por Ricardo H. Herrera[1]
I
Al examinar la trayectoria de la recepción de la poesía de Ricardo E. Molinari efectuada por Jorge Luis Borges entre los años 1927 y 1941, podemos advertir desde una perspectiva privilegiada cuál fue el grado de adhesión y de rechazo que produjo esa poesía en su gran contemporáneo, referencia obligada y medida máxima de toda la joven literatura argentina de su tiempo. Simultáneamente, el paso por ese itinerario crítico nos permitirá apreciar el entorno cultural que enmarcó la orientación estética de nuestro poeta.
La primera evaluación la encontramos en la reseña a la Exposición de la Actual Poesía Argentina, de Pedro Juan Vignale y César Tiempo; afirma allí Borges: “Ricardo E. Molinari pudo haber sido la gran revelación de esta antología y de puro desganado y secretón, no ha sabido hacerlo. En lugar de su Poema del Almacén o de su Hostería o de sus consejos a la prima Bernarda, ha remitido un tendal de oraciones sueltas que se llaman Tres poemas para una soledad y que se quedan sólo en incomprensibles, sin llegar a misteriosas en ningún verso. Lo redime su sola página autobiográfica”. Es sintomático que Borges no mencione ni la oda inicial de El imaginero (“Oda descalza”) ni las tres elegías que le suceden (“Elegía para un recuerdo presente”, “Elegía para un pueblo que perdió sus orillas” y “Elegía a la muerte de un poeta joven”), cuatro composiciones ejemplares que se ajustan a dos géneros –la oda y la elegía– destinados a tener una considerable descendencia en la literatura molinariana. El veredicto borgeano –más severo con el poema que con el poeta, aunque se fundamente en un presunto trastorno de su personalidad– se publica en la revista Síntesis, en septiembre de 1927. Acerca de sí mismo, escribía Molinari en la página autobiográfica incluida en la Exposición de la Actual Poesía Argentina: “¿Qué podré decir yo, que sea bueno o novedoso, de esta vida que me da Dios? Ocio, nada más. Horas dedicadas a lecturas desordenadas, contemplaciones y algunos minutos, los menos para la amistad…”. Queda claro que se sitúa a contracorriente, a la sombra de Dios y en las antípodas de lo “novedoso”.
Apenas tres meses más tarde, Borges publica en la misma revista su lectura de El imaginero, primer libro de Molinari (el cual, evidentemente, conocía desde mucho antes, ya que la viñeta de tapa fue diseñada por su hermana Norah). Atenúa su anterior veredicto y, subrayando lo que Molinari le debe –tanto en lo que hace a su cordial trato con las palabras como a los reiterados motivos criollos de su inspiración–, apunta: “Ricardo E. Molinari es hombre pudoroso de su alma y sólo comunicativo de ella por símbolos. (…) Su concepto del idioma es hedónico: las palabras le son gustosas, pero no las de tamaño y majestad, sino las de cariño y de estimación. Es poeta de Buenos Aires, de la íntima sustancia provinciana de Buenos Aires. (…) Es poeta de agrados, es una presencia inusitadísima de poesía en nuestra ‘poesía’ y no se arrepentirá el que lo busque”. El autor de Fervor de Buenos Aires, consciente de que se halla frente a una original tentativa de genio, proyecta sobre el poeta su propia estética, haciendo caso omiso de las vertientes españolas y religiosas de El imaginero y de El pez y la manzana (homenaje a Góngora, publicado en el mismo año de 1927, en consonancia con los homenajes que a la sazón se le tributaban al gran poeta barroco en España), dos libros que no han perdido nada de su frescura, no obstante el tiempo transcurrido desde que aparecieron. En la “Epístola” que precede a las veinticuatro octavillas de El pez y la manzana, Molinari insiste en su orientación extemporánea: “Yo he escrito este poema para descanso. (…) En él fui uniendo las palabras con disciplina. Pasión de ocioso, la de arrimar a una, otra –a veces repetida en el curso del poema, insistentemente– para ver cómo con ella cambia el sentimiento, hasta volverse más fino”.
El último juicio escrito por Borges sobre la poesía de Molinari se encuentra en el prólogo a la Antología Poética Argentina, de 1941;[2] se reduce a un lapidario oxímoron: “Una cosa es hablar de poesía católica; otra (…) de los agradables caos de Molinari”. Descartando la decena de títulos publicados por el poeta en la década del treinta, al hacer su elección, Borges opta por el ya mencionado “Poema del almacén”, su pieza favorita de El imaginero, y por algunas estrofas sueltas del Panegírico de Ntra. Señora del Luján (de 1930) que se apartan del tema religioso. ¿Por qué ignora en la antología lo hecho por el poeta durante la década anterior? Probablemente, la ausencia de contención emotiva en la lírica molinariana publicada con posterioridad al Panegírico, sumada a una muy diferente concepción del estilo poético, son los factores que dan lugar tanto a la limitación de la preferencia como a la displicencia de la caracterización del estilo.
Sin embargo, cabe observar que este último juicio de Borges –“agradables caos”– coincide con el primero –“tendal de oraciones sueltas”–, de modo que hay coherencia en la percepción: su sentir no obedece a un rapto de mal humor, sino a un real y continuo desconcierto. Lo que sucede, a mi juicio, es que Borges no percibe el nexo lógico entre los enunciados que se suceden en los poemas de Molinari, y no lo percibe por la sencilla razón de que la mayoría de las veces tal nexo no existe. Desde el principio mismo, Molinari ha trabajado yuxtaponiendo vocablos, frases e imágenes, con un método similar al de la veladura: capas de palabras que difuminan o ahondan la emoción, lo cual no le impide arrojar de pronto una afirmación rotunda o una negación tajante. Las palabras merodean, van creando un tono. Su método, él mismo lo ha expresado claramente en la “Epístola” de El pez y la manzana, consiste en ir arrimando palabras a la emoción originaria a fin de generar una metamorfosis del ánimo. El método ha sido puesto en acto y ejercido a fondo en las octavillas de El pez y la manzana. Se trata de crear una sugestiva urdimbre emotiva, no de perfilar una significación patente. Veamos las octavillas VIII y IX del poema:
VIII
En hiladas hojas, pinos;
puentes de animada música
en el codicioso aire;
piedras en perdida noche,
armado viento en rizado
monte. Resplandor en llamas
y en las ofendidas ondas,
de plumas, negada muerte.
IX
Ámbar en la voz amante,
cuidado mimbre de opuesto
goce; numerosa niebla.
Veleros días en nubes
si el ánima, breve mundo,
contempla álamos y pinos
–quejoso viento– y en campos
de arena, distinto sueño.
¿Estamos frente a un “tendal de oraciones sueltas”? ¿Son estos “agradables caos”? No hay un orden lógico entre las distintas oraciones, por cierto, pero sin duda existe una sabia disposición de vocablos, que crean dos exquisitos objetos verbales. Otro tanto sucede con los poemas de los libros negados por Borges, que contienen las tentativas literarias de Molinari durante los años treinta: Hostería de la Rosa y del Clavel (1933), El Tabernáculo (1934), Epístola Satisfactoria (1935), Libro de las Soledades del Poniente (1939).
A partir de comienzos de la década del cuarenta, que es el momento en que se consolida el estilo de Molinari, su gran interlocutor y antagonista enmudece, no escribe más sobre él.[3] Más allá de la ambigua ironía que fragua el oxímoron de marras (“agradables caos”), lo cierto es que la presencia de Ricardo Molinari en la Antología Poética Argentina era inexcusable, no sólo por la calidad y cantidad de sus contribuciones al género, sino porque su estética supo ganarse numerosos adeptos. Si bien los afectuosos motes que le asestó Borges a Molinari desde el inicio –“desganado y secretón”– no son del todo impropios (ya que los títulos de algunos de sus poemas suscriben ese estado de ánimo, al tiempo que la obra fue abriéndose paso secretamente en ediciones para bibliófilos), lo cierto es que la “gran revelación” presentida por Borges en 1927 se estaba produciendo exactamente en el momento en que él se desentendía de sus coetáneos y empezaba a virar hacia el clasicismo. Con la publicación de Odas a orillas de un viejo río en 1940 –libro seguramente observado por Borges, puesto que aparece citado en las fichas bibliográficas de la Antología Poética Argentina– la voz de Molinari acrecienta su caudal. De esa poderosa emergencia lírica fueron testigos los jóvenes poetas de la generación del cuarenta, quienes acompañaron con fervor el despliegue de la poética de Molinari.
Entre esos jóvenes cabe mencionar a Juan Rodolfo Wilcock, quien publicó su primer libro (Libro de poemas y canciones) en 1940. Es el poeta más joven incluido en la Antología Poética Argentina, no obstante estar muy influenciado por la orientación romántica que Molinari logró imponerle a la poesía argentina. Borges acepta en el discípulo lo que niega en el maestro. Más allá de las afinidades intelectuales entre Borges y Wilcock (ambos anglófilos), se diría que a la hora de buscar un poeta joven para incluirlo en la antología, resultaba imposible desentenderse del sesgo romántico que tomaba la lírica de la época. Templado en el fuego del surrealismo español –el de Juan Larrea, Vicente Aleixandre y Federico García Lorca (con quienes Molinari trabó amistad durante una breve estadía en España durante el año 1933)–, dicho romanticismo buscó extender posteriormente las ramificaciones de su filiación aproximándose al romanticismo inglés, algo que también estaba intentando el poeta español Luis Cernuda, exiliado desde 1938 en el Reino Unido.
No es casual, por ende, que en el epígrafe de una de las composiciones incluidas en Odas a orillas de un viejo río pueda leerse un verso de Keats, tomado de su oda “Al otoño”: Close bosom-friend of the maturing sun (“Compañero entrañable del sol casi maduro”).[4] Su inclusión en el libro acaso sea índice de la conciencia de la madurez alcanzada por el poeta, tanto en lo que se refiere a su edad como a la plenitud de los frutos de su expresión lírica. El culto de Keats tiene prolongaciones impensadas durante la época: Julio Cortázar publica un escolio Sobre la urna griega en la poesía de John Keats en la década del cuarenta,[5] y entre 1951 y 1952 escribe –aunque mantiene inédito– su Imagen de John Keats, libro en el cual Molinari aparece citado en las primeras páginas (“Yo pensaba en Ricardo Molinari, otro de la banda de John entre nosotros…”[6]). Al mismo tiempo, traduce el volumen de Lord Houghton titulado Vida y cartas de John Keats, publicado en 1955. También Borges cede a la corriente, aunque de modo tangencial, al incluir su ensayo “El ruiseñor de Keats” en Otras inquisiciones, de 1952. Finalmente, en 1958 aparece en edición para bibliófilos la traducción en verso de dos odas de Keats –To a Nightingale y On Melancholy– realizada por Juan Rodolfo Wilcock.[7] En relación con el matiz revolucionario que la palabra “romanticismo” logró a adquirir en aquellos años, conviene transcribir la definición que de ella nos da Cortázar en su Imagen de John Keats, ya que la reivindica sin vacilaciones:
“La palabra romanticismo suena mal en esos oídos donde el demonio de la asociación fácil provoca de inmediato algunos ecos cis y transpirenaicos, / Zorrilla, el duque de Rivas, / Espronceda / Hernani, los chalecos rojos, / Musset, Chopin, George Sand, / y ni hablar de las penas del joven Werther, / sucesores llorones Amalia / que poco o nada tienen de vivo en estos tiempos de un romanticismo más original (de “origen”) como, por ejemplo, el surrealismo. (…) En el gran romanticismo inglés no hay egotismo al modo cultivadamente subjetivista de Lamartine o Musset; / no hay mal del siglo endémico. La idea general consiste en que el mundo es deplorable, pero la vida –en o contra el mundo– guarda toda su belleza y puede, en la realización personal, transformarlo. Otra idea conexa es que el llanto debe reemplazarse por el grito, la elegía por la oda, la nostalgia por la conquista”.
No sé hasta qué punto puede afirmarse que Molinari haya realizado ese reemplazo del que habla Cortázar, ya que toda su lírica está sometida a la ley de la condicionalidad. A partir de la primera de sus odas, la “Oda descalza” de El imaginero, aparece una partícula gramatical, la conjunción “si”, que denota condición; también un modo verbal, el condicional, que tiende a reiterarse. Transcribo el inicio de la oda:
Si todos mis días pendieran del pico
de la paloma,
la esperanza nunca se extraviaría
en la tiniebla de la manzana.
El condicional indica aquello que se desea y no se cumple; también puede expresar una hipótesis. En Una rosa para Stefan George (1933) leemos: “Si el tiempo tuviera sentido / como el sol y la luna presos; / si fuera útil vivir, / si fuera necesario…” La Epístola satisfactoria (1935) comienza con otra hipótesis: “Si cesara el aire, si no hubiera ruido / y la alegría se cayera por las ventanas / al suelo. Si yo viera tu rostro mojado / saliendo del río…”. En la “Oda al viento que mece las hojas en el sur”, de El Alejado (1943), Molinari vuelve a insistir: “Si pudiera olvidarme de que viví, de los hombres, de otro tiempo, / del ácido de algunos tallos; de la voz, de mi lengua extraviada en las nubes, / ¡de muchos seres que a veces no mueren con la madrugada!”. Las cuatro citas bastan para perfilar cabalmente la tonalidad y la intensidad de la huraña inspiración del poeta misántropo.
Es la tensión extrema generada por la antítesis entre la experiencia histórica y la promesa paradisíaca, entre la noche oscura del alma y la luminosa esperanza, la que impone el uso de la conjunción que indica condición. De ahí que la poética molinariana vaya gradualmente desplazando su centro de la presencia a la ausencia, ausencia que asume las formas devastadoras del desgarramiento, del aislamiento, de la muerte. La génesis de todo poema que se nutre del recuerdo de la vida no es separable de la conciencia de la pérdida de lo vivido; y, a partir de un momento dado, precisamente cuando comienza la desintegración de la alegría vital que anima sus primeros tres libros –El imaginero, El pez y la manzana y El Panegírico de Ntra. Señora del Luján–, se puede afirmar que casi todo es pérdida en el horizonte existencial de Molinari. Digo “casi” porque aparte de su religiosidad de fondo, sólo hay dos realidades que se mantienen firmes en la superficie cotidiana: la naturaleza y la palabra poética, fuentes ambas de calma y de consuelo. Si bien el condicional convoca de un modo tácito el retorno del amor perdido y de la vida ausente, el enunciado hipotético confirma que el llamado está articulado por uno que ha comprendido cabalmente que ni el amor ni la vida volverán.
No vuelve, no, la luz, ni la mañana;
no, ni la primavera alta, perdida.
No vuelven; no, imposible; no, la vida,
la ausencia, el aire, ni la sed lejana.
No; para qué, nadie vuelve, no –vana–,
la rosa de otro día, despedida.
El esmaltado ramo, la hora ardida;
aquel rostro, aquel río, una hora ufana.
No; nunca, muerte mía; no, qué horrible.
Déjame en bien o en tiranía sola,
absoluto, sujeto, deshabido.
Ciego y ausente para mí, terrible;
áspero, mudo –nada–, quizás ola,
amor; sí, increíblemente sucedido.
Las formas fijas no son el fuerte de Molinari. Al usarlas, no logra desprenderse del léxico áulico de los barrocos, no explota con ellas su rareza legítima. Pero en este soneto único (incluido en El huésped y la melancolía, de 1946) su técnica de yuxtaposición de vocablos consigue dar el máximo de sí. Repitiendo una negación tras otra, superando el obstáculo de la indigencia, aprovechando la tortuosa escala que propone la forma, potenciando la imaginación auditiva en cada giro de la elipse, en cada pausa, la voz logra esculpir una suerte de maciza columna que expresa acabadamente su tormento. No obstante ejercitarlas con constancia, lo suyo no son las formas fijas sino la libertad, la libertad que posibilita la oda o el poema abierto: amplitud sin márgenes que le permite fundir su deseo o su desasimiento a la vasta extensión de la llanura desierta y hermanar su voz con la energía de las fuerzas elementales que la recorren y animan. La pampa con su fauna y su flora, los vientos, las constelaciones australes y los grandes ríos de la Argentina son constante ocasión de poesía; son también la más genuina compañía de su soledad.
Cuando Molinari ha teorizado sobre su oficio, lo ha hecho en términos que no dejan ningún margen para las presunciones del intelecto: “la poesía –ha afirmado en su discurso de recepción académica– es la aventura del sentimiento, del oído, la piel, la lengua y la insoslayable soledad de la tierra”. Es por la dilatada y abrumadora presencia de la soledad que el sentimiento tiene en su obra las características de una realidad avasallante, que convulsiona a la palabra hasta la raíz; estremecimiento que, como ya lo hemos señalado, está relacionado con la asimilación de las estéticas literarias en boga durante la década del treinta. En efecto, cuando Molinari hizo su viaje a España en 1933, García Lorca y Aleixandre están en plena efervescencia surrealista. Son los años de Espadas como labios y La destrucción o el amor, libros con los cuales su poesía amorosa guarda una muy estrecha relación. Por otra parte, basta observar el dibujo que para la edición de Una rosa para Stefan George realizó García Lorca para comprender cuál fue la atmósfera que nuestro poeta respiró en la península ibérica: una suerte de liberación del inconsciente profundo que derivó en la búsqueda, el encuentro y la vehemente entrega al extravío amoroso. Sin embargo, a diferencia de Aleixandre, hay en Molinari un inocultable rechazo en el centro de su avidez; rechazo que le hace rozar con intolerable viveza los límites de su ser: “Huir. Huir hacia donde el mar no lleve cariño / en las hojas, / donde no haya asfixia y tu nombre de piedra y espinas / se oculte en montones de arena y conchas. / Pero el amor es el amor, y nadie puede desterrar una raíz de plata / con destino y latidos…”
Como es natural dentro del marco de la estética surrealista, las certidumbres de su sentimiento confían más en el vigor de la entonación que en la coherencia lógica de las proposiciones. No por eso su verso pierde de vista la función semántica. Sin embargo, ya sea que afirme o niegue, Molinari lo hace con impaciencia, dramáticamente, dominado por el deseo o la repugnancia, por la angustia o la nostalgia, sin ensayar ningún tipo de justificación racional, ya que el sentimiento legítimamente puede manifestar impulsos contrapuestos. Tanto sus intuiciones como sus atisbos místicos nacen de su total fidelidad al sentimiento, fidelidad que puede adquirir las características de un tenaz escepticismo si la palabra intenta explorar racionalmente ese mundo: “Nadie sabe nada, nunca. Nada. / Todo es eso. ¡Ansiedad vuelta hacia dentro, / sorda, detestable; alejada!”; “Saber, conocer, ¡qué inutilidad! Nadie recoge nada; acaso el amor o el olvido saben, quizás el alma, cuando abandona la terrible máscara del cuerpo”.
Paralelamente a esta tendencia, circula otra en su obra: la que lo lleva a cultivar la poesía pura o, mejor dicho, la poesía de la palabra depurada de toda huella pasional. En relación con la devoción de Molinari por la palabra poética, recordemos la observación inicial de Borges: “Su concepto del idioma es hedónico: las palabras le son gustosas”. Ese placer se extiende a la caligrafía misma, al poder imaginario de los signos: presencia y dignidad de ritmos visualizados que perduran, que sobreviven el instante de la fugaz enunciación. De ahí nace su gusto por las ediciones compuestas a mano, impresas sobre mórbidos papeles también hechos a mano, muchas veces acompañadas de dibujos y grabados originales de pintores amigos. Disponiendo la aproximación entre poesía y pintura, su escritura pretende trascender la condición de mero sostén del idioma hablado; se transforma en búsqueda casi mística de una materialidad imaginaria de las palabras dentro del poema mismo. Leamos unos versos de un poema de El huésped y la melancolía, en los que se produce una simbiosis total entre ser y grafía, en tanto el poeta se representa a sí mismo absorto en la contemplación de la función sagrada de los signos:
… bellas palabras, perdidas
entre el céfiro y la luz,
increíbles. Sí, palabras,
eternidad profunda; mías
de haber estado mirándolas.
Castidad luciente, sola;
ay, el aire sin el aire,
asombrado y delicioso.
¡Eterno sin mí, sin nadie!
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
… Palabras: aliento amado;
olvido y región del alma.
Ardidas, quién las miró antes
de mí, ¡sin mí!, sin el polvo
y el áspero abrasamiento
de mi lengua demandada
por la nostalgia. ¡Palabras:
estíos aprisionados;
ay, cómo las quiebra el viento!
II
Consideremos ahora algunos aspectos literarios de la religiosidad de Molinari, la cual se pone de manifiesto ya en el primer poema de El imaginero, libro que se ubica de modo explícito en la línea de la tradición católica. La intención es examinar cómo incide esa tradición sobre la organización formal y semántica de la obra poética. La influencia se hace patente desde el comienzo mismo, ya que lo que distingue a Molinari de sus coetáneos es la índole constructiva de sus iniciales tentativas literarias. Huérfano de padre y madre desde su primera infancia, su fundamento existencial es una frágil membrana con escasa tolerabilidad a la vida. Por ende, no hay en él espacio psicológico para los quebrantos artificiales: las experimentaciones literarias, las rupturas, los quiebres. En El imaginero, como hemos visto, la esperanza pende del pico de una paloma (la paloma bíblica posterior al diluvio) y tiene una fatal tendencia a extraviarse en la tiniebla de la manzana (la manzana que ocasionó la expulsión del Paraíso). Consecuentemente, abrazado a la fortaleza que le transmite su fe, Molinari se presenta como un tradicionalista con aristas trascendentales. Lo dice claramente la octavilla final de El pez y la manzana, una suerte de adiós al ornatus:
Ya no ha de ser la palabra,
vistosa escama, galera
de espumas, la que describa
el día. (Hoy en la empresa
del ancla va la granada
sobria en navegante espera.)
Soledad, ocioso espacio;
álamos, perdida tarde…
La tensión de la estrofa se polariza entre el “vistoso” barroquismo de la imaginería y la “sobriedad” del trascendentalismo de fondo. Entre ambos extremos, la soledad, la orfandad, el gran abandono que opaca los últimos dos versos. El libro siguiente, Panegírico de Ntra. Señora del Luján, se abre con una luminosa fanfarria órfica en la cual el cántico de la creación se funde con el canto del propio poeta:
Cantar. Cante al dichoso día el viento
y a la mañana, el sol llene de luces;
la pintada ala silbe acompañando.
La flor repose sobre la hoja. Atento
quedará el jardín. Solo. –Tú conduces,
hermoso viento, un crespo mar, cantando–.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Al jubiloso día cante el viento;
la desatada trompa en esperanzas
sueñe: batalla hermosa. Soberano
cielo. De amores esté contento
el pecho; libre el corazón en danzas
goce, inconstante…
El canto tiene una evidente función restauradora, puja por levantar un ánimo quebrantado en la más tierna infancia. Tras la obertura primaveral, comienza la narración de la leyenda de la Virgen de Luján en un estilo llano, ingenuo, narrativo. El libro concluye con una íntima plegaria a la madre de Dios: “Quiero que mi vida sea libre y el animoso pecho obediente; / que un generoso sueño lo alegre. // (…) // ¡Señora, lo mío tú lo sabes; que tus trigueñas manos me hospeden! ¡Que nunca me olvide la razón! // Como la granada quedo esperando…” Tres años después de escritas estas palabras, viene el vendaval de la crisis, un vuelco a lo irracional que se prolongará por mucho tiempo, haciendo tambalear de un extremo al otro el orden espiritual de Molinari, cambiando el tono de su voz, oscureciendo los colores de sus imágenes. A partir de ese momento, el instrumento cognoscitivo deja de estar asegurado por el credo católico; el poeta avanza a ciegas a través de las ruinas del desastre pasional. La forma cede sus bordes y comienza la noche oscura del alma. En la exploración de esa noche se encuentran muchas de las páginas más logradas de Ricardo Molinari:
Aquí el sorprendido, el alejado de su lengua. Aquí el abandono,
la vaguedad del anochecer
sobre el herbazal. ¡Las palabras y las lagunas tensas y ciegas!
Mi distracción,
igual a un ave del crepúsculo, pasa y vuelve sobre un monte
y los árboles solos, aparecidos, de estas superficies.
Golpea el mar, rompe y huele y rueda, tanto espacio
lo atrae y aleja desparramado ante mi faz e incertidumbre
íntima y cautivante, como un resplandor
insaciable y deshecho.
Recoge el viento toda la noche; la tierra se contiene dura
y pesada tal una maroma.
Y comienza el terror sabido e implacable;
los dioses y los seres empiezan obscuros a andar y soplarnos
el vello con el ríspido helamiento nocturno,
con la imagen extendida de lo pasajero y su inútil mito asombrado.
La noche levanta quieta su servidumbre, y endeble el ser tienta
sus agrias fuerzas,
su morada menuda, el señorío, cogido y arrebatado.
¡Y el campo se entretiene ciego como una amapola![8]
La lírica íntegra de Molinari, desde El imaginero hasta El viento de la luna, está determinada por su experiencia religiosa de la vida: su expresión no hace más que profundizar las que podríamos denominar “potencias naturales del alma”, obteniendo de los riesgos religiosos de la vida psíquica una energía y una tensión inigualables para la poesía. Poseer una sensibilidad saturada de religiosidad no equivale, sin embargo, a detentar sólidas convicciones teológicas: si las tuviera, quizás ellas podrían otorgarle cierta ayuda, dispensarle algún resguardo, pero la voz más honda del poeta lo que viene a decirnos, pese a su temprana adhesión al catolicismo, es justamente que no hay convencimiento teológico o filosófico con el cual protegerse cuando uno arriesga su voz más profunda.
La voz de todo verdadero poeta constituye mucho más que un estilo. Como es obvio, las modulaciones de la voz están ligadas a un determinado vocabulario, a una personal sintaxis y a otros rasgos propios, pero todo ello sólo serviría para fraguar una superficial marca de identidad si la palabra no estuviera animada por la tensión del tiempo. En tanto poeta puro, Molinari aspira permanentemente a hallar un orden verbal que lo libere de la duración, pero en la medida en que su palabra expresa el desorden emocional de su psiquismo, el tiempo se transforma en dimensión palpable del enigma. Es en la oscuridad de la conciencia afligida por la irrevocabilidad del acontecer donde su palabra poética realiza su trabajo de luz, purgando el espíritu al expresar su desorden: iracundia, insaciabilidad y avidez que, lógicamente, provienen de su exigencia de destino, de cumplimiento vital.
Cuando se deja poseer únicamente por los impulsos del sentimiento, la anhelante interioridad de Molinari se debate en sus poemas como un pájaro atrapado en el hermetismo del cuerpo, un pájaro que choca enceguecido una y otras vez contra los muros de la carne; o, ya en otro plano, como un ser que se frustra por los límites que le imponen las circunstancias históricas de su país. Sólo al volverse hacia la naturaleza salvaje y desierta, como si reclinara la pesadumbre de su ánimo en un mundo libre de desasosiego, o al huir hacia el olvido de sí mismo por las simétricas arquitecturas sonoras de la poesía pura, puede, libre al fin de todo cautiverio, solazarse solitario en la mística belleza de su vuelo.
Pese al evidente parentesco de la inspiración molinariana con la sensibilidad romántica, coexisten en su obra –sin llegar a una síntesis– muchas tradiciones: la medieval, la renacentista, la barroca, la popular española, la popular argentina. Hay incluso poemas de ascendencia galaico-portuguesa. Ello obliga, al hablar de su poesía, a parcelar su compleja y abigarrada obra, a elegir la contribución que uno estima esencial. Mi punto de vista al respecto es el siguiente: si bien tanto El imaginero como El pez y la manzana y el Panegírico de Ntra. Señora del Luján son de una exquisitez sorprendente, la voz madura nace después de publicados esos libros iniciales, cuando Molinari se pone en contacto con el surrealismo español. Es merced a la convulsiva libertad conferida por esa estética –controlada paulatinamente por un ritmo cada vez más grave, más hímnico– que Molinari accede a su más intensa y personal expresión. Sin renegar de aquel estallido lingüístico, el poeta irá depurándolo, buscando una dignidad interior y un decoro formal que, por definición, jamás podrían hallarse en la catarsis surrealista. Esa decantación, ese querer aliar la mesura a la desmesura, no constituye una regresión, sino una natural búsqueda de equilibrio y armonía. Aún en 1969, en su discurso de recepción académica, podemos extraer de sus palabras una declaración de fe surrealista: “Casi me atrevería a decir que sin proposición tácita, la palabra, o ellas todas, pujan entre sí y crean un verso que alguna vez brota inesperado, y casi siempre, de peregrina esencia y trabamiento. A mí (…) me ha ocurrido algún verso que, con honestidad, no me siento capaz de imaginar, por mayor dedicación intelectual que me propusiera en componerlo”.
Pudoroso y retraído, católico y tradicionalista, desdeñoso del presente y prendado del pasado, así se nos aparece en sus primeros libros la personalidad poética de Molinari. Luego de su viaje a España, y en tanto que lírico del amor, el poeta desborda prontamente esos límites ideológicos, arrebatado por una fuerza que todo lo trastoca, y lanza atropelladamente su palabra a debatirse con la desolación existencial y geográfica que lo secuestra y retiene: la Argentina, por supuesto, la Argentina amada y padecida de sus poemas.
Si pensamos en la sobriedad y contención de sus compañeros de generación –Borges, Mastronardi, Marechal– rápido se advierte hasta qué punto es única su situación literaria: es el más tradicionalista, el más melancólico, el más silencioso de todos ellos, y, al mismo tiempo, paradójicamente, el que más lejos ha ido en el ejercicio de la libertad, el que más ha clamado por ella, el que más abiertamente ha confesado su delirio pasional. Es también el que menos ha dependido de la voluntad, el que menos se ha sustraído a los dictados de la inspiración.
Sus poemas mayores (desde los bosquejos de Hostería de la Rosa y del Clavel hasta las definitivas odas de El huésped y la melancolía) parecen surgir de una larga contención del sentimiento, ser la extrema, desmesurada consecuencia de una feroz lucha interior. Un largo y truncado debate entre el pasado y el presente, entre la carne y el espíritu, entre el amor y la muerte, entre el yo y los otros, aflora –con la impulsividad del deseo y la angustia– y se plasma en la palabra. Arrebatada por la irracionalidad de los humores, rescatando apasionadamente unos pocos días luminosos separados entre sí por un mar de tedio, así sentimos la voz de Molinari sofocar sus gritos en esas páginas. Su triunfo expresivo conlleva la conciencia de una completa derrota vital. En la medida en que del tiempo sólo se reivindica el pasado, no hay amparo para su canto: todo es abandono, desamor, soledad. Se diría incluso, al escuchar su lamento, que no hay ni tan siquiera la posibilidad de comunicarse; de ahí el obsesivo girar de la palabra en torno de unos pocos núcleos pasionales, para finalmente volverse sobre sí trepando por la espiral barroca del soneto, buscando en su propia belleza la sola imagen de eternidad que a la desdicha y a la pasión puede serles otorgada.
Es la permanente fidelidad del poeta a su experiencia simultánea de amor y desamparo la que le da a su voz una fuerza persuasiva única. La constatación de las pérdidas y del abandono alcanza tan alta tensión lingüística sólo porque corre paralela a la exigencia de valores vitales y espirituales absolutos. Así, negaciones como “No; no quisiera volver jamás a la tierra; / me duele toda la carne, y donde ha habido un beso me arde el aire”, deben leerse sin perder de vista las correspondientes afirmaciones que las complementan y tornan comprensibles: “Quisiera amar inmenso, salvarme / igual a una rama que florece en la basura”. Y es que el misterio, en su obra, por las particulares circunstancias de su experiencia vital, se insinúa como desgarramiento incomprensible justamente porque ha sido precedido por la ilusión de la felicidad, felicidad de algún modo recuperada al contemplar la naturaleza o al participar con sus palabras en la creación poética.
Sólo la poesía pura y la naturaleza inculta (objeto del recurrente beatus ille horaciano que, por mediación luisiana, vemos despuntar aquí y allá en sus páginas) le brindan intermitentemente a la voz una vislumbre de luz y de calma para contrarrestar la gravitación que ejerce sobre el psiquismo el tormento vital. Como si fuera la faz angélica de un todo donde lo demoníaco-pasional sojuzga tiránicamente su parte de misterio, la naturaleza llega a ser imagen de paz en un escenario lírico dominado en gran medida por la desesperación y la congoja. La naturaleza, sin embargo, le concede un sosiego relativo, de moderada eficacia, porque si bien por un lado Molinari recibe imágenes del paisaje, por otra parte, indirectamente, recibe avisos de su precaria situación existencial, amenazada constantemente por el aislamiento. La llanura deviene entonces una geografía metafísica donde el vacío del paisaje se ahonda hasta el espanto, convirtiendo en una quimera la esperanza de vida.
Cuando la llanura está arrebatada por el aliento divino del origen, por el soplo elemental del viento, la naturaleza le otorga un momentáneo amparo al permitirle el olvido de sí. Lo natural también suele ofrecerle a su espíritu una ilusión de plenitud en la primordial alegría de ser de los animales. Tanto lo sobrenatural –el encantamiento angélico de las oscilantes hierbas, de las cambiantes nubes– como lo subhumano –la compañía nunca enojosa de los animales–, en la medida en que dominan conjuntamente el escenario de la llanura, constituyen en esta poesía una transitoria patria para el alma del hombre. Pero, en cuanto la presencia omnímoda de lo salvaje se suma a la ausencia de lo humano, o, más precisamente, a la falta de fe en lo humano, esa alma no puede dejar de percibir su orfandad existencial, y ello se traduce, lógicamente, en soledad. La llanura se transforma en imagen de un desierto. “Todos estamos muertos y hastiados de otra gente –escribe Molinari–; sólo las flores, los cantos y los animales, nos entretienen”.[9] Y también:
Cuando se llega para vivir con unos sacos de carbón
y se siente que la piel
se enseñorea de hastío,
de repugnante soledad; que el ser es una isla
sin un clavel,
se desea el otoño, el viento que come las hojas
como a las almas; el viento
que inclina sin pesadez las embriagadas hierbas
para envolverlas en el consuelo de la muerte.[10]
Declaraciones como estas no son raras en su obra. Quizá para muchos implique una insensibilidad esta forma de valorar la presencia de los semejantes (“sacos de carbón”), o tal vez encuentren que hay en este tipo de aserciones una manifiesta limitación espiritual, ya que la inapelable petición de muerte brota no tanto del exceso de misticismo como de la deplorable carencia de excelencia que el poeta advierte en la realidad. Sin embargo, no sé hasta qué punto se puede encontrar injustificado su desprecio por toda responsabilidad compartida en la construcción de una sociedad enteramente privada de espíritu. Podría serlo, en todo caso, si no hubiera, como de hecho lo hay en esta obra, una desesperada búsqueda y exigencia de comunión, íntimamente vinculada a una innegable tendencia religiosa.
Son pocos los libros que de alguna manera escapan a la mutabilidad de los tiempos que los originaron: sólo aquellos que coronan una época y, al volverse en cierto modo intemporales, tornan superfluos los incontables esfuerzos expresivos que los precedieron y, en definitiva, los posibilitaron. Tal vez no sea éste el caso de la abigarrada obra poética de Molinari, pero en tanto muchos de sus poemas encarnan de manera ejemplar las dificultades con que se topa la naciente vida del espíritu en un ámbito entre indiferente y hostil, su poesía pertenece por entero a un proceso que entre nosotros no tiene miras de resolverse en lo inmediato. Precisamente por ello, por haber afrontado con sinceridad y entereza esta situación, por haber sabido extraer poesía expresando y combatiendo sentimientos tan devastadores como el aborrecimiento y la repulsa, la lección de la experiencia poética de Molinari es fructuosa, ineludible, necesaria. En sus nunca soslayados riesgos, esta lírica muestra de manera paradigmática los bienes y los peligros que depara la aventura creadora, ya sea que se vuelva hacia sí misma y encuentre en el retraimiento su única alegría, ya sea que, asomándose al mundo de los otros, reniegue del futuro y la esperanza. No hay complacencia en este rechazo, sólo la verificación de un obstáculo insalvable que el poeta se rehúsa a franquear con el salvoconducto de un convencional moralismo que no siente verdadero[11]:
Quizás –en él– haya tomado el desdeseo, y las
penas áridas
del alma le lleguen abiertas, o lo abrasen y
deshagan sin mover los ojos
ni el cabello reseco encoja, desasosegado, al
recibir los gruesos vientos
de su nación; lo extraviado, que lo propuso
a la desprendida nada, al tiempo
desentendido y escueto,
y angustioso. Extraño
lo hallarán los pájaros,
los descendientes temporales cansadores,
mirando las horas sin esplendor, los días
muertos y desconocidos.
Allá, donde acaso quiso;
donde llama
la perdiz grande;
arriba, en donde aún resuena el tambor,
en mágico vacío
vague.
[1] El texto fue escrito como prólogo a la Obra poética de Ricardo E. Molinari, que la Academia Argentina de Letras quiere editar cuando consiga los fondos. Fue publicado en el número impreso Hablar de Poesía #32 (noviembre 2015).
[2] J. L. Borges, S. Ocampo, A. Bioy Casares, Antología Poética Argentina, Prólogo de Jorge Luis Borges, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1941.
[3] Quisiera dejar de lado las numerosas anotaciones sobre Molinari incluidas en el Borges de Adolfo Bioy Casares, limitándome a lo publicado por Borges, pero no resisto la tentación de citar la única mención favorable: «BORGES “La mañana, de Gilardi: qué lindo título. Otro título es el de Molinari: Mundos de la madrugada”. SILVINA: “No me gusta”. BIOY: “Está demasiado construido”. BORGES: “Tal vez, pero es mágico”». Adolfo Bioy Casares, Borges, Bs. As., Destino, 2006, p.570.
[4] Versión de Luis Cernuda.
[5] Revista de Estudios Clásicos (Universidad Nacional de Cuyo, Instituto de Lenguas y Literatura Clásicas, Mendoza), II, 1946.
[6] En el capítulo We band of brothers, de Imagen de John Keats, Alfaguara, 1996.
[7] John Keats, Odas, Colección de poesía “La Cabellera”, F. A. Colombo, Buenos Aires, 1958.
[8] Final de la “Oda cuarta a la pampa”, de El Cielo de las Alondras y las Gaviotas (1963).
[9] “Sombras de romances. Ramírez”, de Unida noche (1957).
[10] “Oda a una larga tristeza”, de Odas a orillas de un viejo río (1940).
[11] “Endechas” (III) de La hoguera transparente (1970)