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Acontecer, impulso, mutación: la poética de Ósip Mandelshtam

por Lucas Brockenshire

 

Yo estaba afuera, en el patio, lavándome;    
arriba, el áspero cielo estrellado. 
Rayos de luz, como sal, sobre el hacha,
y enfriándose, un barril con agua al ras.  

Las hojas del portón están cerradas;
la tierra, en su conciencia, es implacable,
y entre las cosas puras queda solo
la sencilla verdad de un trapo limpio.

Una estrella se funde, como sal,
y el agua del barril se vuelve negra.
La muerte ahora es más limpia, más salada; 
y esta tierra, más cruel y verdadera.

                                                         1921

 

En el poema, Mandelshtam no dice nada acerca del asesinato de su amigo y compañero acmeísta Nikolái Gumiliov, fusilado el 26 agosto de 1921 por la policía secreta bolchevique. De hecho, si no fuera por unos párrafos que se encuentran en el ensayo “Mozart y Salieri” de Nadiezhda Mandelshtam y por las similitudes que existen entre el poema de M. y “Hurgando entre las sombras, el terror…” de la también acmeísta y ex-mujer de Gumiliov Anna Ajmátova, seguramente pasaríamos por alto el vínculo entre el poema y esa historia omitida. Y esto es así porque “Yo estaba afuera, en el patio, lavándome…” no testimonia un acontecer sino la maduración que ese acontecimiento suscitó en el fuero íntimo del autor.

        Si en Piedra, su primer libro de poemas, M. había salido a la caza de las formas de la técnica poética, este poema parece anunciar que esa búsqueda juvenil ha llegado a su fin. Asumir que la poesía es ante todo un diálogo implica que nos reconozcamos como partícipes de una conversación límite; implica buscar nuestro lugar entre los vivos y los muertos, con todo lo que eso significa. Como granos de sal sobre un mantel oscuro, los ecos cristalizados de esa conversación quedan a la vista después de levantar el poema: “La conciencia, la desgracia, el frío, la tierra verdadera y terrible, con su dureza; la verdad como soporte de la vida, las cosas que se nos dan de forma pura y sencilla: la muerte y las ásperas estrellas del firmamento” (N. M.).

 

ACONTECER

Los grandes acontecimientos de la vida pueden, a veces, dar ocasión a un impulso artístico, aunque, ciertamente, quien tiene abierto el oído es susceptible de percibir cualquier suceso –la caída de una manzana, el andar de una amiga– como un auténtico acontecer poético. 

           En sus escritos en prosa, M. distingue tres tipos de impulsos poéticos. El primero de ellos, el impulso fundamental, se reconoce por la aparición de una voz secreta: el tema o imagen interior. La irrupción de ese impulso conmueve el fuero interno del poeta, arrancándolo de su entorno inmediato. No es espejo del estado interior del artista ni fruto de su voluntad; es el estímulo artístico profundo, la dotación energética preliminar requerida para vencer la inercia del silencio y poner en movimiento un cuerpo y una conciencia. En la medida en que se despliega esa escucha secreta, el poeta, asegura M., comienza a vislumbrar los contornos de un “todo resonante”, una impresión o modelo “todavía no desmembrado en palabras, sonidos, ritmos, ideas ni versos”. Con los primeros rumores y murmullos, que suben en forma convulsa desde el fondo de la cavidad glótica, ese impulso fundamental empieza a adquirir la magnitud de un todo rítmico. La acción verbal se torna balbuceante, silábica, y enseguida los elementos del discurso se acompasan, se enjambran, se apresuran a “escapar volando de los labios”, como abejas que vuelan de la colmena.

            La poesía no dice nada acerca del impulso fundamental que la precede, a no ser de manera indirecta. La lógica que explica esa omisión es implacable: si un poema se muestra reductible a una realidad anterior, a una totalidad más elemental que sí mismo, no es un poema sino el auxiliar perifrástico del impulso que lo originó; por otro lado, si no proviene de una región insondable el poema, si no es invulnerable al desmembramiento analítico, no es más que mera técnica aplicada. Ningún poema nace de una necesidad lógica, ningún poema es plenamente racionalizable: su maravilla siempre tiene por contrapartida su posible prescindencia, el hecho de que pudo no haber sido. 

            Por tanto, no se tiene clara consciencia del todo resonante que antecede al poema, pero en cambio sí podemos conocer la flexión del aparato instrumental –la forma en que el poema se estructura en series, períodos o ciclos rítmicos– y la motricidad transformacional de las imágenes, su incesante marcha diferenciadora. 

 

 

EL IMPULSO FORMAL

Los siguientes dos impulsos, el de la concreción formal y el de la transformación de la imagen poética, están supeditados al impulso fundamental de la misma manera en que el nogal y sus sombras cambiantes lo están a la nuez: en todo y en nada. 

            El artista, decía M., está poseído por un “incontenible impulso generador de formas”, por la necesidad de modelar el espacio munido de una medida, que más que jueza es cómplice activa de la labor del poeta. Rimar, metrar, pausar, encabalgar y estrofar son movimientos que son indisociables de nuestras rutinas rítmicas elementales. Así, cuando conversamos, andamos, hacemos un alto, abandonamos un sendero o regresamos a casa, estamos ensayando una gimnástica que se trasunta en la rítmica del poema. Detrás de esas rutinas subyace nuestra hambre de transformar el movimiento puro, el impulso fundamental, en mensurable rítmica, en armonía. 

            Lo que puede la relación entre el ritmo corporal y el ritmo poético con vistas a establecer una rítmica general, lo puede la inseparabilidad entre sonido y contenido con vistas a establecer lo propio del discurso poético. Y esto es así porque la poesía es la sanción de que el cuerpo sonoro y el cuerpo léxico son inseparables. Cada fonema, sílaba, palabra, pausa, frase y verso se encuentra donde está porque dice lo que dice y porque suena como suena. Y podemos agregar: si el elemento distintivo de la poesía es reductible, en última instancia, al principio del paralelismo o unisonancia –la rima y el ritmo; las estructuras de repetición de la retórica y la sintaxis; lo versal (la escansión del discurso en renglones continuos integrados verticalmente); lo narrativo y la imagen–, entonces los formantes poéticos, además de unidades de sonido-sentido inseparables, deben reconocerse también como lógicamente coimplicados; es decir, como hechos del discurso simultáneos. Así, al igual que una obra escultórica o plástica, en el poema, principio y fin, antecedente y consecuente, vita y smarrita permanecen indivisos e internamente sincrónicos a pesar de la multiplicidad de aristas de la obra y la manifestación sucesiva de sus miembros.

 

EL IMPULSO TRANSFORMACIONAL

El pensamiento en imágenes poéticas, para M., excede el orden del vasto tesauro de las correspondencias. Toda vez que la poesía piensa en imágenes, se activa el verdadero nervio de la materia poética, que no es otra cosa que su capacidad de mutar nuestras impresiones en perspectivas inusitadas, desgarrando nuestros trances cotidianos y agitando los sentidos y la memoria. El encanto de la verdadera imagen poética reside justamente en que contrae la fuerza dramática de una irrupción en escena, la extrañeza del sincretismo, lo enigmático de la alusión, la prescindencia de lo insustituible, la permanencia de la novedad absoluta. 

            Las imágenes poéticas nos hacen pensar en un astil de madera que se endereza, se empluma y se arma de una punta en su extremo superior después de ser disparado, erizándose como una flecha que se alarga a medida que se acerca asintóticamente a la meta. Cada imagen funciona como una flecha que, materializándose en la medida en que se aleja de su origen, va llenando el espacio vacío con la estela de su propio impulso diferenciador: “La composición no se forma a partir de la acumulación de rasgos particulares, sino a consecuencia de que cada detalle se separa del objeto, se aleja de él, sale volando, se aparta del sistema, se retira a un nuevo espacio…” (M.). A la imagen poética no la sustenta por tanto la ley del mínimo esfuerzo, como hacían pensar los simbolistas rusos, sino la ley de la conservación energética: igual que el agua que baja de un tanque, la energía potencial se convierte en energía cinética en un proceso signado por un impulso primario y su consecuente deriva metamorfósica. Para M., las imágenes poéticas son algo más que ilustraciones que convergen alrededor del objeto poético, balizándolo centrípetamente. Son un haz de significados que se despiden del poema vectorialmente en n direcciones; son impulsos que se alejan del impulso primario como flechas flechándose, como aviones que en pleno vuelo fabrican y ponen a volar nuevos aviones.

            Nikolái Gumiliov decía que para cada poeta las estrellas asumen un valor distinto. “Para Mandelshtam”, señalaba N. M., “significaban el abandono de la tierra y por lo tanto una sensación de extravío”. En los poemas del período 1918-1925, las estrellas adquieren atributos ominosos e inclementes: “En la terrible altura, un fuego fatuo…” (n. 101, 1918); “las estrellas están enmudecidas” (“Concierto en una estación de tren”; n. 125; 1921) “crueles estrellas” (n. 127; 1922); “una estrella fatal” (n. 133, 1922). El campo de lo estelar también se asocia en este período con lo abrasivo y lo punzante, como se ve en los sintagmas “ásperas estrellas” (n. 126, 1921) y “la espinosa falsedad estelar” (n. 144, 1925). La asunción de esa particularidad háptica señala el principio de una diseminación fonosemántica, una deriva de la imagen hacia un nuevo conjunto de objetos, hacia una nueva meta marcada por la cualidad física de la agudeza. 

            Entender por qué las estrellas se afilan o se erizan, por así decir, implica comprender primero su violenta mineralización, el porqué de su transformación en ásperos granos de sal: “Rayos de luz, como sal, sobre el hacha” (v. 2), “Una estrella se funde, como sal, / y el agua del barril se vuelve negra” (vv. 9-10).  

 

LA SAL Y LA DISOLUCIÓN DEL FIRMAMENTO

A propósito del canto xxvi del Infierno, M. decía: “Este canto trata de la composición de la sangre humana, que contiene sal marina. El origen del viaje está inscrito en el sistema de los vasos sanguíneos. La sangre es planetaria, solar, salobre…”. Nuestra sed de viajar se explica circularmente, entonces, a partir de la sal –es decir, la sed– que llevamos en la sangre. En el poema n. 127, compuesto inmediatamente después del poema que internaliza la muerte de Gumiliov, se repite la deriva estelar-salina del poema anterior, pero en esta ocasión se externaliza el tema de la injusticia, que adquiere visos concretos. El encadenamiento de impulsos nos habla de una violencia suprema e incompensable, una violencia que parece licuar los pactos elementales de la vida: “Crueles estrellas” (v. 3); “saladas estrellas” (v. 22); “para otros la brusca sal de una magnífica injusticia” (v. 20). Si consideramos estos dos poemas conjuntamente y los contraponemos a la imagen del canto xxvi del Infierno, advertimos que el blanco de la imagen ha mutado. La sed ya no nos conduce a través de los vasos sanguíneos hacia el corazón jovial del mar sino al salvaje y escarpado terreno de la conciencia: “Como sal esparcida sobre los adoquines / mi conciencia se tiende, blanca, frente a mí” (n. 140, 1924). 

            El salario fijo es la retribución que recibe quien ha derramado sal –sangre, sudor y lágrimas– trabajando. De la misma manera en que el agricultor abona la tierra para reponer aquello que en la cosecha le quitó, quien usufructúa el trabajo ajeno debe abonar, debe reponer la sal vertida durante la jornada laboral. Así se sostiene el endeble equilibrio mineral: “Tengan sal en ustedes y vivan en paz los unos con los otros” (Marcos 9:50). La sal que preserva esa frágil ley humana es un reflejo de la sal de la ofrenda, del pacto con Dios (Levítico 2:13). De ahí también que la función primordial de los gobernantes, ya desde la Odisea y los tiempos de Darío I, sea la de sustentar la prosperidad religiosa, económica y militar –el ciclo salino-sanguíneo– de su pueblo. El incumplimiento de esa responsabilidad se cristaliza en tres impurezas: la mentira (injusticia), el hambre (infertilidad) y la derrota (servidumbre): “La muerte ahora es más limpia, más salada” (v. 11); “y entre las cosas puras queda solo / la sencilla verdad de un trapo limpio”. (vv. 7-8). 

            Si en el Salmo 107, Dios convierte tierras fértiles en baldíos salobres a consecuencia de la maldad de los hombres, en M. será el mismo cielo estrellado el que se transformará, producto de la injusticia, en un inmenso eriazo estéril. Los granos de sal son los precipitados que se incrustan en la tierra tras la acción del sol sobre el agua marina. Como los infernales ángeles da ciel piovuti, el camino de la sal comienza con una caída del cielo, con la disolución del firmamento: “Ni en el Leteo helado olvidaremos / que nos costó diez cielos esta tierra”. 

 

VERDAD Y AUTORIDAD

Para M., la poesía es conciencia de la propia legitimidad. La autoridad de un poema no proviene de una garantía heredada que lo preserva del error, sino de la legitimidad que emana de la “música grandiosa de la confianza, de la fe”. Ser autor, en sentido profundo, es pronunciarse con autoridad, es creerse capaz de expresar algo verdadero. Más aún: es dar por sancionada y consumada la propia verdad sin que esta haya sido sometida a sanción alguna. En este sentido específico, la poesía consiste en un compromiso, un voto, y desde ese punto de vista, distinguir entre poesía y profecía resulta imposible. 

            La conciencia actual de autoridad, aquella fuerza anticipada que nos impele a escuchar al poema como si ya estuviera consagrado, debe ser ratificada, debe recibir finalmente su autoridad de aquellos que providencialmente –sin filiaciones ni intereses previos– se deciden a atender una voz. Dicho de otra manera: si el poema no estuviera convencido de su propia dignidad, no nos sentiríamos interpelados a escucharlo; pero si el poema que oímos no arraiga en nuestro oído y en nuestro fuero interior, si no nos lo apropiamos, si no lo recordamos y traducimos, entonces no quedará huella de él, y será como si no hubiera existido. Esa autofundada autoridad preliminar, esa riesgosa promesa de verdad surge en el poeta gracias a la autoconciencia de su valor, que es indistinguible en última instancia de la fe en la propia vocación, en la capacidad de la poesía de hacer existir

            La Casa de las Artes de Tiflis; últimos días de agosto de 1921. M. sale al patio a lavarse la cara. Se para junto al barril de agua, bajo el áspero cielo estrellado, a la luz de las estrellas. El que los rayos de las estrellas se reflejen en un hacha y el agua oscura se esté enfriando nos advierte que una amarga verdad invade la escena nocturna. El paño que lleva M., de hilo grueso, es una tela rústica rescatada de una convulsa estadía en Ucrania. Una estrella se disuelve en el agua helada del barril y enseguida el agua se oscurece. La conciencia del poeta sufre la misma transformación. No hay justicia sin verdad. No hay sal que no produzca heridas, como enseña el verbo ruso насолить (‘salar’, ‘dañar’). La sed de verdad, la poesía, y el dolor de la verdad de pronto se han vuelto indistinguibles.


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