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Robert Browning – Mi última duquesa

Robert Browning – Mi última duquesa

por Alejandro Crotto

De la galería de villanos de la literatura, uno de los más fascinantes es el que habla en un poema de Robert Browning: “My Last Duchess”, “Mi última duquesa”. El poema fue escrito en 1842, y es un monólogo dramático en el que un Duque renacentista está terminando de concertar con un emisario los detalles de su próximo matrimonio con la hija de un Conde. En medio de la charla, ha descorrido la cortina que velaba un retrato (la costumbre de velar los retratos era común en el Renacimiento, delicadeza ajena a nuestras desaforadas publicidades sonrientes) y le cuenta al emisario que la retratada fue su primera esposa. Alaba el retrato, habla después sobre ella y da a entender de manera bastante clara que ordenó matarla por algunos defectos, ciertamente menores. En el poema, el lector es puesto en el lugar del emisario y mientras escuchamos al Duque nos llega la historia ominosa sin que dejemos de sentirnos cautivados por la autoridad aristocrática de su discurso.

Como otras veces, Browning escribe a partir de personajes y situaciones reales. El Duque está basado en Alfonso II, Duque de Ferrara en la segunda mitad del siglo XVI. Su primera mujer murió, presumiblemente envenenada, tras tres años de matrimonio, y luego el Duque se casó con la heredera del Conde de Tirol. El enviado para negociar los detalles del segundo matrimonio fue Nicolás Madruz, nativo de Innsbruk (de ahí la mención a la ciudad). Los artistas Fray Pandolfo y Clauss de Innsbruk, que aparecen al principio y al final del poema, son inventados.

El poema está escrito en pentámetros yámbicos pareados, 56 versos de rima AABBCC etcétera. Eso resulta decisivo: el discurso que plantea y resuelve con tanta gracia las consonancias sin perder su fluir natural es lo que crea esa figura de brillantez y autoridad que nos fascina pese a lo ominoso de la historia que nos deja adivinar. Y esa misma autoridad nos permite entender que el Duque ha dicho lo que dijo con toda intención, para dejar en claro qué espera de su próxima duquesa.

Comparto el poema y mi traducción en alejandrinos pareados:

MI ÚLTIMA DUQUESA – FERRARA

Esa pintada ahí es mi última duquesa;
parece que estuviera viva… ¡Considero esa
obra una maravilla! Fray Pandolfo, apremiado,
trabajó con esmero, y ahí ve usted el resultado.
¿Quiere sentarse un rato a mirarla? Nombré
a propósito a Fray Pandolfo porque sé
que al ver mis invitados la expresión retratada,
la hondura y la pasión en su honesta mirada,
se dan vuelta hacia mí (como bien se imagina
nadie que no sea yo descorre esta cortina)
como si pretendieran, de atreverse conmigo,
preguntar sobre el brillo del retrato. Le digo,
no es usted el primero… y que el tierno rubor
no es la mera presencia de su esposo y señor;
Pandolfo se atrevió quizá a decir: “El manto
vela así la hermosura de la muñeca” o “Cuánto
lamento que no pueda el arte hacer justicia
al modo en que el matiz de la luz acaricia
el cuello de la dama…”. Eso era un inocente
cumplido, creería ella, motivo suficiente
para encenderse así. Ella era demasiado
–¿cómo decirlo?– fácil de contentar; su estado
normal era el asombro; cualquier cosa que viera
la dejaba admirada… ¡Señor, como si fuera
todo igual de valioso!: mis regalos, la huida
de la luz al ocaso, la rama florecida
que arrancó para ella un bruto en el jardín,
la mula blanca en la que se paseaba… En fin,
todo esto que le digo, cada una de estas cosas
hubiera suscitado palabras elogiosas
o su rubor al menos. Ella le agradecía
a cualquiera –y está bien, pero parecía
que igualaba los siglos de alcurnia de mi nombre
a cualquier otro don… ¿y cómo puede un hombre
como yo rebajarse a marcar nimiedades
de ese tipo? Aun si uno tuviera habilidades
–que por cierto no tengo– en el arte retórico
para poder decir de modo categórico
a alguien así “eso estuvo muy bien; eso otro, mal;
en esto faltó un poco, aquello es lo ideal…”,
y aun si ella se dejara aleccionar en todo,
sin pretensión, igual sería en cierto modo
rebajarme. Y yo no me rebajo jamás.
Me sonreía, sí… ¿pero a quién no, además?
La cuestión empeoraba. Di instrucciones precisas.
Y entonces se apagaron de golpe las sonrisas.
Ahí está, como si siguiera viva… ¿Vamos?
Abajo nos esperan. Respecto a lo que hablamos,
le repito: la célebre y probada largueza
de su señor el Conde brinda plena certeza
de que no habrá problemas de dote, aunque obviamente
su preciosa hija en sí es lo que tengo en mente,
como dije al principio… No; bajemos mejor
juntos… Repare en ese Neptuno en su esplendor
domando a un hipocampo, fundido en bronce, ahí,
una rareza… ¡Lo hizo Clauss de Innsbruck para mí!

 

 

MY LAST DUCHESS – FERRARA

That’s my last Duchess painted on the wall,
Looking as if she were alive. I call
That piece a wonder, now; Fra Pandolf’s hands
Worked busily a day, and there she stands.
Will’t please you sit and look at her? I said
“Fra Pandolf” by design, for never read
Strangers like you that pictured countenance,
The depth and passion of its earnest glance,
But to myself they turned (since none puts by
The curtain I have drawn for you, but I)
And seemed as they would ask me, if they durst,
How such a glance came there; so, not the first
Are you to turn and ask thus. Sir, ’twas not
Her husband’s presence only, called that spot
Of joy into the Duchess’ cheek; perhaps
Fra Pandolf chanced to say, “Her mantle laps
Over my lady’s wrist too much,” or “Paint
Must never hope to reproduce the faint
Half-flush that dies along her throat.” Such stuff
Was courtesy, she thought, and cause enough
For calling up that spot of joy. She had
A heart—how shall I say?— too soon made glad,
Too easily impressed; she liked whate’er
She looked on, and her looks went everywhere.
Sir, ’twas all one! My favour at her breast,
The dropping of the daylight in the West,
The bough of cherries some officious fool
Broke in the orchard for her, the white mule
She rode with round the terrace—all and each
Would draw from her alike the approving speech,
Or blush, at least. She thanked men—good! but thanked
Somehow—I know not how—as if she ranked
My gift of a nine-hundred-years-old name
With anybody’s gift. Who’d stoop to blame
This sort of trifling? Even had you skill
In speech—which I have not—to make your will
Quite clear to such an one, and say, “Just this
Or that in you disgusts me; here you miss,
Or there exceed the mark”—and if she let
Herself be lessoned so, nor plainly set
Her wits to yours, forsooth, and made excuse—
E’en then would be some stooping; and I choose
Never to stoop. Oh, sir, she smiled, no doubt,
Whene’er I passed her; but who passed without
Much the same smile? This grew; I gave commands;
Then all smiles stopped together. There she stands
As if alive. Will’t please you rise? We’ll meet
The company below, then. I repeat,
The Count your master’s known munificence
Is ample warrant that no just pretense
Of mine for dowry will be disallowed;
Though his fair daughter’s self, as I avowed
At starting, is my object. Nay, we’ll go
Together down, sir. Notice Neptune, though,
Taming a sea-horse, thought a rarity,
Which Claus of Innsbruck cast in bronze for me!