Akiko Yosano – Midaregami

por Alberto Silva

I. PRESENCIA

Hace pocos años volví a Japón por unos meses. El contacto con la actualidad de las artes retóricas y plásticas me ayudó a pulsar mejor la presencia que Akiko mantiene, hoy como ayer, en la cultura japonesa. A Yosano la tenía en la mira desde hacía años. La había leído e incluso la traduje, tirando del hilo que la conecta con el origen de lo vernáculo de Japón: el siglo XI de Kioto.

            La vida y la obra de Yosano proyectan una luz penetrante cuando se las percibe engarzadas en el archivo literario y cultural japonés. Yosano puede ser considerada bisagra entre la tradición de las primeras maestras escritoras niponas (Murasaki Shikibu, Kei Shonagon) y numerosas poetas, narradoras y cuentistas de estos últimos años, cuya obra empieza a circular en Occidente y son acogidas por la lengua castellana. Esta condición de puente entre lo muy remoto y lo estrictamente contemporáneo brinda a su escritura un doble carácter distintivo: japonesa por trama y sensibilidad; apta para su difusión entre nosotros, gracias a la universalidad de situaciones y emociones que fluyen de los cinco versos de sus tanka (versos de 5/7/5/7/7 sílabas).

 

II. VIDA

La vida de Yosano dibuja una trama, típicamente japonesa, entre lo más rancio de la tradición vernácula y lo más atrevido de la experimentación socio-cultural occidental. Pienso en ella y rememoro la auto-definición de muchos locales: “Japón es un país occidental enclavado en el extremo oriental de Asia”.

            Nacida en 1878, apenas diez años después del comienzo de la restauración modernizadora e imperial del régimen Meiji, era natural de Osaka, el polo urbano más proclive a la innovación. Como primogénita heredó un patrimonio familiar holgado. Y, pese a ser mujer, fue educada por su padre como un vástago varón de estirpe en la tradición de la escritura y la cultura chinas, dejándole a una madre atenta y cultivada el cuidado de entrenarla en el sentir de lo íntimo y doméstico.   No por casualidad Akiko recibió el mismo tipo de doble formación que muchas otras grandes damas (anteriores y posteriores) de la cultura japonesa: la escritura en caracteres simbólicos (vertiente budista); la sensualidad de la poesía y la estética (vertiente shintoista). Y al igual que algunas de ellas (Murasaki Shikibu en el siglo XI, Banana Yoshimoto en el XXI), absorbió todo para devolverlo a la sociedad en forma de finura estética y versación lingüística. Vivió intensamente hasta 1942, lapso durante el cual tuvo tiempo de: escribir miles de versos; criar a diez hijos; dirigir la conocida pastelería familiar; retraducir al japonés moderno las mil páginas de La Historia de Genji; fundar y dotar revistas culturales; sostener las veleidades de su esposo Tekkan (famoso astro de la poesía japonesa cuya luz, a su lado, de a poco fue declinando, hasta tener Akiko que enviarlo becado, por así decir, a París varios años).

 

III. CUERPOS

La feminidad, para Yosano, empieza en/con el propio cuerpo. Y si Midaregami (“Cabellos revueltos”) tiene algo de pieza romántica, en un sentido más profundo es el desarrollo de una intensa y desde entonces nunca perdida singularidad: describe el albor de la individualidad de la poeta, que escribió esos poemas con 19-20 años. Podemos imaginar el escándalo provocado por una escritura centrada en el ego, máxime si el autor en realidad era una autora. Agreguemos ahora el pasmo de ver superado de un plumazo, sin aviso previo, otro interdicto social del Japón burgués de Yosano, varado entre lo moderno y lo victoriano (tal vez lo uno por lo otro): el veto que prohibía referirse al propio cuerpo.

            Retomando el modo antiguo de la dama Shikibu, la joven de Sakai canta con orgullo el cuerpo, el propio y también el ajeno. Lo contempla con detalle, se enorgullece de él, convoca sin pudores la sensualidad:

me veo sumergida,
azucena en el baño,
todo mi cuerpo
proclama la hermosura
de sus veinte años.

 

            Su gesto en Midaregami equivale a cantar y a contar el amor: todo el amor, nada más que amor. Mezcla de ternura y rabia dedicadas a su amante favorito, compañero de andanzas, luego marido, más tarde objeto de sus celos y, al final, reducto de anticipada nostalgia por un querer que tenía sin duda fecha de muerte anunciada. Todo eso al mismo tiempo; ¡y aunque tenga al escribirlo apenas veinte años! Midaregami es una juvenil, clara, fresca, y detallada excursión al jardín del amor, visto por una muchachita pudiente y revolucionada de principios del siglo XX:

sólo deseo
sorber toda la miel
emponzoñada
de labios de algún joven
amante, apasionado.

 

            El amor de Yosano es intensamente corporal, un amor entre cuerpos. En la tradición antigua japonesa, antes de la ponzoña del puritanismo occidental (que aderezó de modo traicionero la mentada modernización del siglo XIX), el sentimiento del amor y los usos del cuerpo forman parte de un mismo e inseparable procedimiento. Amar no deja de ser una moción (e-moción) del corazón, es cierto. Pero a condición de hacerse capaz de habitar en cada cuerpo, de atravesarlo, imantarlo, vivificarlo.

            Esta identificación espontánea del amor con el cuerpo, casi evidente para un japonés conocedor de sus tradición, desaparece y reaparece como los ríos del desierto, tenue y tenazmente, en periodos muy distintos de la historia japonesa, marcados a veces por el auge, a veces por el desmayo. Ilustra los siglos X y XI, de la mano de narradoras, cuentistas y diaristas. Luego del apagón samurái, vuelve en el siglo XIII con la irrupción del Zen de Dôgen al escenario cultural japonés. Se opaca a continuación durante el auge del poder shogunal, para rebrotar desde el siglo XVII, cuando los poetas del haiku desvisten la retórica e incluso su anatomía para irse de paseo y verificar en persona que amar es vibrar al unísono con el universo (concretado en un mundo natural sólo comprensible cuando se lo lee desde la pulsación física inmediata).

            De los ejemplos mencionados podemos deducir la variedad estamentaria e ideológica de la corporalidad nipona. El punto de unión de gestos corporales tan diversos tal vez se encuentre en la presencia del shintoismo, esa dimensión japonesa que algunos reducen a religión, otros a razón de estado y los más a folklore adventicio, pero que brega por una sintonía entre la vitalidad del individuo y el rumor acompasado de la naturaleza. En esta cuerda vibra y nos hace vibrar la poesía de Akiko Yosano.

 

IV. LO NUEVO, LO VIVO

Partida de la sensibilidad, de la emoción, del cuerpo, la poesía de Akiko Yosano es capaz de superar la trampa mortal de una creatividad que a veces duda ante estas clásicas preguntas: ¿antiguo o viejo? ¿nuevo o novedoso?

            El arco cultural japonés (narrativo, poético, plástico, musical, noético) se ha visto tensado desde hace siglos por fuerzas que jalan en sentidos opuestos:

– A veces la madera del arco se ablanda y se deja curvar, obediente al tirón ejercido sobre el hilo de cáñamo: entonces se producen estallidos de invención, capaces de incitar y sostener el surgimiento de bellos y eficaces edificios retóricos.

– En cambio, el arco se endurece cuando afloja el gesto de la mano que pulsa la cuerda: tocan tiempos prolongados de difusión y aclimatación de lo mismo, con obsesiva reiteración de reglas retóricas ya inventadas y que sólo interesan como ocasión para perfeccionar una forma, sin exigencia apremiante de cambio.

– Hasta que otro arrebato creativo permite el renacimiento de modos que parecían aletargados, excesivamente regulados, apresados en el corsé de formalismos que todos acatan.

            De modo nada casual Yosano se saca, por así decir, el corsé con un gesto atrevido que expresa su verdadera dimensión: se lo arranca del cuerpo y a la vez de la escritura que practica.

            En la cultura japonesa pareciera imperar un movimiento oscilatorio de este tipo: periódicamente lo antiguo se amotina, se rebela, contra la pesada carga de lo viejo. Lo propio de la creación japonesa, cuando se digna reaparecer, es una alquimia que transforma en vibrante despertar lo que se limitaba a ser repetición amortiguada. Ese modo de ser cultural nipón se replica en lo presente: quien se quiere y se sabe artista, tiene que aprender a separar con cuidado lo nuevo (surgido del impulso interior) de lo simplemente novedoso (inerte respuesta a un impulso con frecuencia exterior). En Japón, por paradójico que parezca, lo nuevo dura, sí, pero siempre y cuando aprenda a hundir sus raíces en lo antiguo: la joven Akiko fue tempranamente educada en el cultivo de las tradiciones literarias. En cambio, lo novedoso derrapa y se diluye si se apoya demasiado en gestos aprendidos mecánicamente, sobre todo cuando el artista, auto-limitándose, se imagina actualizado sólo cuando imita la última tendencia foránea: asombra la lucidez con que la poeta Yosano critica la novelería de Tekkan (primero amante, luego marido), por el modo ansioso e indiscriminado de este para absorber la última moda europea o parisiense, en materia de escritura o de arte.

            Dicho lo cual, la pervivencia de Midaregami en el imaginario japonés tal vez tenga que ver con el equilibrio (por momentos endeble, siempre provisorio y a rehacer) entre esas dos raíces eternas del buen hacer poético.

 

V. CABELLO

Ninguna figura aparece con tanta frecuencia en este poemario de Yosano como los cabellos. En la alcoba, después del amor, huelen a azucenas. Regados sobre el arpa japonesa, miman la actitud de abandono de su amante. A veces hacen sonar alguna cuerda. Expresan la inocencia de una jovencita que se pasea incauta mientras arrecia el viento. Rozando el texto budista sagrado, sugieren audaz proximidad entre el joven bonzo que lee y la pizpireta que con su actitud (ya no tan inocente) no se limita a escucharlo atentamente. Los cabellos permiten visualizar el detallado arreglo que autorizan el ocio o una espera dilatada. En todo momento semejan los sentimientos amorosos confusos de la narradora.

            Muchos poemas de Akiko pintan esas mociones de un modo que remite a las jóvenes bellas de la corte de Kioto, suspirando por la azarosa visita del príncipe Genji mientras conversan o escriben su diario. Por su lozanía, los poemas de Yosano siempre están a punto de remitir a la volcánica emoción de la primera juventud. Pero Akiko es buena hacedora y sus textos consiguen ordenarse, en ocasiones a fuerza de calzar el ceñidor, métrico y temático, del tanka.

            El largo y el color del cabello manifiestan el ser de quien lo lleva. No siempre la voz lírica pretende figurar a un mismo personaje. Ni siempre se habla de cabellos propios (también pueden ser mechones de un amante muerto o el pelo de una vendedora en el mercado). Pero evocan sin interrupción el tono personal, corporal y pasional de la escritura de Yosano. El pelo es un atributo básico de la mujer japonesa. Akiko no pierde de vista ni un momento que en la novela de Shikibu el cabello era el dato más visible (en ocasiones, el único visible) y el que mejor definía a cada una de las féminas retratadas. En diversos tanka se percibe una sutil traslación espacial desde la cabeza y la cabellera del personaje lírico hacia las de una dama de la antigua corte. Además, el cabello contribuye a la glorificación del cuerpo femenino que Yosano de a ratos emprende en sus versos.

            Porque, yendo más lejos que Murasaki, la joven Akiko no conecta esas sensualidad y sexualidad únicamente con largas melenas alisadas con plancha a carbón y fijadas con laca, propias del siglo XI. Cabe imaginar que, a sus ojos, tal procedimiento acentuaría la rigidez de movimientos de un cuerpo ya fajado en el kimono, así como rostros demasiado fardados por el maquillaje. La poeta se dirige en dirección contraria: menciona kimonos desanudados, cuerpos desnudados, en intensos movimientos de rotación y traslación, propios del acto amoroso. En parecido escenario, el pelo despeinado, desaliñado, desarreglado, revuelto, enredado, no hace más que retratar la pasión en movimiento, en actualización, sin una conciencia refleja que recuerde las convenciones, sin tapujo o timidez, sin preguntarse por los límites.

            El cabello personifica una sexualidad nada etérea, muy corporal, capaz de suscitar múltiples efectos. Tan potente símbolo recuerda en este punto a otra poesía (en todo lo demás diferente) como la de nuestro cercano Lautréamont, escritura de una crudeza que llega a ser chocante cuando identifica pelo y sexo. Yosano mantiene en cambio un tono suave y comedido (sigue siendo nipona), pero al tiempo sugerente. Un especialista japonés de Yosano, H.H. Honda, traduce midaregami como “cabello en dulce desorden”. Ese dulce desorden es el juego carnal, a la luz de cuyas llamas Akiko compuso su primero y ya maduro libro de poemas de amor.

 

VI. OTROS TRES POEMAS

Este habla del cuerpo vibrando en la mirada y el deseo del otro: 

su mirada se clava
en mi tenue
kimono de seda:
¡odio esa lámpara
que parpadea!

Madurez de la precocidad: 

diecinueve años
tú y yo,
cuando vimos reflejadas
nuestras caras en ríos
diferentes, iguales

 

Y finalmente un clásico que todas y todos siguen recitando hoy día:

en el recinto del amor          
olor de lirios:
¿es mi pelo revuelto
o el temor que su aroma
se esfume con el día?  

 


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