por Karl Ove Knausgaard
(Introducción y traducción de María Agustina Raimondo Bernasconi)[1]
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CARTA A UNA HIJA POR NACER
29 de septiembre
El día comenzó como de costumbre: desperté a tu hermano y tus hermanas, les preparé el desayuno y los acompañé hasta el autobús escolar, luego trabajé un poco, subí al auto y conduje hasta Ystad. Íbamos camino a la partera. Aunque hemos pasado por cada una de las etapas de este proceso de nueve meses en tres ocasiones, aún hay un indicio de celebración por semejante visita. Linda se sentó junto a mí en el asiento del acompañante, con el cinturón de seguridad cruzado sobre el vientre. Pensé que vos estabas ahí, y que debía manejar despacio. El consultorio de la partera quedaba en un pequeño edificio alejado del centro de la ciudad, cerca de todos los centros comerciales. Cuando estacioné el auto en el gran estacionamiento exterior, el día estaba gris y los alrededores desolados, pero todo quedó en el olvido cuando llegó nuestro turno y entramos al consultorio, porque estábamos acá para conocerte. Luego de una breve conversación, la partera le pidió a Linda que se acueste. Yo me senté a su lado. Ella le subió el suéter y dejó el vientre al descubierto. Puso un poco de gel transparente, movió el pequeño dispositivo sobre la panza y del otro lado de la habitación, en la pantalla, apareció tu cuerpo, rodeado de líquidos oscuros, de paredes densas. La imagen, con todas sus zonas granuladas y movimientos borrosos, casi oníricos, parecía llegarnos de algún lugar muy, muy lejano, desde el espacio exterior o las profundidades del océano, y resultaba imposible conectarla con aquella habitación tan trivial en la que estábamos sentados o con el ligeramente hinchado vientre de Linda, aunque yo era consciente de que esa imagen provenía de allí. De algún modo, la sensación de enorme distancia que sentí por el estado prenatal, por ese cuerpo creciendo dentro del cuerpo de una madre, en una cavidad llena de líquidos donde aparentemente repite todas las etapas del desarrollo humano, está ligada a lo primitivo y un abismo, no en el espacio, sino en el tiempo, la separa de nosotros. Y sin embargo, fue la tecnología moderna la que hizo esta imagen posible. De repente, ahí estabas. Ni un lagarto ni una tortuga, eras vos, tocando delicadamente tus manos y pies. Vimos tu corazón, latía tan rápido como debía y tenía cada una de las cámaras necesarias. Vimos tu cara, la naricita, vimos el cerebro, pequeño, pero completo. Vimos la columna, las manos, los dedos, la tibia, el fémur. Tenías las piernas levantadas hacia tu pecho y movías una de tus manos, que parecía flotar por sí misma, abriéndose, cerrándose.
Dijeron que seguramente seas niña. Así que serás Anne.
Los padres le dan vida a un hijo, el hijo da esperanza a los padres. Esa es la transacción.
¿Suena como una carga?
No lo es. La esperanza es incondicional.
Y yo soy alguien sentimental, sí. Pero ¿cómo escribir sobre esto, que es tan pequeño y a la vez tan grande, tan simple y tan complicado, tan trivial y tan… sí, tan sagrado?
Sentimental es otra forma de decir emocional. ¿Pero qué son las emociones? ¿Qué sentimos cuando sentimos? Llamamos sentimental a algo que exagera los sentimientos, que los desperdicia. ¿Acaso tiene más valor la sensatez, entonces?
La noche está estrellada. Recién estuve afuera, haciendo pis en el pasto; lo hago cuando todos duermen y estoy solo. Este verano tuvimos días de cielo abierto y despejado, uno tras otro, desde mayo hasta ahora, sol durante el día, estrellas por la noche. Nada mejor que el ocaso de un buen verano, que fluye dejando una especie de saciedad, un ciclo se cierra y vuelve a empezar, ahora el pueblo ya no está rodeado de sinuosos campos, tan indescriptiblemente dorados bajo el alto cielo azul (desde el camino, los campos sembrados parecen lagos entre los complejos de casas), sino de rastrojos; en las últimas semanas, cosechadoras y tractores se deslizaron, de un lado al otro, despacio, sobre los campos, y altas filas de fardos de paja comprimidos pueden verse aquí y allá, abandonados como altos muros contra el viento que ahora, con mayor y mayor frecuencia, llega desde el mar Báltico.
Algo se había llenado y ahora queda vacío: el aire cálido, los árboles tupidos, repletos de frutas, los campos de cereales. Y mientras tanto, vos estás creciendo, silenciosamente, en la oscuridad.
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[1] La presente entrada es un fragmento del artículo que se publicó en las páginas 7 a 30 del numero impreso Hablar de Poesía #42 (Diciembre 2020).
María Agustina Raimondo Bernasconi nació en Buenos Aires en 1991. Estudió Letras y decidió especializarse en Estudios Escandinavos y de Ibsen en la Universidad de Oslo. Dirigió el ciclo de lectura de literatura noruega traducida al español de la biblioteca pública de Oslo en 2019. Lee poesía. A veces también escribe.