por Alejandro Crotto
Una noche de primavera en 1993 fui por primera vez al Monumental a ver a River. Tenía quince años. Me acuerdo cuando entré a la tribuna desde las escaleras y se abrió un mundo: el anillo de luces recortando hacia abajo del cielo negrísimo una parte de la realidad, y en ese adentro lo vivo de los colores, el verde brillante de la cancha, mucho más cuadrada de lo que había imaginado, las banderas, los ruidos, los olores, la emoción de estar ahí, donde pasaba en verdad lo que los demás verían por televisión. Y la gente, toda la gente, las hinchadas, los cantos: las palabras rodeándome, articulándose en el ritmo.
Algo fundamental como poeta lo aprendí yendo a la cancha. Borges decía que lo distintivo de la poesía es que al leerla sentimos el deseo de decirla en voz alta, como si hubiera algo en su intensidad que pide materializarse. La canción de cancha nos recuerda eso, que la poesía empezó hace miles de años alrededor del fuego con percusión tribal:
Qué alegría, qué alegría,
olé olé olá,
vamos River todavía
que estás para ganar.
Todos de la cabeza
haciendo descontrol,
solo te pido, River,
que vos salgás campeón.
El día que me muera
yo quiero mi cajón
pintado rojo y blanco
como mi corazón.
Algo de ese pulso primitivo perdura, porque lo vertebral de la poesía es el ritmo, que las palabras estén articuladas rítmicamente. En la poesía escrita, mediante el ritmo de la acentuación natural de las palabras; en la poesía cantada la base rítmica subraya desde afuera, y puede incluso modificar, la acentuación normal de las palabras. En esta canción cada verso tiene siete tiempos o sílabas, se llaman heptasílabos, y el séptimo lugar puede estar vacío si el verso termina con palabra aguda: “El (1) dí (2) a (3) que (4) me (5) mue (6) ra (7)” y “yo (1) quie (2) ro (3) mi (4) ca (5) jón (6 acentuada aguda)”. Es por eso que la canción se canta en loop, y por ejemplo los versos “Olé olé olá / Vamos River todavía” se cantan: “Olé olé olá, Va / mos River todavía”, y por eso también se engancha el final con el principio: “como mi corazón, quea / legría qué alegría”. Eso hace que a lo largo de toda la canción se sostenga la misma duración, y en esa duración pareja aparecen distribuidos regularmente algunos acentos de intensidad. También la rima, que es otra forma de repetición regular (en este caso no de la intensidad acentual, sino de ciertos sonidos), colabora con la creación del ritmo: alegría / todavía // olá / ganar // Descontrol / corazón / cajón…
En el marco de ese andamiaje rítmico, la poesía aparece en la tercera estrofa: se viene hablando de fútbol, de que el partido puede ganarse, que vamos River, que te pido que salgas campeón, y de pronto aparece otra cosa, ese salto de la imaginación hacia algo que no tiene que ver directamente con lo que venía sucediendo: “el día que me muera / yo quiero mi cajón / pintado rojo y blanco / como mi corazón”. De ahí la tremenda alegría a la que el poema vuelve cuando se reengancha con su principio: es la alegría de sentir una pasión semejante, un amor del que habrá que dejar de alguna manera constancia cuando llegue la muerte.
Obviamente, existe la misma canción de la hinchada de Boca, con el cambio de “River” por “Boca” y el verso: “pintado azul y oro” por “pintado rojo y blanco”. En esta canción, más allá de lo lindo de la palabra “oro” para ellos, la suerte juega del lado de River: un cajón fúnebre blanco con una banda roja cruzándolo es mucho poderoso como imagen que uno azul y oro, colores más asociables con el luto y la pompa de la muerte.
La característica principal de la poesía de la canción de cancha es que es siempre festiva, atravesada a veces por una ferocidad que no pierde nunca su buen humor. Por ejemplo, cuando jugaba River contra cualquiera de los equipos chicos de Buenos Aires (Lanús, Ferro, Argentinos, etc), y venían supongamos cuatro mil hinchas de ese equipo al Monumental, se les cantaba durante un rato:
Borón bon bon,
borón bon bon.
Vinieron todos:
¡qué pocos son!
Acá también el ritmo viene dado por la rima (bon – son) y la métrica: todos los versos tienen cinco tiempos (pentasílabos), con el acento en la segunda y en la cuarta posición, y si la palabra final es aguda el quinto tiempo puede quedar vacío. Con ese mismo ritmo, contra Platense (cuyo apodo es “el Calamar”) se cantaba esta genialidad, donde “homosexual” es un insulto pleno, claro, pero también, por esos extrañísimos tentáculos, vale por estrafalario, sofisticado en un sentido risible, rarito, etc:
El Calamar,
el calamar,
es un pescado
homosexual.
Que el calamar sea en realidad un molusco no deja de agregarle encanto… La homofobia recorría todo el cancionero, con distintos matices. El más directo, el estribillo de una canción que tenía distintas versiones a lo largo de los años, con menciones a distintas copas, pero un mismo y solo estribillo:
Los de Boca son
todos putos.
Los de Boca son
todos putos.
O también esta otra, contra cualquier equipo, si en algún momento del partido River empezaba a dominar:
A estos putos les tenemos que ganar.
A estos putos les tenemos que ganar.
Las primeras sílabas: “A – es – tos” se cantaban más marcadas, y la palabra “putos” era el centro de la canción, donde se descargaba la tensión que se había acumulado en las primeras sílabas. Después hasta el final se cantaba en un ritmo un poco más rápido de intensidad decreciente. En realidad, más que la homosexualidad, la cuestión era el rol activo o pasivo: lo importante era quién daba y quién recibía:
O le le
O la la:
Racing se la come,
River se la da.
O:
Este es el famoso River,
el famoso River Plate:
bájense los pantalones,
que los vamos a coger.
O, contra Independiente, “el Rojo”:
Me lo cojo,
al Rojo me lo cojo,
al Rojo me lo cojo,
al Rojo me lo cojo.
Siempre aparece esa especie de ferocidad festiva. Referida a lo sexual, pero también más difusa, como en esta canción, que se cantaba con un tono calmado, soñador y desiderativo, que contrasta con lo que se está pidiendo:
Solo le pido a Dios
que se mueran todos los bosteros,
que se mueran para siempre
para toda la alegría de la gente.
Y esta otra, tremenda, que requiere alguna información previa: había un hincha de Boca que se llamaba Saturnino Cabrera y que estaba en la Bombonera en un Boca – San Lorenzo de 1990. Hubo en el entretiempo una pelea en la bandeja superior entre las hinchadas de Boca y de San Lorenzo (se tiraban piedras, separados por una reja), y los hinchas de San Lorenzo quisieron tirarles a los de Boca un caño de agua (que habían arrancado minutos antes), pero el caño rebotó en la reja, rodó hacia abajo y cayó de la bandeja superior a la inferior y le pegó en la cabeza a este pobre hombre, padre de tres hijos, que murió.
La canción, en octosílabos con una rima entre el segundo y el cuarto verso, bruscamente agresiva al final, decía:
Saturnino, Saturnino,
Saturnino se murió
¿Por qué no se mueren todos,
la puta que los parió? [1]
Además de la crueldad y la homofobia, la xenofobia también vertebraba muchas de las letras, por ejemplo en esta canción que tiene en cada una de sus dos estrofas un ritmo bien diferente, pero que se combinan con gracia: la primera es en trímetros anfíbracos (nueve tiempos en tres pies, cada uno de una sílaba sin acentuar, otra acentuada y la última sin acentuar: –+– –+– –+–, donde el último pie puede ser simplemente –+, si termina en aguda), y después la segunda es en endecasílabos (once tiempos), con acentos en segunda, sexta y décima. La rima siempre asonante en los versos pares. Es un buen ejemplo de cómo a veces se deforma la pronunciación normal de las palabras para que coincidan con la base rítmica:
Bostero, bostero, bostero:
bostero no ló pienses más,
andate a vivir a Bolivia,
todá tu familia está allá.
Qué feo ser bostero y boliviano,
en úna villa ténes que vivir:
tu hermana revolea la cartera,
tu vieja chupa pijas por ahí.
Una vez más, la poesía aparece al final: el inocente “tu hermana revolea la cartera” por “ejerce la prostitución” prepara hábilmente y subraya, por contraste, el cierre brutal destinado a la madre.
Otra canción xenófoba era esta, de un verso de ocho tiempos (octosílabo) y después dos pentasílabos, con una rima asonante en u-o que la recorre un poco caprichosamente y otra rima en el último pentasílabo de cada estrofa:
Sóon la mitad más uno,
son de Bolivia
y Paraguay.
Yo a veces me pregunto
che negro sucio
si te bañás.
Boca, qué asco te tengo,
lávate el culo
con aguarrás.
Repito lo del aire festivo y feroz de esta poesía, porque sin eso no se la entiende. Así deben de haber sido las canciones de los regimientos en guerra. “Vamo´ a matar / a todos los bosteros”, decía el endecasílabo de cierre de otra canción que tenía varias versiones en su letra, pero ese invariable final. Esa ferocidad festiva se traducía también en desprecio y burla a las figuras de autoridad. Por un lado los árbitros, recibidos siempre de todos los siempres en todas las canchas con una estruendosa y prolongada silbatina de las dos hinchadas, que olvidaban sus diferencias y se unían unos extraños segundos para eso, y con parrafadas de insultos de todo tipo a lo largo del partido, algunas extraordinarias, de una complejidad asombrosa: un insulto de esos era festejado con risas y hasta alguna palmada amistosa de quienes rodeaban al insultador en la tribuna. Por el otro lado, los policías, atacados con estos hexasílabos de acentuación en las sílabas impares: “Yuta yuta yuta / yuta hijá de puta”, o burlados con los octosílabos: “Policía, policía / qué amargado se te ve, / cuando vos vas a la cancha / tu mujer se va a coger”. En esta última aparece mal disimulado un miedo esperable: ¿dónde estará la mujer propia mientras uno está en la cancha burlándose del policía? La canción dice “cuando vos vas a la cancha” en vez de “cuando vénis a la cancha” para disimular un poco el problema.
Tan eficaces como las canciones en sí eran las dinámicas y las series que se armaban, por ejemplo si River jugaba contra Rosario Central, apodados “los canallas”, venia primero un rato de:
Salta salta salta,
pequeña langosta,
canallas y bosteros
son la misma bosta.
Una canción que nació porque la remera de Central es, como la de Boca, azul y amarilla. Es bastante cándida, como se ve, con su “pequeña langosta” y su “bosta” por “mierda”, y de pronto entonces se empezaba a cantar esto otro (había salido una noticia en un diario según la cual en las villas de Rosario se comían a los gatos, por la pobreza y el hambre):
Oooh son los comegatos
oh oh oh oh oh
oooh son los comegatos,
son los putos de Rosario.
También existía esta variante sobre el mismo tema, y que es linda por su tono pedagógico, que resulta insultante:
No se comen,
los gatos no se comen,
los gatos no se comen,
los gatos no se comen.
Después, y esto era muy importante, se empezaba a cantar contra Boca, en abstracto. Esto era importante para hacer presente al eterno rival, por un lado, pero también para remarcarle al rival circunstancial su insignificancia. Cuando empezaba a faltar menos para el superclásico, lo de cantar contra Boca en ausencia se hacía cada vez con mayor pasión y durante más minutos del partido. El superclásico era el partido al que secretamente apuntaban todos los partidos del año.
Cuando se jugaba cuando alguno de los equipos grandes de Buenos Aires (Independiente, Racing, San Lorenzo), la serie se iba armando entre las canciones de las dos hinchadas… Muchas de las canciones de cancha tienen la misma base rítmica y varía la letra (en algunos casos poco, en otros mucho) para cada equipo. Un movimiento clásico era entonces recibir un par de repeticiones de la canción que cantaba la hinchada rival y después responder con la propia versión, pero más fuerte, con más pasión, tapando a la otra. O también responder a la canción de la otra hinchada, por ejemplo contra San Lorenzo, el “Cuervo”, con un: “No se escucha, / no se escucha: / sos amargo / che Cuervo hijo de puta”. Había también series más complejas, de varios idas y vueltas. Obviamente, las vicisitudes del partido influían en este duelo verbal, y si estaba asegurada la victoria se podía pasar a la burla, a veces feroz (“mirá mirá mirá / sacale una foto / se van a Avellaneda con el culo roto”), a veces solo festiva (Olé olé, olé olé olá / Independiente no nos gana nunca más”).
También linda era la serie que armaba una canción consigo misma. Sobre todo, en la canción que acompañaba la entrada del equipo a la cancha. Varios minutos antes se empezaba: “River, mi buen amigo, / esta campaña volveremo´ a estar contigo”, que tenía muy buena combinación de ritmos más cortos (“te alentaremo´ / de corazón”) con otros más largos, tridecasílabos de acentos en segunda, cuarta, octava, décima y duodécima: “esta es tu hinchada que te quiere ver campeón”, que es igual rítmicamente de “esta campaña volveremo´ a estar contigo”. Cuestión que terminaba con dos octosílabos: “Yo te sigo a todas partes / cada vez te quiero más”, y ahí se volvía a empezar: “River, mi buen amigo…”. Está canción en loop iba creciendo en intensidad y de pronto en medio de la euforia de esa repetición entraba a la cancha el equipo, lo que producía una especie de explosión adentro de la explosión, con papelitos, bombas de estruendo, el redole de los bombos y el pogo, y entonces seguía la canción repitiéndose hasta que los jugadores se sacaran la foto de equipo (algunos de pie, otros acuclillados) y después saludaran a la hinchada y la hinchada aplaudiera al equipo y a sí misma.
Mi fervor por ir a la cancha duró hasta 1998. Lo que aprendí excede la liturgia puntual de las canciones. Ir a la cancha era para mí una práctica religiosa. Una práctica que empezaba, solemnemente, cuando me vestía: un calzoncillo rojo que usaba solo ese día, jean celeste, remera blanca, zapatillas de lona topper rojas, mi gorrito de River (uno muy deshilachado, con una especie de trenza de lana). Si se necesitaba buzo, uno negro y muy gastado, liso. Comprar cigarrillos Marlboro (en vez de los Philip Morris de siempre, porque el paquete de Marlboro era plenamente rojo y blanco), ir a tomarme el 130 a la parada de ATC. Bajar en Libertador y Monroe y empezar a caminar por la diagonal hacia el Monumental, que se iba haciendo más grande y sonoro. Ir pasando los cacheos levantando los brazos, de a ratos cantando. Comprar un choripán con chimichurri y una coca siempre en el mismo carrito, sentarme en la entrada de escaleras de la misma casa a comerlo y ver cómo pasaba la gente. Ir a la tribuna popular local, más o menos arriba y a la mitad desde el centro de la tribuna hacia la izquierda (justo después de un paravalancha), vivir entonces todo el partido intensamente con quienes tuviera al lado, participando del ritual de las canciones. Terminado el partido, caminar por Udaondo y tomarme el 130 de vuelta a casa.
Iba solo, la mejor manera de ir con todos.
De la entrega al cumplimiento atento de ese rito yo salía renovado y feliz. “Aunque ganes o pierdas / no me importa una mierda” decían los heptasílabos rimados de una de las canciones, y era así. Mejor ganar, claro, y las emociones del partido eran parte importante del rito porque iban modelándolo, pero lo esencial era participar de eso más grande que yo.
[1] Mariano Goicochea me recuerda esta variante todavía más siniestra de los dos versos finales: “San Lorenzo tiró el caño / y el boludo cabeceó”.