Caligrafías

por Ricardo Herrera

 

De Osetchan y Momoko, jóvenes de índole opuesta –consecuente una, tornadiza la otra– nos habla Kenzaburo Oé en las páginas de sus Cartas a los años de nostalgia. Haciéndole eco a la trama de ese libro extraordinario, releído más de una vez desde que apareció en 1987, me entretuve durante los días del reciente pasaje del año escribiendo unos versos dedicados tanto a los fantasmas que rondaron la ancianidad del novelista japonés como a la infancia apócrifa de la fogosa Momoko, quien, en el volumen mencionado, se define a sí misma como “más puta que las gallinas”. De Oé sabemos, por su propio testimonio, que cuando hizo construir su casa de campo en la península de Izu, le pidió al arquitecto que dejara en el techo las vigas vistas, a fin de poder ahorcarse cuando se diera el caso. Aún vive, felizmente, aunque ignoramos si continúa escribiendo sobre Hikari, su hijo discapacitado. De Momoko cuadra aportar algunos datos sobre su infancia, a fin hacer inteligible el exvoto que alude a ella en la secuencia de poemas que van a continuación. Tuvo Momoko tres hermanas menores, próximas en los años, de modo que formaron un cuarteto bastante compacto durante su pubertad. El método educativo del padre, un confuciano estricto, extemporáneo habitante de los tiempos del shogunato anterior a la restauración Meiji, se limitaba a impartir rígidas normas morales y ceremoniosas palizas. Estas últimas consistían en vapulear las nalgas de las hijas, función que por lo general concluía con lágrimas y algún beso o caricia a la piel ruborizada a fuerza de palmetazos. A la hora de hacer el placentero balance de sus hazañas normativas, solía el padre comparar con frutas las formas de las nalgas de Momoko y sus hermanas: unas se le hacían semejantes a peras, otras a manzanas. El castigo tenía un matiz estético, tanto para el verdugo como para las víctimas, que accedían precozmente a la sexualidad con el sádico ritual descripto. Hoy se diría que esas niñas fueron abusadas, pero un siglo atrás, en el remoto archipiélago japonés, aquellas costumbres eran juzgadas de otro modo. No sorprende pues, que las cuatro hermanas en la madurez sonriesen cuando evocaban esos recuerdos de su primer amor, acaso halagadas por las dulces imágenes que evocaban sus bellos cuerpos en el ámbito doméstico.

 

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EN EL BOSQUE DE ETERNA ENSOÑACIÓN

La casa de la vida se ha vaciado,
solo quedan memorias de los muertos
y escasas voces fieles en los libros.

Soliloquios, poemas, aforismos:
frutos de paz y calma madurados
tras la desmesurada desazón.

Dejo en la biblioteca el para siempre
del poema de las reminiscencias
que da lumbre a mis días sin amor:

las páginas de El grito silencioso,
las Cartas a los años de nostalgia,
el bosque de la eterna ensoñación.

Al apagar la lámpara, en penumbras
recorro con la mano de la mente
el delicado pubis de Osetchan.

A mi leve contacto una sonrisa
gimiendo suavemente torna amable
el vacío del mundo. ¿Aún estoy vivo?

Qué ingenuidad… Mi lecho desolado
ahonda el vientre donde aovillo el cuerpo;
será una cuna al alborear la muerte.

 

AL ALBA

Fue la vislumbre de mi calavera
lo que irrumpió de pronto en el espejo.
¿Quién soy? ¿Qué soy en esta hora cruel?
Me hirió el memento mori. Sigiloso

miré la oblicua imagen del desánimo
sin ninguna piedad, atentamente.
Mi palidez maltrecha por la ruina
del trastorno nocturno del insomnio

se preguntó: ¿Cómo seguir? ¿Qué hacer?
Desnudo y medio loco por la pena
penetré con mi prosa en esa escena
de oscuridad temible y silenciosa.

 

EXVOTO

Aún me duele la herida, aún me sangra la mente.
Todavía tus máscaras encubren el yo ausente
que desvela mis noches. ¿Quién eras en verdad?

Una niña abusada buscando sexo fuerte
entre desconocidos; simulando el orgasmo
y escribiendo en su diario la atrocidad nocturna.

Eso fuiste. Y también la poetisa hechizada
por llegar hasta el fondo, suicidarte en tu canto.
Desalmada agonista del amor. Eso eras.

No lograbas amar. Los abusos paternos,
los castigos carnales, la inquietante paliza
tan temida y gozada, esa cruz y delicia

de peras y manzanas palpadas por el padre,
tasadas y premiadas después del vapuleo
destrozaron tu mente, tu poesía y tu eros. 

 

FRENTE A LA ESFINGE

Rara culminación será mi muerte,
porque ella viene justo a coincidir
con el postrer encuentro
de amor fati y demencia.

Un mecanismo cruel –agrega Esfinge–
y harto simple, que opera eficazmente;
un enigma formado por dos signos
contrapuestos, acaso inconciliables.

Hay bondad en demencia, sin embargo,
una bondad ingenua, casi niña,
que amistosa sonríe al amor fati
adhiriendo a la vida con fervor.

Y aun ofrece chipás recién horneados
si el destino se empeña en el propósito
de incluir al suicidio en el debate,
como un mal escolar frente al examen.

Chipá: pan guaraní que Hikari amasa
con despareja suerte desde hace años.
De su tesón emana una ironía
que sostiene mi vida solitaria. 

 

CALIGRAFÍA

Cómo esmeras el trazo al dibujar
tu desgracia en la página. El idioma
acoge la desdicha con severa aquiescencia castellana;
te demanda tensión, austeridad, honor
y un átomo de ornatus en el verso.

Pero hay té de cedrón sobre la mesa
y el ámbito de paz que te rodea
le infunde calidez a tu agonía.
El verdor esmaltado por la lluvia nocturna
busca hacerse un lugar en el poema.

La esbeltez de la pluma cumple la aérea alquimia:
torna el sangriento daño en expresión feliz.
Nada cambia; no obstante se diría
que te ganas el día cuando ahondas
tu descenso a la cueva tenebrosa.

La construcción del yo exige cimientos
que implican paradojas como estas:
descender a tu infierno para llegar a un cielo
donde el yo ya no cuenta, donde el idioma triunfa,
donde el silencio reina.


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