Griffes, lector de Coleridge

por Consuelo Elizalde

 

En 1916, el compositor norteamericano Charles Griffes orquestó “The Pleasure Dome of Kubla Khan” (“La cúpula de placer de Kubla Khan”), una obra para piano que había escrito en 1912 y que había basado en “Kubla Kahan”, el célebre poema de Samuel Coleridge. En el poema, Coleridge relata un sueño: Kubla Khan, un emperador mongol del siglo XIII, desea construir un palacio rodeado por altos muros en una región boscosa por la que corre un río sagrado en medio de una exuberante vegetación. En el sueño, Coleridge oye una música que construye el palacio, como en aquel mito griego en el que Anfión utiliza la música para edificar la ciudad de Tebas. El poeta se vale de los abundantes recursos expresivos del Romanticismo para relatar su sueño. Así lo cuenta Borges, en el ensayo “El sueño de Coleridge”, de Otras Inquisiciones:

 

El fragmento lírico Kubla Khan (cincuenta y tantos versos rimados e irregulares de prosodia exquisita) fue soñado por el poeta inglés Samuel Taylor Coleridge, en uno de los días del verano de 1797. Coleridge escribe que se había retirado a una granja en el confín de Exmoor; una indisposición lo obligó a tomar un hipnótico; el sueño lo venció momentos después de la lectura de un pasaje de Purchas, que refiere la edificación de un palacio por Kublai Khan, el emperador cuya fama occidental labró Marco Polo. En el sueño de Coleridge, el texto casualmente leído procedió a germinar y a multiplicarse; el hombre que dormía intuyó una serie de imágenes visuales y, simplemente, de palabras que las manifestaban; al cabo de unas horas se despertó, con la certidumbre de haber compuesto, o recibido, un poema de unos trescientos versos. Los recordaba con singular claridad y pudo transcribir el fragmento que perdura en sus obras. Una visita inesperada lo interrumpió y le fue imposible, después, recordar el resto. “Descubrí, con no pequeña sorpresa y mortificación –cuenta Coleridge–, que si bien retenía de un modo vago la forma general de la visión, todo lo demás, salvo unas ocho o diez líneas sueltas, había desaparecido como las imágenes en la superficie de un río en el que se arroja una piedra, pero, ay de mí, sin la ulterior restauración de estas últimas”. Swinburne sintió que lo rescatado era el más alto ejemplo de la música del inglés y que el hombre capaz de analizarlo podría (la metáfora es de Jahn Keats) destejer un arco iris. 

 

            Ahora bien, ¿cómo representa Griffes la esencia de uno de los poemas más geniales de la literatura en lengua inglesa? En esta transposición que es “The Pleasure Dome of Kubla Khan” entran en contacto dos lenguajes, el verbal y el musical, y entre las herramientas que todo compositor tiene disponibles para realizar una traducción como esta, para Griffes hay una en particular que termina de darle vida a las imágenes del poema: la orquestación, que Alan Belkin definió como el arte de componer con timbres. Este arte implica adaptar o componer una obra para orquesta teniendo en cuenta no sólo los timbres individuales de cada instrumento, sino también sus infinitas combinaciones.

            La obra de Griffes se ubica en la transición entre el Romanticismo tardío y el impresionismo (representado también por Debussy, Ravel, Satie o Lili Boulanger). Además de la búsqueda de nuevos colores tímbricos y de climas sonoros, la música impresionista quiso alejarse de las estructuras clásicas, y por eso recayó frecuentemente en la forma del poema sinfónico, una idea compositiva que no ata al compositor a ninguna forma musical específica. Al abordar un poema sinfónico, el compositor goza de una libertad total de creación y puede concentrase en la percepción extramusical en la que se inspira su obra. Por su parte, “The Pleasure Dome of Kubla Khan” no fue la única obra que Griffes compuso inspirándose en un poema. “The White Peacock” (El pavo real blanco) –orquestada en 1919, un año antes de su prematura muerte– también está basada en los versos de otro poeta romántico inglés, William Sharp.

            Para Griffes, la orquestación es una fuente de vívidos contrastes y es tan importante para la música sinfónica como lo son también la armonía, la melodía y el ritmo. La orquestación refleja el carácter de las secciones de una obra y puede convertir un material musical ya escuchado en algo completamente nuevo, así como también posibilitar una traducción desde el lenguaje verbal al musical. Y es que no es lo mismo oír una melodía en una flauta y un clarinete –instrumentos que comparten un timbre y un registro similar– que escucharla en un flautín y una tuba (donde el contraste tímbrico y registral sería más que evidente).

            Y si bien las posibilidades son infinitas, el orquestador, al igual que el traductor, debe decidir de antemano qué carácter y qué sentido quiere darle a la obra con su orquestación. Un buen ejemplo de estas posibilidades puede ser la orquestación que Maurice Ravel hizo de “Cuadros de una exposición”, una de las obras más famosas del siglo XIX (más conocida incluso que la obra original, que fue compuesta por Mussorgsky). En este caso, el proverbialmente sufrido carácter ruso está ausente en la orquestación; a un mismo tiempo, Ravel hace suya la obra y la transforma en una delicada suite francesa. Y en realidad, la melodía, la armonía, el ritmo y la forma son los mismos que en el original, pero sus decisiones orquestales dan origen a una obra nueva.

            En este sentido, la orquestación no pareciera diferir demasiado de una traducción literaria. En su ensayo “La tarea del traductor”, Walter Benjamin afirma que una buena traducción realza la excelencia de la obra original y que una mala traducción le debe su existencia. En este ejemplo, Ravel no solo pone a “Cuadros de una exposición” en un pedestal al que aspiraría todo orquestador, sino que además nos permite escuchar la obra como él la escucha. Ravel no apela a la literalidad de la traducción; realiza, más bien, una transformación. En este sentido, aplica lo que sería una suerte de método borgeano, donde abundan las libertades que enriquecen la obra original.

            En contraposición con la de Ravel se podría citar la orquestación que hizo Arnold Schönberg del cuarteto para piano y cuerdas n.° 1 op. 25 de Johannes Brahms. De Schönberg, el padre de la desintegración de la tonalidad y fundador del sistema dodecafónico, uno esperaría una orquestación vanguardista con instrumentos exóticos y guiños al atonalismo. Sin embargo, la orquestación de Schönberg –que respeta el criterio orquestal clásico que Brahms utiliza en sus obras sinfónicas– es notablemente conservadora y transparente.

            Pero volviendo a Griffes, lo que el compositor estadounidense utiliza para su propia traducción es una gran orquesta romántica. Esa selección incluye instrumentos como el piano, el arpa, la celesta, un pequeño teclado donde los martillos golpean platos de metal en lugar de cuerdas y un gong (un platillo originario de Asia oriental). No es una selección casual: le ayuda a Griffes a sumergirnos cuidadosamente en este mágico paraíso de Coleridge a través de una introducción que funciona como la vigilia antes del sueño profundo.

            En efecto, la obra comienza con las cuerdas graves oscilando de una manera casi imperceptible, lo que obliga a quien escucha a prestar atención. El gong acompaña con la misma dinámica y la misma oscilación. Y entonces, el tiempo parece detenerse. La música no tiene un norte porque no hay tensión ni reposo y esto genera una sensación de presente permanente. John Cage caracterizaba la música de Érik Satie como el ejemplo occidental del ideal oriental de “expresión estática”. Y es el estatismo de esa nueva concepción del tiempo musical (inspirada en la filosofía oriental) el que está presente en la introducción de la obra de Griffes, que nos sumerge poco a poco en el delirio del sueño.

            Por otro lado, Griffes incorpora un motivo en el piano, una monotonía sobre la cual se superponen distintos planos sonoros que aportan nuevos colores y timbres. Lentamente, la obra se abre como un abanico en registro y sonoridad y prepara el terreno para caer definitivamente en el sueño profundo. Canta el oboe con su registro agudo y su timbre dominante y, de repente, estamos en la escena imaginada por Coleridge. El palacio iluminado por el sol, los ríos infinitos, los bosques y las colinas.

 

En Xanadu decretó Kubla Khan
la construcción de una majestuosa cúpula de placer:
Allí donde Alph, el río sagrado, corre
a través de cavernas inconmensurables para el hombre
desembocando en un mar jamás alcanzado por el sol 

Así dos veces cinco millas de suelo fértil
fueron rodeadas por muros y torres
Y había jardines donde brillaban arroyuelos sinuosos,
donde florecía más de un árbol perfumado;
Y había allí bosques tan antiguos como las colinas,
envolviendo la pradera tocada por el sol

 

            Más adelante en el poema, Kubla Khan escucha voces que vaticinan la guerra al mismo tiempo que ve una doncella abisinia en una montaña que canta acompañándose con un dulcémele. En ese momento, Kubla Khan sabe que si logra recordar esa música, podrá materializar el palacio. Por eso, Griffes hace escuchar los bronces que anuncian la batalla y luego deja aparecer las cuerdas y el arpa evocando el laúd de la doncella. Sobre el final, se vuelve a escuchar el tema de la introducción con el dulce timbre de la celesta como recordándonos que en realidad todo fue un sueño.

 

[…] En medio del tumulto Kubla escuchó a lo lejos
voces ancestrales vaticinando la guerra […]

[…] Una doncella con un dulcémele
en una visión se me apareció:
Era una muchacha abisinia
y tocando su dulcémele
cantaba una melodía del Monte Abora 

Si pudiera revivir en mí
su melodía y su canción
tan profundo sería el regocijo
que con esa fuerte y extensa música
podría construir aquel palacio en el aire,
¡Aquel palacio resplandeciente! ¡Aquellas cavernas de hielo! […]

 

            Y ahora sí, lo que “The Pleasure Dome of Kubla Khan” parece decirnos es que una buena traducción no se contenta con repetir “la misma cosa” en un lenguaje diferente. Si, como afirmaba Walter Benjamin, toda traducción que se proponga ser como un intermediario solo podría transmitir una mera comunicación sin importancia, entonces la traducción de Griffes se propone todo lo contrario.

            Por supuesto, si es cierto que no existe “una” manera de traducir, lo que resta es distinguir entonces lo que enriquece de lo que potencia. ¿Es por exhibir cierta “fidelidad” a Brahms que la orquestación de Schönberg resulta más “fiel” al original que la orquestación de Ravel? ¿Se trata siempre, en una orquestación, de “respetar” al original? Para el pianista Alfred Brendel, ningún arreglo u orquestación logra jamás superar al original. ¿Pero es eso lo que se busca al traducir o al orquestar una obra? ¿Competir con el original? En todo caso, y lejos de competir con el original, pareciera cierto que toda traducción expande, renueva y hace perdurar la obra original, y que por eso mismo “The Pleasure Dome of Kubla Khan” nos hace llegar, tan vivo como transformado, el poema de Coleridge en una nueva lectura.

Acá entonces la orquestación de Charles Griffes.

Y el poema de Coleridge, completo en inglés:

 

KUBLA KHAN

Or, a vision in a dream. A Fragment.

In Xanadu did Kubla Khan
A stately pleasure-dome decree:
Where Alph, the sacred river, ran
Through caverns measureless to man
   Down to a sunless sea.
So twice five miles of fertile ground
With walls and towers were girdled round;
And there were gardens bright with sinuous rills,
Where blossomed many an incense-bearing tree;
And here were forests ancient as the hills,
Enfolding sunny spots of greenery.

But oh! that deep romantic chasm which slanted
Down the green hill athwart a cedarn cover!
A savage place! as holy and enchanted
As e’er beneath a waning moon was haunted
By woman wailing for her demon-lover!
And from this chasm, with ceaseless turmoil seething,
As if this earth in fast thick pants were breathing,
A mighty fountain momently was forced:
Amid whose swift half-intermitted burst
Huge fragments vaulted like rebounding hail,
Or chaffy grain beneath the thresher’s flail:
And mid these dancing rocks at once and ever
It flung up momently the sacred river.
Five miles meandering with a mazy motion
Through wood and dale the sacred river ran,
Then reached the caverns measureless to man,
And sank in tumult to a lifeless ocean;
And ’mid this tumult Kubla heard from far
Ancestral voices prophesying war!
   The shadow of the dome of pleasure
   Floated midway on the waves;
   Where was heard the mingled measure
   From the fountain and the caves.
It was a miracle of rare device,
A sunny pleasure-dome with caves of ice!

   A damsel with a dulcimer
   In a vision once I saw:
   It was an Abyssinian maid
   And on her dulcimer she played,
   Singing of Mount Abora.
   Could I revive within me
   Her symphony and song,
   To such a deep delight ’twould win me,
That with music loud and long,
I would build that dome in air,
That sunny dome! those caves of ice!
And all who heard should see them there,
And all should cry, Beware! Beware!
His flashing eyes, his floating hair!
Weave a circle round him thrice,
And close your eyes with holy dread
For he on honey-dew hath fed,
And drunk the milk of Paradise.


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