episódicos no tienen nada, aunque esta, la nada asociada a una deriva conversacional y mancomunada, sea el bucle unificador de las partes esparcidas en la sintaxis. Esta, con rango de magnífica, no pasa verso sin cuestionarse a qué modos de actuar del lenguaje debe atenerse. La sal es pro sodio, la poesía, prosodia. Cuestionamiento a partir de preguntas innecesarias que sacan al centro de sus periferias y les otorga un centro, el poema con sus versos superpuestos como matrioshka es historia de lo inesperado cuando la desesperación pasada de rosca dejó de ser designada.

       Con el oído puesto donde la bala impacta, Cella ha conseguido que lo no-integrable supere los esfuerzos y bajos instintos de la interpretación. No en vano, al rondar acechante la estructura de los poemas con niveles de complejidad inusuales, el lector siente de buenas a primeras la proximidad de un presentimiento entrometido. Lo que a la realidad le falta, ocurre antes a fuego lento en los poemas. Con maestría de recursos, sin permitir ni por un ápice que la obviedad de un método en construcción arruine los planes, la poeta nacida en Balvanera advierte que se puede hacer algo flamante con el lenguaje sin que ideas y emociones se pasen de la raya. ¿No es esa la poesía que en un siglo de tanta innovación irrestricta como este debería escribirse? A la respuesta afirmativa agregar, porque el futuro viene con ganas de no perdonar: hay que dificultarle las cosas a la Inteligencia Artificial.


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