(AC)
Un tesoro, este libro[1]. Básicamente una colección de 38 tankas japoneses, cada uno íntima, cordialmente presentado, comentado y traducido por el mexicano Aurelio Asiain (una autoridad en las dos materias fundamentales para poder hacer un libro así de bueno: la poesía, lo japonés).
El tanka, se sabe, es una forma de poesía japonesa de 5-7-5-7-7[2] sílabas, y es conocido sobre todo por ser el padre del haiku, que va un paso más allá en el camino del despojamiento al suprimir los dos últimos versos de la estrofa. La sobrerrepresentación del haiku como arquetipo de la poesía japonesa, da a entender la introducción general, es una de las tantas imprecisas ponderaciones occidentales: el tanka ocupa en el Japón un lugar de parejo privilegio con el haiku, y continúa absolutamente vigente.
El libro, lo repito, es un tesoro. Para dar una idea de por qué, comparto el primer párrafo de la introducción, que lleva por título “Aviso”, y tres de los primeros cinco poemas de la selección (falta, en este simple adelanto, el original en ideogramas japoneses).
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(AVISO)
En Haku Rakuten, pieza de nō que se atribuye con menguante certidumbre a Zeami, el poeta Po-Chu-I (Haku Rakuten para los japoneses) es enviado por el emperador de China a subyugar el espíritu de Japón. Apenas desembarca en la isla, se encuentra con dos rústicos pescadores que, para su sorpresa, no ignoran su nombre ni la música de sus versos y, para su maravilla, practican una forma de poesía distinta de la china pero que la supone y la transfigura. Esa forma es la uta: una secuencia de cinco ku (unidades rítmicas que en adelante llamamos, con imprecisión, versos), cada uno de cinco, siete, cinco, siete y siete moras (las llamaremos, con imprecisión, sílabas), en la que encuentran cauce las voces de las islas: no sólo las de sus hombres y mujeres, también las de las aves y los insectos y los demás seres vivos. Ante esta revelación, el famoso poeta claudica para volver por donde vino. Entonces, uno de los pescadores, transfigurado en Sumiyoshi, dios japonés de la poesía, baila, y al bailar anima con sus mangas un viento que empuja al barco de vuelta a las costas de China…
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1.
Funcionario del gobierno provincial de Nara en la primera mitad del siglo VIII, el diligente Kasa no Maro cumplió entre sus encargos los de abrir un camino a través de los montes de Kiso y supervisar la construcción del Kanzeonji en Kyushu. Pero la posteridad lo recuerda por su nombre de novicio y prefiere el único de sus poemas que profesa el budismo: una parábola sobre la evanescencia de la vida cuyas sílabas han probado tener más resonancia que la campana de bronce de ese templo, la más antigua de Japón, y ser más perdurables que el edificio, reducido hoy a la décima parte de su tamaño.
En el Genji Monogatari y en la tercera antología imperial, Shúiskû, hay una versión con dicciones contemporáneas de los versos tercero y cuarto y, en lugar de la nada final, una ola blanca en el quinto (ato no shiranami) que parece un exceso y una pérdida. Pero quién sabe. Dicen que un amanecer el monje Genshin (942-1017) veía desde el templo Eshin cómo remolcaban unas barcas a la orilla del lago Biwa cuando uno a su lado susurró el poema. La emoción lo embargo, le reveló que la poesía, a la que siempre había desdeñado, podía ser una vía a la contemplación y lo incitó a la escritura de poemas.
Mil años después de Sami Manzei, el monje Ryokan (1758-1831) repite la pregunta inicial y se responde:
Como el vacío
del eco de los montes
que resuena en el cielo.
Para ser precisos, en Mansei kogiinishi fune es “la barca que sale remando”. No está mal que en español el último verso pueda referirse al alba, a la barca o a la estela.
¿Que cómo es
la vida en este mundo?
Como la estela
de una barca en el alba
de la que nada queda.
SAMI MANSEI
yo no naka wo
nani ni tatohemu
asabiraki
kogiinshi fune no
ato naki gotoshi
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2.
El Man´yoshû recoge canciones de los sakimori: los soldados que a mediados del siglo vii empezaron a ser reclutados, sobre todo en las provincias del este, para servir como “guardianes de los cabos” en el norte de Kyushu, en prevención de las amenazas chinas y coreanas. Ôtomo no Yakamochi las recopiló en 755, cuando estuvo adscrito como funcionario militar al puerto de Naniwa, en lo que hoy es Osaka y en donde se reunian y embarcaban los conscriptos. Muchos de esos poemas son expresiones de añoranza y en sus acentos descansa en alguna medida la reputación del Man´yoshû como expresión del alma popular, aunque es dable imaginar la mano del editor cortesano en la versión final de los textos, todos en estricta forma de tanka. No son anónimos. El sakimori Wakayamabe no Mimaro provenía de Aratama y estaba al servicio del secretario Yakamochi
La palabra itaku califica un amor muy intenso y que tal vez la terminologia contemporánea llamaría dependiente. Una interpretación habitual entiende que se trata del espíritu de la esposa, y la más extremosa, que ha muerto; prefiero que el encanta miento del esposo sea el de todo enamorado, poseído a tal grado que al saciar la sed alimenta el deseo y en lugar de su reflejo ve el rostro de la amada.
Advierto que la versión española dice “rostro” donde el original kago (forma antigua de kage): sombra, reflejo, imagen. Noto también que, aunque versiones y comentarios coinciden en que se refiere a la imagen de la mujer, el original es menos claro y el verso podría traducirse, por ejemplo, como “Veo el reflejo…” Lo que no traicionaría el sentido de esta visión contraria a la de Narciso. La poesía japonesa, desde los primeros siglos, bebe realidad en aguas reflexivas.
Así es mi esposa:
su amor siempre me alcanza.
Veo su rostro
en el agua que bebo,
y no puedo olvidarla.
WAKAYAMABE NO MIMARO
waga tsuma wa
itaku kohi rashi
nomu mizu ni
hago sahe miete
yo ni wasurarezu
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3.
Colección de las diez mil hojas, o de las diez mil generaciones, son las dos posibles traducciones del título Man´yôshû. El libro, que se leerá mientras las generaciones se sucedan, incluye entre 4516 y 4540 poemas, según la edición. Más de una décima parte de esa suma, los comentarios en prosa y algunas composiciones en chino son de Ôtomo no Yakamochi, seguramente también el principal compilador. De ese corpus personal quizá la pieza más apreciada por la sensibilidad moderna sea una que curiosamente no fue bien leída, según explica Makoto Ooka, hasta que el poeta Utsubo Kubota (1877-1967) reparó en ella; pero tiene virtudes que uno pensaría eternas.
No hace falta saber japonés y ayuda el oído de nuestra lengua para percibir el aleteo de las aliteraciones en la primera mitad del poema: un paisaje fonético en cuyo centro se despliegan las dos alas de haruhi ni hibari (alondra en el día de primavera), y que contrasta con las oclusivas que se acumulan al principio de la segunda mitad (kokoro kanashi) para disolverse en el silbido final (sh). El contraste sonoro corresponde al semántico: la primera mitad es abierta, luminosa, aérea; la segunda, cerrada, oscura, susurrante. Los primeros tres versos alzan la vista al cielo; los dos finales son cabizbajos y meditabundos. Esas posiciones apuntalan la correspondencia entre el ave sola en la vastedad y el corazón sumido en pensamientos. (La traducción francesa de Yves-Marie Alloux me reveló ese contraste y la tentación difícil de traducir como “sumido” lo que literalmente dice “solo”.) Traduzco kokoro como corazón, pero es mucho más: espíritu y cuerpo. La transparencia reflexiva de este poema vertical preludia paradójicamente, en su simetría arquitectónica, las espirales especulares en que se abismarían los siglos por venir.
En la serena
luz de la primavera
sube una alondra.
El corazón, qué triste,
solo en sus pensamientos.
OTOMO NO YAKAMOCHI
uraura ni
tereru haruhi ni
hibari agari
kokoro kanashi mo
hitoshi omoheba
[1] Asiain, Aurelio (comp, traductor). Luna en la hierba. Interzona Editora, 2023. Buenos Aires. El libro tiene una primera edición de 2007, en la española Hiperión. De hecho, al final de la introducción Asiain recomienda la lectura del Kokinsû y del Hyakunin Isshû, “publicadas por esta misma casa” (refiriéndose a Hiperión, no a Interzona).
[2] Borges incluye en El oro de los tigres (1972) seis tankas. El más conocido, porque cifra un tema central de toda su literatura, es el último:
No haber caído,
como otros de mi sangre,
en la batalla.
Ser en la vana noche
el que cuenta las sílabas.