Borges – Poema conjetural

por Alejandro Crotto

Alguien en Londres tuvo una idea hacia fines del siglo XVIII: editar como una colección de poemas líricos independientes los monólogos de los personajes más populares de Shakespeare. El título de cada poema era el nombre del personaje, y el poema en sí el parlamento célebre. A ese brillante gesto editorial, entre otras muchas cosas, le debemos la aparición, pocas décadas después, del monólogo dramático como género poético: de la mano de Tennyson y Browning, unas brillantes colecciones de poemas en los que dice “yo” una figura cultural distinta al yo del autor: Ulises, Fra Lippo Lippi, Artemisa, San Simeón, etc…

            Claro que no hay poesía lírica que no nazca de la intensidad vivida, y por eso los mejores monólogos dramáticos son siempre aquellos en los que la máscara elegida permite decir mejor algo íntimo: acceder a una zona confesional a partir de esa especie de correlato subjetivo. El “Lázaro” de Cernuda es un buen ejemplo; en el poema, el personaje evangélico cuenta que después de haber sido revivido no lograba encontrar gusto y sabor en las cosas de la vida:

 

…Alguien dijo palabras
de nuevo nacimiento.
Mas no hubo allí sangre materna
ni vientre fecundado
que crea con dolor nueva vida doliente.
Solo anchas vendas, lienzos amarillos
con olor denso, desnudaban
la carne gris y fláccida como fruto pasado;
no el terso cuerpo oscuro, rosa de los deseos,
sino el cuerpo de un hijo de la muerte…

 

            Esta decepción de Lázaro al no encontrar gusto en la vida es, antes que nada, la forma que encontró Cernuda para escribir su propia melancolía en Inglaterra tras la guerra civil española. Así lo cuenta él mismo: “En Cranleigh, durante los meses de otoño, mientras Inglaterra y el mundo atravesaban la crisis que culminó en la visita de Chamberlain a Hitler, cierta calma melancólica fue invadiéndome, y apareciendo en los versos escritos entonces, después de la tormenta de la guerra civil. «Lázaro», una de mis composiciones preferidas, quiso expresar aquella sorpresa desencantada, como si, tras de morir, volviese otra vez a la vida”.

            Uno de los mejores monólogos dramáticos en castellano es el “Poema conjetural” de Borges. Como explica la nota aclaratoria con la que comienza, se trata de lo que piensa Francisco Narciso de Laprida (abogado y hombre de letras, congresal en Tucumán para la independencia) antes de morir asesinado por la montonera gaucha el 22 de septiembre de 1829. Como el poema es de 1943, una lectura típica del poema es que Borges se ve a sí mismo como un nuevo Laprida, acosado por la barbarie peronista. Pero lo cierto es que Borges, que se posiciona muy claramente respecto a la dicotomía civilización y barbarie en términos ideológicos (ver, por ejemplo “Anotación al 23 de agosto de 1944” y toda una serie de opiniones en sus recopilaciones de diálogos y reportajes), una y otra vez nos presenta en su obra[1] una especie de brusca fusión fascinada entre ambos polos. Menos que la circunstancia del peronismo, creo, importa en este poema la tensión recurrente en Borges entre el destino literario y la añoranza por una vida más vívida, más ligada a lo inmediato sensorial y a la pasión. El poema lo dice muy claramente, esa inminente muerte brutal y apasionada es recibida como algo que “endiosa el pecho”, como un “júbilo secreto”. Pero antes de decirlo directamente, el poema ya lo venía diciendo por pura entonación y sugerencia, como sucede siempre en poesía. ¿O acaso no empalidece ese anterior destino “de sentencias, de libros, de dictámenes” mientras se abre al “cielo abierto” en el cual, dice Laprida con una especie de inexplicable felicidad, “yaceré entre ciénagas”?

            Copio el poema, y acá lo dice Borges:

 

POEMA CONJETURAL 

El doctor Francisco Laprida, asesinado el día 22 de setiembre de 1829
por los montoneros de Aldao, piensa antes de morir:

Zumban las balas en la tarde última.
Hay viento y hay cenizas en el viento,
se dispersan el día y la batalla
deforme, y la victoria es de los otros.
Vencen los bárbaros, los gauchos vencen.
Yo, que estudié las leyes y los cánones,
yo, Francisco Narciso de Laprida,
cuya voz declaró la independencia
de estas crueles provincias, derrotado,
de sangre y de sudor manchado el rostro,
sin esperanza ni temor, perdido,
huyo hacia el Sur por arrabales últimos.
Como aquel capitán del Purgatorio
que, huyendo a pie y ensangrentando el llano,
fue cegado y tumbado por la muerte
donde un oscuro río pierde el nombre,
así habré de caer. Hoy es el término.
La noche lateral de los pantanos
me acecha y me demora. Oigo los cascos
de mi caliente muerte que me busca
con jinetes, con belfos y con lanzas.
Yo que anhelé ser otro, ser un hombre
de sentencias, de libros, de dictámenes
a cielo abierto yaceré entre ciénagas;
pero me endiosa el pecho inexplicable
un júbilo secreto. Al fin me encuentro
con mi destino sudamericano.
A esta ruinosa tarde me llevaba
el laberinto múltiple de pasos
que mis días tejieron desde un día
de la niñez. Al fin he descubierto
la recóndita clave de mis años,
la suerte de Francisco de Laprida,
la letra que faltaba, la perfecta
forma que supo Dios desde el principio.
En el espejo de esta noche alcanzo
mi insospechado rostro eterno. El círculo
se va a cerrar. Yo aguardo que así sea.

Pisan mis pies la sombra de las lanzas
que me buscan. Las befas de mi muerte,
los jinetes, las crines, los caballos,
se ciernen sobre mí… Ya el primer golpe,
ya el duro hierro que me raja el pecho,
el íntimo cuchillo en la garganta.

 

[1] Pienso en cuentos como “El sur”, en ensayos como “Historia del guerrero y la cautiva” y en poemas como el “Poema conjetural”, entre muchos otros.


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