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Robin Myers – Una buena invitada en este mun...

Robin Myers – Una buena invitada en este mundo

En el número #39 de Hablar de Poesía, que ya está entrando a imprenta, presentamos, bajo el título de “Una buena invitada en este mundo” una entrevista de Ezequiel Zaidenwerg a la poeta norteamericana Robin Myers (n.1987), acompañada de 7 poemas inéditos en edición bilingüe. Compartimos una de las preguntas del reportaje, y un poema.

Viviste en tres idiomas diferentes –inglés, español y árabe– y te ganás la vida traduciendo. ¿Cómo ha influido eso en tu escritura y en tu vida?

Me hizo más consciente de que la lengua es lo más íntimo y lo más arbitrario que tenemos. Me volvió más crítica del inglés como instrumento de supremacía política y económica en todo el mundo. A la vez, también me hizo más consciente de la extrañeza de sus texturas y de su riqueza, de un modo que no deja de asombrarme jamás. Me hizo darme cuenta de que podés habitar una segunda lengua con la misma complejidad y el mismo amor que tu idioma materno, pero que son una complejidad y un amor distintos. Me hizo sentir, constantemente y en igual medida, horror y asombro comprobar cuánto dependemos del lenguaje en nuestros intentos por entendernos los unos a los otros. Me llevó a aprender a aceptar que, cuando hablamos más de un idioma, también traducimos nuestras personalidades. Me hizo escuchar diferente: cuando estás aprendiendo un idioma nuevo (lo sentí en particular con el árabe, que llegué a entender bastante bien pero que nunca logré hablar con fluidez, ni tampoco aprendí a leerlo y escribirlo), tenés que prestarle una atención muy intensa a la gente sin ser capaz de participar en pie de igualdad de la conversación. Tu escucha se vuelve más activa que tu habla. Me hizo querer ser una buena invitada en este mundo.

AL-KHALIL

Había que pasar por un puesto de control afuera de la mezquita
donde había ocurrido la masacre. Los soldados se llevaron nuestros pasaportes
y desaparecieron, lo cual quería decir que no nos íbamos a mover de ahí
por un rato largo. Otro, en la entrada, estaba sentado en una plataforma
como el vigía de un barco. Como la mayoría de los traductores, era el policía bueno.
Saludaba a las mujeres con mucha educación, se sabía los nombres
de los chicos, bromeaba sobre fútbol en árabe. Shadi lo miraba
con expresión sombría. Él nunca había estado en Al-Khalil
y pasó un rato hasta que me contó qué fue
lo que se dijeron. “¿De dónde sos?”,
le preguntó el soldado, en hebreo. Haifa, dijo Shadi, en árabe.
“¿En serio?”, le preguntó el soldado, en hebreo. “¿En qué calle?”. Abbas,
le dijo Shadi, en árabe. “Mirá vos”, dijo el soldado,
en hebreo. “Somos vecinos”. Y, señalando el puesto de control,
“¿Cuánto hace que estás esperando?”. Sesenta años,
dijo Shadi, en hebreo. “Mirá”, le dijo el soldado,
en hebreo, “ustedes deberían estar agradecidos con nosotros. Antes
de que llegáramos, ni siquiera tenían autos, sólo camellos”.
El abuelo de Shadi había sido taxista, en árabe.
Shadi no dijo nada, en ningún idioma. Cuando nos devolvieron los documentos,
bajamos por una calle donde todo era de piedra y gris
y cargado de tensión como si fuera estática: gatos raquíticos,
un nene con un solo brazo, un padre que lo agarró más fuerte
cuando nos vio. Seguimos caminando hasta que vimos a otro soldado.
Un chico más grande, que tendría doce, andaba por ahí.
“¿Adónde van?”, preguntó el soldado, en hebreo. “Estamos paseando”,
dijo Shadi, en hebreo. “Tienen que volver”, dijo el soldado, en
hebreo. “¿De dónde sos?”, me preguntó el soldado,
en inglés. Nueva York, le dije yo, en inglés. “Ah, Nueva York”, dijo
el soldado, en inglés. Le hizo un gesto al chico. “¿Sabés
dónde queda eso?”, le preguntó el soldado al chico, en inglés. Estados
Unidos, dijo el chico, en inglés. “Estados Unidos”, dijo el soldado, en inglés.
¿Te gusta Estados Unidos?, le preguntó al chico, en inglés. El chico
no dijo nada, en ningún idioma. Por supuesto, pasaron otras cosas
ese día. Un chico que remontaba un barrilete en una azotea; rollos
de paño negro con florcitas carmesí bordadas; queso dulce;
un olor espeso y áspero como una especie de marihuana
del quinto círculo; un enrejado como un velo sobre los pasillos
de la ciudad vieja, donde los colonos a veces le tiran
comida podrida o agua de la cloaca a la gente que pasa; un restaurante
y rotisería donde preguntamos si podíamos entrar a hacer pis;
la voz de Shadi, en árabe, que saludaba a la gente que nos dijo
donde estaba lo que buscábamos –la salida– como si hubiera sido
la primera vez que venía. Y a lo mejor lo fuera,
aunque no estoy seguro de qué respondería si se lo preguntaras.

AL-KHALIL 

You had to pass through a checkpoint outside the mosque,
where the massacre had been. The soldiers took our passports
and vanished, which meant we weren’t going anywhere
soon. Another, at the entrance, sat high as a lookout
on a ship. Like most translators, he was the good cop.
He greeted the women politely, knew the names
of little boys, joked about soccer in Arabic. Shadi
watched him darkly. He’d never been to Al-Khalil
before and it was some time before he’d tell me
what they’d said to each other. Where are you from?
asked the soldier, in Hebrew. Haifa, said Shadi, in Arabic.
Really, said the soldier, in Hebrew, What street? Abbas,
said Shadi, in Arabic. Look at that, said the soldier,
in Hebrew, We’re neighbors. And, gesturing to the checkpoint,
How long have you been waiting here? Sixty years,
said Shadi, in Hebrew. You know what, said the soldier,
in Hebrew, you people should be grateful to us. Before
we came, you didn’t even have cars, just camels.
Shadi’s grandfather had been a taxi driver, in Arabic.
Shadi said nothing, in anything. IDs returned, we made
our way down a road where everything was stony and gray
and charged with a sort of static unease: skinny cats,
a child with one arm, a father who pulled him closer when
he saw us. We walked until we met another soldier.
An older boy, maybe twelve, hovered by the curb. Where are
you going? asked the soldier, in Hebrew. We’re just walking,
said Shadi, in Hebrew. You have to go back, said the soldier, in
Hebrew. Then, Where are you from? the soldier asked me,
in English. New York, I said, in English. Ah, New York, said
the soldier, in English. He gestured to the boy. Do you know
where that is? the soldier asked the boy, in English. America,
said the boy, in English. America, said the soldier, in English.
Do you love America? he asked the boy, in English. The boy
said nothing, in anything. Of course, there were other things
that day. A child flying a kite on a roof; bolts of black
cloth threaded with crimson blooms; sweet cheese;
a dense, harsh smoke-smell like some kind of fifth-circle
marijuana; overhead grates veiling the open-air aisles
of the old city, where settlers would sometimes fling
rotting food or raw sewage onto passers-by; a roast
chicken restaurant we where asked if I could go in to pee;
Shadi’s voice, in Arabic, greeting the people who told us
how to get where we were going—out—as if it were
the first time he’d ever come. Which, again, it may have been,
although I’m not sure that’s what he’d say if you asked him.