Come en casa Borges. Oímos discos

por Andrés Kusminsky

Es sábado 22 de septiembre de 1956. Borges y Bioy oyen discos. Antes, en una presentación, han oído al padre de Bioy, capítulos de sus memorias. Con otros señores de la cultura han discutido los detalles de un manifiesto a favor del gobierno y, veladamente, en contra del carrerismo o del progresismo de Ernesto Sabato. En casa de Bioy han hablado sobre la muerte balzaciana de Balzac, han citado a Léautaud. Ahora oyen un fado, el Barco quieto, presentado por María Elena Walsh y Leda Valladares. “No están nada mal”, le dice Borges a Bioy. La tarde conservadora y highbrow se ha convertido en otra cosa. Animado por esta transformación, Borges sigue diciéndole a Bioy: “Tampoco está mal Atahualpa Yupanqui. ¿Has oído El alazán?”.

Borges recita los primeros versos:

Era una cinta de fuego,
galopando, galopando,
crin revuelta en llamaradas,
mi alazán, te estoy nombrando.

“No le parecen falsamente literarios ni ridículos”, escribe Bioy en la entrada de su diario. “Sin duda, la música de estas cosas ha llegado a gustarle tanto que sin dificultad le pasa de contrabando las flores de sus versos. Lo más curioso es que hace un tiempo, poco tiempo, Borges no tenía la menor simpatía por la música folklórica, especialmente por la norteña. Sólo admitía tangos y foxes. No reprobaba menos un carnavalito que lo que hoy reprueba cualquier canto de chansonnier francés.”

Bioy está perdido. Borges lo desconcierta, le parece cambiante y arbitrario.

A los dos días, el lunes 24 de septiembre, después de ordenar alfabéticamente la lista de firmantes del manifiesto, Bioy visita a Borges en la biblioteca. Son las seis de la tarde. Bioy está apurado, debe llevar la lista a La Nación y a La Prensa. Sin embargo, “Borges me hace oír dos discos de Atahualpa Yupanqui (uno de ellos, el famoso Alazán). La impaciencia de Bioy se diluye después en los pormenores de la publicación del manifiesto.

Bioy nos muestra el episodio de una comédie de moeurs: la súbita obsesión de Borges por Yupanqui, su inesperada monomanía folklorista. ¿Por qué inesperada? ¿Borges todavía se le presenta a Bioy como el ideal de un clasicismo sui generis? Todo clasicismo es sui generis. Pero Borges, que mató tantas veces, de tantas maneras distintas en sus cuentos y poemas al hombre de letras, cuyo sueño diurno recurrente era sin duda ser el otro, ser el héroe, no el scholar; que admiraba a Robert Graves y a T. E. Lawrence; que ponía los cancioneros de Heine por encima de Goethe, que era tan ambiguo y condescendiente con el modernismo high brow de Joyce como escéptico de las aspiraciones neo simbolistas de Valéry; que admiraba a Carriego y Almafuerte; Borges tiene, tal vez incongruentemente, ideales románticos para la vida y para la poesía. Cuando era joven, el interés de Borges por la gauchesca podía pasar por un criollismo amanerado. Cuando ya no era joven, su interés por las sagas o las baladas anglosajonas podía confundirse con una obsesión erudita. En realidad se había tratado siempre de la cercanía de Borges con el material folk, el material romántico, algo tan evidente que hoy debería ser un lugar común de la crítica. ¿Cómo puede sorprendernos que a Borges le guste Yupanqui? ¿Cómo podía sorprenderle a Bioy? Pero el desconcierto de Bioy no tiene nada que ver con esto.

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Es jueves 21 de abril de 1960, mediodía. En casa de Bioy, almuerzo con López Soto, Peyrou y Marshall R. Nason, un profesor de la Universidad de Albuquerque, Nuevo México. Bioy le pregunta a Nason por Kenneth Lash, poeta y profesor de la misma universidad. Tiene razones para hacerlo. “Cuando [Lash] estuvo en Buenos Aires, en casa cantó viejos blues, y con Borges caminó por San Telmo, Nueva Pompeya y otros barrios; desde su país, cuando llegó de vuelta, mandó a varios escritores argentinos un disco de viejas canciones de Leadbelly (disco que oigo con mucha frecuencia, que es uno de mis favoritos). Me consta que por lo menos tres de los favorecidos –Mallea, Borges y yo– no mandaron una palabra de agradecimiento.” Sin duda, Bioy se siente culpable. Debe esperar de Nason una respuesta liviana, ocasión para escribirle a Lash o, más probablemente, para remedio y olvido de su fugaz remordimiento. Nason contesta: “Tengo noticias que sugieren una historia bastante triste… Estaba casado; quería mucho a su mujer; se divorció. Por razones de política se peleó con las autoridades de la Universidad. Volvió a casarse con una médica; le fue mal y se separó. Un amigo vio a la primera mujer ejerciendo en Nueva York la prostitución. Otro amigo vio a Lash, en un suburbio de San Francisco, en un kiosko, vendiendo sándwiches”.

El oscuro argumento de un cuento de Maupassant, ambientado en Estados Unidos, en los años del macartismo.

Cinco días después, el 26 de abril de 1960, Borges y Juan José Hernández comen en casa de Bioy. Cuando Hernández se va “evocamos nuestros paseos nocturnos a Puente Alsina, en los años cuarenta. Íbamos todas las noches; a los extranjeros que considerábamos dignos de ese honor, los llevábamos con nosotros. Una vez allí se producía una situación incómoda: no sabían qué admirar o, mejor dicho, no sabían qué admirábamos.” “Guillermo [de Torre] no quería admitir que Buenos Aires tuviera siquiera suburbios”, dice Borges. “Decía que ese barrio era igual a Callao y Santa Fe. Después, de vez en cuando he vuelto. Lo llevé al pobre Lash”.

Bioy vuelve una y otra vez al disco de Leadbelly. En la entrada del 18 de mayo de 1955, Bioy escribe: “Estuvimos en la sala, oyendo el disco que nos mandó Lash”. Bioy anota después un breve diálogo autoirónico. BIOY: “Es muy criollo”. BORGES: “De Morón”.

Borges conoce a Lash en 1954 en el patio del P.E.N. El joven Lash es director de New Mexico Quarterly y está haciendo un tour por América Latina –sugerido y financiado por la Fundación Rockefeller–, para conocer artistas y escritores. Hablan de política. Borges quiere saber cuán mala es la situación de los negros en Estados Unidos. Es muy mala. Hablan de música negra. “Le dije que había conocido a Leadbelly”, recuerda Lash. Borges suspira “como si le hubiera dicho que Einstein era mi primo.” ¿La emoción de Borges es en serio? Borges le dice que quiere oír las canciones de Leadbelly, casi imposibles de conseguir. Ha oído hablar sobre Leadbelly pero nunca a Leadbelly. Lash es buen imitador de acentos y entonaciones. Le traen una guitarra, se acompaña y canta “Take this hammer”. Le piden más. Según recuerda el propio Lash, Lash es un éxito –a smashing hit– en esa y otras reuniones del grupo Sur a las que es invitado por Victoria Ocampo. “Durante esas tres semanas en Buenos Aires me solían pedir, me persuadían y a veces hasta me acosaban para que cantara las canciones de Leadbelly”.

“Una mañana”, cuenta Lash, “[Borges] me llamó por teléfono a mi hotel. ¿Estaba libre para un paseo? Me quería mostrar algo. Lo pasé a buscar por su departamento. Su vista en ese momento apenas le permitía distinguir la vereda del cordón, pero no aprobó que tomáramos un taxi. Señaló la avenida y dijo ‘Llévenos hacia allí, donde termina’. No era un tramo corto. Cuando llegábamos a una esquina, me tomaba del codo, con suavidad. Subimos a un ómnibus. Un viaje largo. Después llegamos a un barrio indescriptible, casi desierto, y él señaló el alto puente que se encontraba unas cuadras más adelante.” A Lash lo desalienta tanto la cantidad como el aspecto ruinoso de los escalones de chapa verde que suben hasta el puente por uno de los costados. “Después nos quedamos mirando un río verde que no parecía moverse. Estaba allí como estancado y subía algo de vapor del agua turbia, entre los muros de hormigón. A los costados había fábricas que parecían abandonadas, con las ventanas rotas, vaga maquinaria oxidada, como en una descripción de Joseph Conrad. Un baldío de esperanza y vehemencia”.

“Me pareció que nadie le iba a mostrar esto”, le dice Borges a Lash.

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Antes de convertirse en un objeto de culto, sobre todo después de que el mito se difundiera en los años sesenta, antes de morir en Nueva York en 1949, antes de grabar con el sello RSC Victor en 1940, antes de su última detención en 1939, antes del tour por las universidades del noreste, antes de ser descubierto, en 1934, por los folkloristas John y Alan Lomax cuando estaba en Angola State Prison por asalto e intento de homicidio, antes de eso, en 1918, Leadbelly le hizo desde la cárcel una canción al gobernador de Texas, Pat Neff. La pena para el músico negro de Lousiana era de 35 años, por el asesinato del marido de su prima –además, se había escapado y pasado un año prófugo. La pelea había sido por otra mujer. Una estrofa de la canción dice:

If I had you
Governor Neff
Like you got me
I’d wake up in the morning
And I would set you free.

Se dice que el gobernador Pat Neff escuchó la canción y le dio el indulto. Este malevo de Louisiana no podía menos que fascinar a Borges. También a Bioy, que escucharía las canciones de Leadbelly como si fueran the real thing. En cambio Yupanqui. En cambio Yupanqui. Razonablemente o no, Bioy sospecha. ¿Pasaría Yupanqui la prueba del folklorismo académico y la antropología? ¿No había comido del árbol prohibido de la literatura? ¿Yupanqui era una ficción regionalista o el último de los mohicanos? ¿Era ingenuo o sentimental?

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Las vidas de Yupanqui y Leadbelly no son paralelas. Yupanqui no tiene el prestigio del fracaso ni de la brutalidad, aunque sí el de las listas negras y la cárcel. Primero en 1946 y después en 1948, seis meses en el penal de Villa Devoto. Lo compromete un artículo indigenista y retórico que ha publicado en Orientación, el diario del Partido Comunista. Los carceleros lo torturan, tratan de romperle la mano, “pero no se percataron de un detalle: me dañaron la mano derecha y yo, para tocar la guitarra, soy zurdo.” Tanto el malevo de Louisiana como el payador perseguido evitan el pintoresquismo. Leadbelly oscila entre los efusivos trajes cruzados, a rayas –la elegancia de los gangsters–, y los simpáticos moños –clara alusión a los scholars que le ha presentado John Lomax, folklorista de Harvard. Yupanqui es más sobrio. Leadbelly muere en 1949, mucho antes de que el folk revival llegue a su punto más alto a principios de los sesenta. Yupanqui, exiliado en París, se convierte primero en el oráculo de los jóvenes franceses, consumidores sentimentales e ideológicos de folklore americano, y después en una estrella de la progresista Kulturindustrie europea. Los éxitos se acumulan. Hace giras por Marruecos, Egipto, Israel, Japón. Al final de su vida, Yupanqui crea fundaciones, graba la voz en off narrativa de documentales sobre la vida de Yupanqui. Sin duda, el recorrido de Yupanqui contradice nuestros prejuicios románticos y nuestra mezquindad. Pero nada de esto puede ser un argumento en contra de Yupanqui.

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En 1795, Friedrich Schiller, en un importante episodio de esa buddy movie que protagoniza con Goethe y que se llama confusamente clasicismo de Weimar, está escribiendo un ensayo tan influyente como neurótico, “Sobre poesía ingenua y sentimental”. Sin duda tiene muy frescas en la memoria las abstracciones de Kant, sin duda siente que lo han arruinado, sin duda necesita escribir algo que lo justifique, lo redima o lo mortifique. En el ensayo, Schiller dice cosas como ésta: “Ellos sentían de manera natural, nosotros sentimos lo natural”. O ésta: “Lo que sentimos por la naturaleza es comparable a lo que sienten los enfermos por la salud”. O ésta: “Los poetas son siempre los guardianes de la naturaleza. Cuando ya no pueden serlo cabalmente y experimentan la influencia perniciosa de formas arbitrarias y artificiales, o cuando han tenido que luchar contra ellas, se vuelven testigos o vengadores de la naturaleza.” En cierto momento, Schiller se siente obligado a algunos matices, aunque tiene cuidado de ponerlos en nota al pie para no complicar el esquema antitético del ensayo: “Tal vez no sea superfluo recordar que, cuando aquí oponemos los nuevos poetas a los antiguos, no debe comprenderse una diferencia tanto en el tiempo como en la manera. Tenemos también en los nuevos y hasta en los últimos tiempos poesía de todas las clases, aunque ya no de manera pura”, etcétera. Imposiblemente, Schiller intenta salir del idealismo kantiano recorriendo el laberinto. De esos laberintos puede salirse sólo por arriba. En su gabinete, como Fausto, sentirá la tristeza de los libros, querrá salir de la biblioteca, querrá estar en el lugar de la naturaleza, o en una cultura anterior al malestar en la cultura. Tal vez se imagina transfigurado en un muse poet como Propercio –el único que admira entre los poetas latinos–, como Shakespeare, o como a veces el propio Goethe. Sin embargo, sigue hablando el idioma de la filosofía. Para el lector, una posibilidad es aceptar el resignado statement final del ensayo, dejar atrás la naturaleza, la nostalgia, aspirar a la Idea. Otra posibilidad es sospechar del esquema. Lo innegable es que tanto el poeta ingenuo puro como el buen salvaje presuponen la disociación total, irreal, entre naturaleza y cultura. Lo creíble es que ambos sean inventos o énfasis demasiado humanos del filosófico siglo XVIII. Lo conveniente es que el más genial de los poetas ingenuos, Anón., sea una divinidad sin biografía.

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A Borges, en cambio, le interesaba la biografía de Anón.. Su libro sobre Evaristo Carriego, más allá de la imposible valoración de su obra, es una refutación irónica de los prejuicios sobre Anón.. Anón. –que sólo provisoriamente es Evaristo Carriego, aunque podría ser también Leadbelly o Yupanqui– no es iletrado. Es lector de Almafuerte, de El Quijote, de Martín Fierro, de las biografías de guapos escritas por Eduardo Gutiérrez, de Victor Hugo y de Dumas. El influjo del modernismo de Darío desconcierta a los críticos. Sin embargo, “esos principios de Evaristo Carriego son también del suburbio, no en el superficial sentido temático de que versan sobre él, sino en el sustancial de que así versifican los arrabales… La paradoja es tan admirable como inconsciente: se discute la autenticidad popular de un escritor en virtud de las únicas páginas de ese escritor que al pueblo le gustan. Ese gusto es por afinidad”.

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Otra teoría sobre Anón. es la de Robert Graves. Según la teoría antropológica de Graves, que expone con conjetural y convincente minuciosidad en The White Goddess, Anon. puede ser muchas cosas, pero nunca es ingenuo. En su versión nostálgica y original es un héroe y un mago instruido en el complicado ritual de la Musa o Diosa Blanca. Sabe de memoria, pero con la memoria variable de la oralidad, cientos de poemas-enigma, poemas-maleficio, poemas-oración; conoce todas las historias, que son versiones probables de su propia historia; conoce todas las formas poéticas. Sin embargo, sólo lo define la sumisión religiosa a la Musa, la capacidad de documentar su relación con ella. Poetry begins where craftsmanship ends, dice Graves en uno de sus ensayos. La versión original de Anón. es impresionante. En su versión degradada, Anón. es un heredero intuitivo, aproximativo y terco de esa tradición original.

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El sábado 4 de julio de 1964 Borges come en casa de Bioy. Dice que compró “unos discos de trapo, que no parecen naturales. Se doblan todos, como los relojes de Dalí. Forman una Historia o antología del tango, y están los tangos viejos, El choclo, Unión Cívica, Don Juan, en versiones originales, tocadas por orquestas de entonces. El efecto –bueno, contra lo que he sostenido a lo largo de toda la vida–, el efecto de esos tangos rápidos es de una increíble trivialidad. Gardel habrá dramatizado el tango; el jazz habrá influido, pero el tango que sentimos no es el primero, sino el que vino después, o las interpretaciones que después hicieron con los primeros tangos. Ahí están, desde luego, El choclo, Don Juan, reconocibles, pero en vano: ni siquiera parecen tangos. Y Unión Cívica, que tanto gusta a Peyrou, no sabés lo que es…’” Como los discos de trapo, como los simbólicos relojes de Dalí, el idealismo –el esnobismo– de la vieja guardia parece derretirse. Sin embargo, el razonamiento no es nuevo para Borges, sólo aplica hasta el final el método que había usado para imaginar a Carriego.

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Sábado 26 de enero de 1980. Borges come en casa de Bioy. Penosamente tratan de escribir el prólogo para una nueva antología de literatura fantástica, Handbook of Fantastic Literature. Borges dice: “Nada es romántico mientras ocurre. El romanticismo aparece con la nostalgia”.

 


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