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Las palabras ya no van a cambiar: Elizabeth Bishop & Robert Lowell

por Eugenia Santana Goitia

 

El 12 de septiembre de 1977, el poeta estadounidense Robert Lowell, que estaba viviendo en Inglaterra con su nueva mujer y su hijo, llegó a Nueva York y  tomó un taxi desde el aeropuerto JFK hasta la casa de su ex-mujer, la escritora Elizabeth Hardwick. En el camino, y sin que el taxista se percatara de lo ocurrido, sufrió un paro cardíaco y murió: tenía sesenta años. 

            La muerte de un poeta, dicen, puede ser una ocasión extraordinaria para otro poeta. Elizabeth Bishop fue, tal vez, la mejor amiga de Lowell y sin duda alguna su mejor amiga poeta: “Siempre fuiste mi poeta preferida y mi amiga preferida”, le dijo una vez él por carta. A lo largo de sus treinta años de amistad, mantuvieron una intensa y extensa correspondencia llena de ingenio y afecto: intercambiaban chismes, anécdotas, ideas y poemas; planeaban viajes, lamentaban las muertes de sus amigos y no tan amigos. “Me paso la vida extrañándote”, le escribió él una vez. 

            Un mes antes de la muerte de Lowell, Bishop estaba de vacaciones en North Haven, Maine. Lowell quería ir a visitarla (compartían, además, una extraña devoción por los pueblitos marítimos de la Costa Este, “pueblos de langostas”); Bishop le pidió postergar la visita porque tenía que concentrarse en sus poemas antes de empezar sus clases en NYU: “Te veo en Cambridge o en Nueva York… o tal vez el verano que viene en North Haven, si consigo venir de vuelta”. Ese verano nunca llegó para los dos. 

            Casi un año más tarde, Bishop le dedicó el poema “North Haven”, uno de los últimos que escribió en su vida. Paisaje, historia personal, memoria y meditaciones sobre la escritura se combinan en esta extraordinaria elegía.

 

NORTH HAVEN

In memoriam Robert Lowell

Puedo ver la silueta de un velero
a la legua; también puedo contar 
las nuevas piñas del abeto. Está tan quieto
que la bahía pálida se reviste de blanco; en el cielo
no hay nubes, sólo la larga cola de un caballo. 

Las islas no se movieron desde el verano pasado,
aunque me guste creer que sí–
que en sueños se dejaron llevar
un poco al norte, un poco al sur, o a los costados-
y que son libres en los confines azules de la bahía.

Este mes, nuestro preferido, está lleno de flores:
botones de oro, trébol rojo, veza púrpura, 
girasoles que aún arden, margaritas moteadas, ojos brillantes, 
las estrellas lustrosas de los galios aromáticos,
y algunas más, de vuelta, pintan los prados con su encanto.

Volvieron los jilgueros, o tal vez otros parecidos,
y la simple canción del gorrión blanco,
suplicando y suplicando, me empaña los ojos. 
La naturaleza se repite a sí misma, o casi:
repetir, repetir, repetir; revisar, revisar, revisar.

Hace años, me dijiste que en este lugar
(¿era 1932?) “descubriste a las chicas”
y aprendiste a navegar, y a dar besos.
Fue ‘tan divertido’, me contaste, ese verano memorable
(La “diversión” siempre parecía desconcertarte).

Te fuiste de North Haven, anclado en su roca,
a bordo de su místico azul…. Y ahora–te fuiste
de verdad. Ya no podés componer ni descomponer,
tus poemas de nuevo (Pero sí los gorriones su canto)
Las palabras ya no van a cambiar. Triste amigo, ya no vas a cambiar.

 

 

NORTH HAVEN  

In memoriam Robert Lowell

I can make out the rigging of a schooner
a mile off; I can count
the new cones on the spruce. It is so still
the pale bay wears a milky skin; the sky
no clouds except for one long, carded horse¹s tail.

        The islands haven’t shifted since last summer,
        even if I like to pretend they have–
        drifting, in a dreamy sort of way,
        a little north, a little south, or sidewise–
        and that they¹re free within the blue frontiers of bay.

        This month our favorite one is full of flowers:
        buttercups, red clover, purple vetch,
        hackweed still burning, daisies pied, eyebright,
        the fragrant bedstraw’s incandescent stars,
        and more, returned, to paint the meadows with delight.

        The goldfinches are back, or others like them,
        and the white-throated sparrow’s five-note song,
        pleading and pleading, brings tears to the eyes.
        Nature repeats herself, or almost does:
        repeat, repeat, repeat; revise, revise, revise.

        Years ago, you told me it was here
        (in 1932?) you first “discovered girls”
        and learned to sail, and learned to kiss.
        You had “such fun,” you said, that classic summer.
        (“Fun”–it always seemed to leave you at a loss…)

        You left North Haven, anchored in its rock,
        afloat in mystic blue…And now–you’ve left
        for good. You can’t derange, or rearrange,
        your poems again. (But the sparrows can their song.)
        The words won’t change again. Sad friend, you cannot change. 


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