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François Villon – Sé distinguir las moscas ...

François Villon – Sé distinguir las moscas en la leche

nota introductoria y traducción de Nicolás Caresano

 

El siguiente fragmento es uno de los capítulos de la novela Je, François Villon de Jean Teulé. Publicada por la editorial Hachette en el 2006, Je, François Villon es uno de los tantos ejemplos del giro biográfico en la literatura francesa. A medio camino entre la novela y la biografía, las ficciones biográficas han sido un ensayo frecuente en muchos autores franceses contemporáneos. El Limónov de Emmanuel Carrère o la “trilogía biográfica” de Jean Echenoz (Ravel, Correr, Relámpagos) son ejemplos en esa misma dirección.

En la novela, Teulé ficcionaliza la vida del poeta François Villon (sacerdote, asesino, proxeneta y protagonista de uno de los robos más famosos del siglo XV en Francia, el robo al Colegio de Navarra). Hacia 1463, después de escaparle a la horca y de varios exilios, Villon desapareció una última vez para no volver a aparecer.

 

74.

Por la mañana, salgo del bosque. Los gansos salvajes huyen haciendo un ruido tremendo con su vuelo. Un halcón los persigue a toda velocidad. Encuentra uno atrasado, separado de los otros y lo golpea con tanta fuerza que lo derriba al suelo. El ganso queda herido hasta el cuello.

Espío los campesinos. Van con zancos, túnicas cortas, capuchas y calzas plegadas a las piernas y se alejan para trabajar en los campos.

Como un predador escondido detrás de un seto, atisbo el momento en el que los viejos y las mujeres quedarán solos en las granjas, sin defensa. Será también el momento en el que me presente para robar. Habiendo vivido una vida de robo y violencia, la tentación de continuar de ese modo es grande.

Diviso una pequeña casa apartada de la aldea. Sobre el umbral, una joven granjera con un niño en brazos saluda a su marido que parte mientras se dispone a entrar nuevamente en su casa. Espero un instante y después, inclinado hacia adelante y a paso de lobo, cruzo el camino y entro a mi turno en la casa, donde me enderezo bajo mi piel de ciervo: “Dime tu nombre y dónde está tu dinero”.

Ella se sacude, apoya el niño en el suelo y en un gesto temerario agarra un palo: “Si te acercas un paso más, voy a pegarte”.

Quiere gritar pero la agarro por la garganta. En el patio de la casa, se oye el trino de una bandada de pájaros. El niño, cerca suyo, no comprende. Es pequeño y pálido pero robusto pese a la delgadez de su torso que habla de inviernos sin estufa y de veranos soportados al aire sofocante. La mujer es hermosa. Me dan ganas de poseerla. ¡Ah! No dejen nunca en mi camino aves de corral. Devenido bestia salvaje, la huelo. En ella se sienten el heno, la carne y el verano. Voy a cometer un acto horrible. Joven y rubia, cubierta con un velo blanco, un galón amarillo alrededor del cuello y una bata gastada de color azul, está atenta a mi presencia, a mis miradas, mis silencios, mi acento parisino. “¿Dónde está el dinero? Responde o repartiré golpes por decenas y verás el acero sangriento. Para que lo entiendas: te sacaré las entrañas del cuerpo”. Aflojo la presión en su garganta para escuchar la respuesta: “En el leñero de la chimenea”.

Sin dejar de observarla, me agacho y tiendo una mano hasta el lugar indicado. Las últimas cenizas que quedaron en el leñero se meten en mis uñas cuando palpo una pequeña bolsa de papel. La agarro. La joven, consternada, se sienta en el banco que está frente a la puerta de entrada. El niño se le acerca. Lo levanta y lo sienta en silencio sobre sus rodillas. Desenvuelvo el papel y veo unas pocas monedas: “¿Es todo?”

Ella no responde. No dice que si me llevo la miseria que han ahorrado deberán vivir del viento hasta las próximas cosechas. Que el niño morirá sin dudas. ¡Y lo bien que hace! Porque es riéndome de esta familia como me doy vuelta y me dispongo a irme cuando, en el pedazo de un vidrio roto, me cruzo con el reflejo de quien me parece ser un extraño. Me detengo.

¿Es a mí mismo a quien veo ahí? ¿Son míos el aire malicioso acentuado por una cicatriz en la boca y los ojos rapaces? Me sorprendo. ¿De verdad tengo este rostro hirsuto e irascible? Mi madre no me hizo así. ¿De dónde vienen esas palpitaciones de odio concentradas en la nariz? ¿Quién surcó los pliegues de crueldad que trabajan este rostro? No quiso esto de mí mi madre, a quien de repente empieza a parecerse esta joven campesina.

Me vuelvo con el rostro en lágrimas. Ella me mira, examinando mis zapatos. Tengo calor. Mis pies se incendian bajo su mirada y flotan en sudor. Bajo la cabeza y suspiro. Ella no se mueve. Quiero usar mis labios, pero no me sale sonido alguno. Me repongo al mismo tiempo que dejo caer las monedas por el suelo.

Sobre la puerta, el viento sacude detrás de mí los harapos de mi piel de ciervo. Parecen pájaros siniestros. Me gustaría hablar aunque al abrir la boca no puedo decir nada. Entonces, saco un poema que tengo en la ropa pegada inmediatamente contra la piel y lo pongo frente a ella, sobre la mesa. Clavo ahí mismo mi daga. ¡Más armas todavía! La lámina vibra en mi balada. Mientras parto con las manos vacías, la joven campesina se inclina sobre el papel y trata de descifrar lo que escribí:

Sé distinguir las moscas en la leche;
sé distinguir el trabajo de un hombre por sus ropas;
sé distinguir el mal tiempo del bueno;
sé distinguir la manzana del manzano;
sé distinguir el árbol cuando brota su savia;
sé distinguir cuando todo se asemeja;
sé distinguir el trabajo del descanso;
yo sé de todo, menos de mí mismo.

Sé distinguir el jubón por su cuello;
sé distinguir el monje por su toga;
sé distinguir el amo del vasallo;
sé distinguir por su velo a la monja;
sé distinguir las palabras de quien habla;
sé distinguir los locos por lo que comieron;
sé distinguir el vino por el tonel;
yo sé de todo, menos de mí mismo.

Sé distinguir un caballo de una mula;
sé distinguir lo que cargan y lo que pesan;
sé distinguir a Beatriz de Isabel;
sé distinguir lo que resta y lo que suma;
sé distinguir la realidad de las visiones;
sé distinguir la herejía de los bohemios;
sé distinguir el poder concentrado en Roma;
yo sé de todo, menos de mí mismo.

Por eso, mi señor, distingo todo en suma.
El rubor de la palidez
y la muerte que en todo asoma:
yo sé de todo, menos de mí mismo.[1]

 

[1] El poema con que se cierra el capítulo es el célebre poema de François Villon, “Ballade des menus propos”:

Je connois bien mouches en lait,
Je connois à la robe l’homme,
Je connois le beau temps du laid,
Je connois au pommier la pomme,
Je connois l’arbre à voir la gomme,
Je connois quand tout est de mêmes,
Je connois qui besogne ou chomme,
Je connois tout, fors que moi-mêmes.

Je connois pourpoint au collet,
Je connois le moine à la gonne,
Je connois le maître au valet,
Je connois au voile la nonne,
Je connois quand pipeur jargonne,
Je connois fous nourris de crèmes,
Je connois le vin à la tonne,
Je connois tout, fors que moi-mêmes.

Je connois cheval et mulet,
Je connois leur charge et leur somme,
Je connois Biatris et Belet,
Je connois jet qui nombre et somme,
Je connois vision et somme,
Je connois la faute des Boemes,
Je connois le pouvoir de Rome,
Je connois tout, fors que moi-mêmes.

Prince, je connois tout en somme,
Je connois coulourés et blêmes,
Je connois mort qui tout consomme,
Je connois tout, fors que moi-mêmes.

 


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