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Tres reseñas (Herrera, Wilcock, Rucavado)

Tres reseñas (Herrera, Wilcock, Rucavado)

ALBORES DE UN POETA NUEVO

[Sobre Herrera, el viejo (Ediciones En Danza, 2020), Lady Macbeth (Barnacle, 2021) y Almuerzo en Traslasierra (Ediciones en Danza, 2021) de Ricardo Herrera]

 por Carlos Rey

 

Aunque la afasia aceche, intentarás
redefinir el alma y renacer;
porque habrá un renacer en lo que escribes,
el renacer por muerte que es el alma.

Tracemos la trayectoria creativa de un poeta, desde sus comienzos cuando soñaba con convertirse en uno hasta los años tranquilos de la vejez, pasando por los años más álgidos de planteos y discusiones en la trinchera del arte, y encontraremos en su obra reunida “poemas de juventud”, el poeta aquí aún no ha encontrado su propia voz y se sirve de las voces de sus maestros predilectos para expresarse; “poemas de madurez”, sin dudas el conjunto más importante, el poeta ha dejado atrás su aprendizaje y logra plasmar en sólidos y personales versos sus ideas y sentimientos; y finalmente, si el poeta ha tenido la fortuna de vivir largos años, “poemas de vejez”. Este grupo, sin embargo, a diferencia de los dos primeros, no suele ser tan claro a la hora de su clasificación. Eso explica que lo encontremos casi siempre bajo el nombre terminal de “Últimos poemas” o “Poemas finales”, pero es evidente que no se trata de lo mismo. Principalmente porque tarde o temprano a todo poeta le llega el momento de escribir sus “últimos poemas”, pero no así el de escribir sus “poemas de vejez”. Y no sólo porque la edad sea el factor determinante y el poeta tenga que contar en su haber una buena cantidad de años para hacerlo, sino que igual peso e importancia tendrá la conciencia y aceptación de esta nueva etapa en su vida para llevarlos a cabo.

     Sabemos que en las sociedades ultramodernas que vivimos la idea de vejez ha perdido cualquier signo positivo y la juventud se ha prolongado indefinidamente. Ese espejismo ha llevado a muchos artistas a preferir repetirse hasta el hartazgo, simulando con maquillaje una juventud que ya no existe antes que aceptar que han envejecido. Resultado de nuestra triste realidad. Pero por suerte para nosotros todavía existen artistas genuinos, y entre ellos pienso en Ricardo Herrera, que no se dejan engañar con ilusiones, sobre todo porque su propio ideal de arte se los impide, y aceptan dar el paso y reconocen el peso de los años y asumen con entereza el papel que les toca ahora como poetas viejos.

     Más que destacar el acto de coraje literario que significa hoy reconocer la propia vejez (algo que para los que conocen la obra de Ricardo Herrera no es ninguna sorpresa, ya había dado muestras de ese mismo coraje, si bien en otro sentido, en el pasado) lo que me interesa remarcar es algo que para mí es mucho más importante, y es la necesidad vital de nutrirse de poesía. Claro que esa savia poética para un hombre que se encuentra en el tramo final de su vida significa otra cosa que lo que puede llegar a significar para un poeta joven cuyas aspiraciones están todas puestas en el futuro prometedor; para un poeta viejo, que está de vuelta de todo y que lo único que tiene es su presente y un pasado que se le presenta como memoria, la poesía se convierte realmente en una experiencia vital y salvadora.

     Imaginemos la siguiente situación. Un hombre, que a su vez es un poeta gastado por los años, emprende un paseo por un camino escarpado llevando como única compañía a sus dos fieles perros. Hace tiempo que no escribe, piensa que tal vez la poesía lo ha abandonado, lo que probablemente sea cierto y él lo haya aceptado. El paisaje que lo rodea es hermoso, la brisa fresca, el sol, las nubes y la verde arboleda lo envuelven y le hacen sentir su lugar de paso. Y en ese contexto de extrema desolación y belleza tiene lugar la revelación, la voz interior que vuelve a manifestarse, una vez más el llamado de la poesía, pero un llamado que va dirigido ya no al poeta que era antes de emprender el camino, sino al poeta nuevo que es ahora, el poeta que advierte que ha dejado de ser joven y se adentra en el tramo final de su vida. Y, sin embargo, la poesía no ha perdido su poder de rapto, no ha dejado de ser ese motor móvil que necesita el poeta para seguir viviendo. Esta misma experiencia es la que tiene Ricardo Herrera y la que le permite decir: Después de años de sequedad, tenía el privilegio de sentirme vivo y de oír nuevamente nacer en mí la profunda vida secreta de las palabras poéticas.

       Es así como el poeta Ricardo Herrera acepta su vejez y la convierte en fuente nueva de la que seguir extrayendo poesía. Su papel de poeta viejo le ha permitido reinventarse como poeta y extraer de la pérdida que implica encontrarse en situación de despedida frente a las cosas verdadera riqueza:

 

llegado a la vejez quiere ser viejo
y hacer poesía con la pura pérdida.

(“Autorretrato”)

 

     Y su resultado lo tenemos a la vista, con la publicación sucesiva de tres libros de notable fuerza: Herrera, el viejo (En Danza, 2020), Lady Macbeth (Barnacle, 2021) y Almuerzo en Traslasierra (En Danza, 2021), los que hay que leer como un tríptico, cuyo punto de contacto y afirmación es la nueva condición de ser ahora un poeta viejo.  

   Es difícil no esbozar una poética de la vejez tras leer estos tres libros. Contemos que el mismo poeta nos ayuda y pervierte para hacerlo si tomamos en cuenta los Prólogos que acompañan cada “Cuaderno”. Por ejemplo, Herrera, el viejo, de los tres el más ambicioso y extenso, contiene seis “Cuadernos” y un “Epílogo”, y a todos ellos los acompañan las palabras preliminares del autor. De esa forma, antes de introducirnos en la belleza de los versos, accedemos como lectores al conocimiento del contexto que rodea el nacimiento de su nueva poesía. Y en ese sentido podemos hacernos una idea de sus búsquedas, sus hallazgos y de sus frustraciones, que luego veremos transformados en versos como los que siguen:

Absorto como he estado desde siempre
en las nubes de la literatura,
la vida se me fue en un santiamén.
Mi fe, mi demasiada fe
en la vaga mujer que se ensoñaba
por la mágica acción de mi reclamo,
me abandonó de pronto en el vacío.

Creí tenerlo todo y perdí todo;
y más, porque lo escrito entonces hoy
me aflige como empeño malogrado.
Fue leyendo a Galdós que comprendí
el destino de los desheredados:
construirse en nobleza, en poesía pura,
y saberse plebeyos al final.

(“El desheredado”)

 

     Si bien existe frustración por parte del poeta por no haber alcanzado el ideal soñado (¿acaso es posible alcanzarlo alguna vez?) a lo largo de la lectura de Herrera, el viejo, Lady Macbeth y Almuerzo en Traslasierra no hallaremos nunca reproche alguno a la poesía. A Herrera jamás se le ocurriría decir que la poesía “entreteje naderías” como dijo Borges en uno de sus poemas de vejez. Por el contrario, entre todas las pérdidas que significa desgastarse por los años conservar todavía la llama viva de la poesía es una bendición y una salvación de la que el poeta debe estar humildemente agradecido:

 

Cual la hierba humildísima, poesía;
así nace tu voz cuando la brisa
peina el pueril flequillo de mi hija.

Cual la mirada dulce de la Reina
cuando apoya su morro en mi rodilla;
así tu don se acerca a mi silencio.

Cual un jazmín de pie, salto de dicha
leve en la paz candente de la siesta;
así es tu dignidad, tierna palabra.

(“Cual la hierba humildísima”)

 

     Sin perder la obsesión por el lenguaje, la palabra justa, la forma y el ritmo en el poema, creencias que lo han acompañado durante toda su vida, Herrera se permite hacer concesiones. Es lo que a su manera llamará “prosar versos”:

 

Con el fervor de rústicos refranes
torno mi voz más límpida, más llana;

Restituyo el espíritu en mi lengua
y lo templo con risa celestial.

(“Canto llano”)

 

   En sus poemas de vejez la libertad de acción se presenta como un campo abierto por explorar. Ya no es un principiante, posee el oficio que le ha dado los años y las noches persiguiendo el poema, ha cultivado una voz particular, ha defendido un ideal con el ímpetu que se le da a las causas que uno cree verdaderas y ha vivido lo suficiente para ver cómo todo concluye en derrota, por lo que puede permitirse ahora un verso más ligero, ciertos anacronismos y sobre todo reírse de sí mismo. Sólo un poeta que está bien seguro de su instrumento puede permitirse estas libertades sin colapsar:

 

poemas de la vida que no aspiran
a ser de antología. Hoy soy otro.

Cambio mediante, estoy ya casi a punto
de compartir las tesis de Calvino,

sus escuetas propuestas
para el actual milenio:

levedad, rapidez, exactitud
“Basta de citas hoy”,

me advierte mi otro yo.
Y remata la frase socarrón:

“A la vejez viruelas,
Don Sabiondo”.

(“Casa Haiku”)

 

     A este poeta que es otro, –no totalmente, no completamente– , le está permitido apelar al humor para hacer más ligeras las decepciones. Ya no hay futuro al que proyectarse, sólo existe el presente y el pasado vivido, tomarse demasiado en serio ya no tiene sentido, es el momento de amigarse con los enemigos literarios, agradecerles incluso lo hecho, pusieron sal a la vida cuando se necesitaba, exorcizar amores frustrados y recuperar mediante la palabra otros que todavía siguen latiendo y exhalando vida.

     En ese sentido, Lady Macbeth se muestra como un poemario del amor frustrado, voraz, monstruoso. Todo el libro destila una fuerza abrumadora. Versos de pasión y frustración:

 

Yo también estoy preso en tu maraña
de fría oscuridad. Ahora que es mueca
lo que fue una sonrisa seductora,
hago fuego con leña de tu bosque
de mitos y coartadas psicológicas.
Como cuando eras niña, todavía
destripas sin piedad a un animal.

(“Una noche más”)

 

     Es casi seguro que Lady Macbeth y Almuerzo en Traslasierra hayan nacido juntos y que el poeta decidiera separar los poemas de amor turbulento, que agrupó en Lady Macbeth, por considerar que el tono de reproche, frustración y dolor no se correspondían con los poemas más mesurados y nostálgicos que caracterizan Almuerzo en Traslasierra. En este libro se trata de poemas que abordan el tema del reencuentro con el paisaje y la infancia, la familia, los hijos, las pasiones que han dado sentido a su vida, los libros, la poesía, en suma, las experiencias de un hombre que mira hacia atrás e intenta amigarse con su vida antes que irremediablemente se extinga.

 

Regreso a lo más suave
con un ansia infinita de poesía,
buscando intimidad; ya que, sin duda,
sólo la intimidad es infinita.
(…)
Aquí me reconozco; finalmente, aquí soy.
Ni olvido ni recuerdo alteran el silencio
del puro estar en paz que fluye hacia la idea
que encarna en plenitud este último sol.

(“El último sol”)

 

   Es muy probable, y esperanzador para nosotros si consideramos la efervescencia y vitalidad con que se le ha presentado la inspiración al poeta en el tramo final de su vida, que Herrera, el viejo, Lady Macbeth y Almuerzo en Traslasierra sean sólo el comienzo de esta nueva poética de vejez y tengamos en lo sucesivo el placer de leer otros libros de esta nueva vertiente. Pero si no es así, si el destino elige lo contrario, nos quedarán estos libros como nota final de una obra cuya característica esencial ha sido siempre una fe ciega por la palabra poética:

no es fácil la poesía. Y sin embargo,
es tarea a cumplir.

Abre tus oídos a la luz,
abre tus ojos al silencio,

úngete con el sol de medianoche,
sigue, inquieto hacedor, sigue adelante.

(“Final”)

 

     Después de leer algo así no nos queda más que apelar al honor y seguir adelante.

 

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SOBRE APROVECHEMOS QUE HAY UNA FUENTE DE J.R. WILCOCK

(Huesos de Jibia, 2019 –edición bilingüe con nota introductoria y traducciones de Guillermo Piro)

por Sandro Barrella

Guillermo Piro, traductor de Aprovechemos que hay una fuente, informa en una nota introductoria al libro que los poemas que están por leerse, “en el mismo orden que se presentan aquí, aparecieron en la edición de la obra completa en verso de J. R. Wilcock, Poesie, publicada por la editorial Adelphi (Milán 1980), y constituyen un único corpus reunido bajo el título de Poesie inedite”. Hasta ahí, lo relevante en cuanto a la procedencia de los textos. Puede agregarse: son veinticinco los poemas, breves en general, los no muy breves, no exageradamente extensos, el más exiguo, de dos versos que dicen,

 

Benditos sean los que piensan en el progreso:
yo solo pienso en la muerte y el sexo.

 

            “Su credo irrefutable” llama Piro a esas pocas palabras, y sin dudas acierta, si atendemos la insistencia, bajo formas diversas, del doble par inseparable en poemas como, “Pregunta oída en un sueño”, “En Velletri”, “Querida huésped de mi cuerpo”, “Despertar”, “Te has construido con muchas palabras”, o el indudable “Duerme en tu ataúd como Donne”. Claro que el credo se manifiesta en figuras y formas que van de lo evidente a lo alusivo gracias a las máscaras que Wilcock trama con su destreza verbal, incursiones siempre sorprendentes, aunque pronto se vuelvan naturales, e incluso en aquellos versos cuyo objeto de fe parecía alejarse hasta fundirse en el horizonte del sentido sin dejar huella, retorna ubicuo y las palabras del poema esplenden como una verdad musical. Qué si no irradian los tres versos de “Pregunta oída en un sueño”:

¿Cómo será la muerte? ¿Ver
un tigre de hierro que te salta encima
y no creer que te pueda tocar?

 

            Llega un eco de Kafka, ¿no?, a quien Wilcock tradujo, y leyó con astucia. Semejanzas aparte, el poema recoge de un rumor onírico la sensualidad de un felino en pleno salto, criatura mecánica, efigie atroz en su materia, salto suspendido por los signos de pregunta que alientan la porfía de quien será de manera inequívoca punto de arribo de la bestia de hierro, y objeto de súbita destrucción. La imagen se congela como si de actores se tratase, que en la fijeza de la escena no supieran aun el desenlace previsto por el autor. La muerte ha ingresado al poema, menos en la palabra muerte que en el salto detenido del tigre, del que tanto puede inferirse una voluptuosidad anhelante, y una inminente, fatal aniquilación.

            ¿Y todo aquello que no pertenece a la esfera del sexo y la muerte? Admitiendo que haya algo para Wilcock que escape al doble aguijón, queda la constatación de un espíritu que ve en el mundo de manera continua las metamorfosis de las formas, el punto ciego en que las cosas, los seres, la llamada vida social, el paisaje, la historia y su catálogo indiscernible de hechos, se funden en la claridad encandilada de las apariencias, cuya boca insaciable demanda a cada momento fijar con las palabras un sentido que sin cesar huye y no se deja alcanzar:

 

Y desde esa cabaña donde ahora el hombre cose un botón a una
camisa, el mundo desciende hasta el mar en lentas ondulaciones
herbosas, entre las colinas y los lagos de la isla, plenamente
ignorante de su no ser como la red verde del lenguaje en que se
envuelve la nada.

 

            “Wittgenstein” se llama el poema del que provienen estos versos. El filósofo fue uno de los autores a quienes Wilcock tornaba una y otra vez. ¿Cómo nombrar el mundo? El límite de esa posibilidad, que desveló a W. de Viena, es inmanente a la poesía de W. de Buenos Aires y Roma.

            En el último confín de lo representable, se trate incluso de la muerte o el sexo: ¿mejor callar? De ninguna manera. Wilcock insiste. Tensa la línea demarcatoria, no alude ni se refugia en el silencio, antes elige levantar un edificio del fracaso, la impiadosa evidencia de una defección, eso que nos hace humanos. “Te has construido con muchas palabras” nos dice de un “golem con el verbo entre los labios”, un ser dado a erigirse a partir de categorías y nomenclaturas, alguien que se acomoda en un vocabulario “como en una desgracia incalculable”. Luego, una vez más, como una reafirmación de su fe, mentar la muerte y el sexo, y confirmar que lejos del ideal que señala en el lenguaje la casa del ser, todo es ruina inminente por delante:

 

(…) estas construcciones y conexiones
no pueden durar para siempre, se derrumban;
ni permite que la lógica que cinco palabras
“un animal que sabe hablar”,
Sostengan por mucho tiempo un edificio como ese.

 

            Entre tanto, y para dejar atrás por esta vez lo que de, “caso”, tiene el hecho del escritor que se va de su país natal y no sólo cambia de patria sino también de lengua, etc, etc, etc, quedarnos con estos veinticinco poemas. Aprovechemos que hay una fuente de inmensa dicha, mientras soñamos con más poemas italianos de Wilcock que vendrán a nuestro encuentro, y que sus palabras nos abracen, y ya estemos como amantes, unidos,

 

(…)
por el único punto en que se tocan,
aprovechando que hay una fuente
y el silencio y la noche y las rocas negras
y la orilla que es negra sobre el cielo negro.

 

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SOBRE LIBRO APÓCRIFO DE SAMUEL Y OTROS POEMAS DE MARIO RUCAVADO ROJAS 

(Caleta Olivia, 2019)

Por Yaki Setton

¿De qué lado de la balanza, según Borges, se inclinará este poemario de escritos apócrifos? ¿Del lado de los falsos o de los ocultos? En su Biblioteca Personal, el escritor argentino liga indisolublemente el origen del término “apócrifo” a aquellos relatos evangélicos que han quedado fuera del canon oficial cristiano durante el siglo IV. Sin embargo, el poeta costarricense Mario Rucavado Rojas, quien vive en Buenos Aires desde el 2007, lo lleva en su Libro apócrifo de Samuel y otros poemas mucho más atrás dentro la tradición bíblica: retoma el libro de Samuel para hacernos escuchar la voz del Rey Saúl, de Betsabe, de las concubinas del rey David, de un cronista de la corte del rey Salomón, de Joab a las que suma voces del apóstol Tomás, Electra, Abelardo entre otras.

Libro apócrifo de Samuel y otros poemas adquiere la forma del monólogo dramático para tomar la primera persona de estos personajes bíblicos en uno de los más agudos relatos del corpus hebreo dentro del segmento Profetas: el período inestable y monárquico que va de Saúl a Salomón. Hay un “Adonai” severo – “Yaveh” en la tradición del nuevo testamento-; de voz presente tanto con el profeta Samuel como con los tres reyes del pueblo judío, que establece un diálogo muchas veces áspero con cada uno de estos interlocutores. Allí somos testigos de alabanzas, disputas, bendiciones y castigos gracias a un narrador generoso y potente que aquí se transforma en introspección y subjetividad; en lamentos inquietantes por medio de la forma monologada, en intensidad lírica en su predominio del yo:

 

(Saúl, rey de Israel)

Yo debí haber perdido trono y vida en el instante
en que no desafié a Goliat, cuando en vez de ir al frente
me hice al costado, y le abrí la puerta a David.
Pero noche tras noche, el Espíritu corroía mi espíritu,
mellando mi fuerza y mermando el coraje. ¿Sabés
lo que es que el Omnipotente te haga Objeto de Su ira?
¿Ser blanco de Sus saetas? ¿Beber Su veneno en tu alma?
Yo despertaba y anhelaba la noche, y al acostarme
añoraba que el alba despejase las visiones del Sheol
que llenaba mis sueños. Una nube cubría mis ojos
drenando la vida del brillo y color, el mundo
opacado en blanco y negro.

 

            Sutil en su propuesta, deudora a conciencia de Robert Browning y Alfred Tennyson según el epílogo del poeta, estos monólogos dramáticos se insertan como una cuña en las arbitrariedades e incertidumbres de la historia bíblica y minan con devoción la escritura de los textos sagrados desde el yo introspectivo de los personajes que hablan en voz alta. Y decimos dramático también en términos teatrales porque hay amantes, esposas, concubinas, hijos y cortesanos a quienes amar, manipular, celar y de quienes tener cuidado. Por allí abre nuevos sentidos el poeta en la palabra de los reyes y los profetas y aparecen así las elucubraciones, sufrimientos y dilaciones de estos personajes históricos que trascienden su tiempo y nos recuerdan con felicidad su influencia en los modos de la dramaturgia.

(Cronista de la corte de Salomón)

                                                     Nada, ni una letra,
Ni una letra voy a cambiar de mi historia.
¿Y qué si hay demasiadas contradicciones?
¿Cómo no entiende Eleazar? todavía lo veo
del otro lado de la mesa, desencajado el gesto,
lanzándome todos los insultos que aprendió
en las campañas-. ¡Así fue el rey! ¿No puedo verlo?
¿Cómo pretende que cambie una letra de lo escrito?
¿No sería eso una traición mucho mayor?
¡Qué me importa que los que vengan después
me tachen de mero fabulador! ¿No se da cuenta?
¡Él lo vivió todo! ¡Todo! Desde el día en que el rey
–aún aún no era rey, pero ya caminaba como uno,
sí, ya miraba a quienes lo rodeaban como uno–
volvió con la cabeza del gigante en la mano

 

Finalmente, lo apócrifo permite en Libro apócrifo de Samuel y otros poemas expandir y develar lo que la palabra poética descubre en los surcos de antiguos libros de la tradición hebrea, griega, cristiana o también lo que apasiona tras la sombra de la Roma imperial mirando hacia el futuro. Así, el poeta Mario Rucavado Rojas nos enseña cuántos misterios se pueden develar gracias a sus reescrituras y versiones del pasado, el presente y lo que vendrá.

 

HABLA LA ANTORCHA

¿No es apasionado nuestro beso?
¿No te abrasan mis caricias?
¿No sentís mi fuego en cada intimidad de tu cuerpo?
Oh Roma,
hincaste tus dientes en nuestra carne,
ahora sentí la lengua de nuestros leones,
ahora asfixiate con el soplo de nuestro odio.

 


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