HERRERA EL VIEJO
por Sandro Barrella
(Sobre Herrera el Viejo de Ricardo Herrera. Ediciones en Danza, Buenos Aires, 2020).
En poesía, siempre se está al borde del enmudecimiento. El silencio acecha, no como falso misterio o bajo la figura -gastada por exceso de uso- de la página en blanco, sino como parte orgánica del oficio de escribir versos, como el doble de la expresión, sombra inseparable de la palabra, su fantasma. Es recordada “la sequedad” que aqueja a Rilke en la segunda década del siglo pasado, mientras se está gestando en su interior las Elegías de Duino, y, por cierto, el acontecimiento Rimbaud nos informa del silencio voluntario en el que el niño de Charleville sepultó su carrera de poeta. En Herrera el viejo, su autor consigna el origen del libro en una caminata por la que llama, “mi sagrada zona de infancia”, un lugar situado en el valle de Traslasierra. Ese momento, descripto en el prólogo como un instante epifánico, le devolvió la voz luego de cinco años de “agotamiento de la imaginación poética”, al tiempo que le señalaba su ingreso al reino de la vejez. En lo crepuscular de la existencia Herrera halló el retorno a la escritura como quien regresa al hogar.
El libro es, de manera simultánea, el devenir de los poemas y el registro de ese acontecer. Poemario y bitácora. Expresión crítica vuelta sobre sí mismo; diario de escritura y registro de un estado del espíritu. Cada uno de los seis cuadernos que lo componen es precedido por un texto que, más que glosar lo que está por leerse, prepara el terreno para una disposición adecuada del ánimo. Herrera apuesta a que el recorrido de lectura se adentre en las huellas que su espíritu dejó impresas en forma de versos.
En la introducción a “Paseo sentimental”, primero de los seis cuadernos (fechado en 2014), Herrera señala su origen en un sueño: “fue tan hondo su impacto, tan prolongado su efecto, que me dejó turbado y mudo, como si hubiese sido testigo de un milagro.” Luego viene la vigilia, y aquello que en el sueño se manifestó sin forma, encuentra en dos citas, una de Kafka y otra de Ungaretti, los puntos de partida para componer la serie. Son veintiún poemas que recrean el paseo, las visiones del paisaje transformando el espíritu del poeta; la fina trama que urde la pasión intelectual junto a la geometría de las sensaciones; las decantadas lecturas de una vida. Todo deviene materia del poema, que es revelado en su andar, como un paseo dentro del paseo:
La mente palidece, el clima auspicia
relecturas de clásicos. Él opta
por nexos métricos y ensaya una
estrofa sáfica.
La voz que reflexiona se distancia del caminante, lo mira como nos vemos en los sueños. Se produce un desdoblamiento, la experiencia sensible encuentra su límite, lo expresado no alcanza la plenitud de lo vivido:
Continúa el paseo vespertino
y la cosecha del azul es nula.
No le llegan refuerzos del lenguaje.
Arde la biblioteca: no hay palabras,
no hay ilusión verbal. La mente en blanco
pierde al antagonista y al interlocutor.
Se impone dar un golpe de timón.
Buscando ese otro tono, anota escuetamente:
“Has llegado a la edad
en que tu otro yo te es necesario…”
Pero el poema avanza, como avanza el día, que es perenne en el registro de los años. Una mañana puede ser todas las mañanas: el tiempo se comprime y se expande. El paseo sentimental es un andar hacia adelante y atrás en la línea temporal de una vida. Fijo el punto de partida, inmóvil la meta, la existencia se revela en la acción que el poema lleva a cabo:
Al fin, interrumpiendo irrumpe el tiempo;
le impone su justicia ahora que es viejo.
En cuanto al auxilio prestado por Ungaretti y Kafka, se trata por un lado de la fidelidad de Herrera hacia el autor de Vida de un hombre, y en ambos casos, de su perspicacia en relación a los aspectos formales de la poesía. De Ungaretti tomó una vieja traducción que emprendiera y abandonara hace muchísimos años, transformando el heptasílabo original en un endecasílabo: “Il cuore mi é crudele”, se convierte en “No se apiada de mí mi corazón”. De Kafka, una línea del cuento “Un médico rural”, la convierte en dos versos escandidos: un endecasílabo seguido de un heptasílabo: “Con una hermosa herida vine al mundo;/ fue todo mi bagaje”. Podría afirmarse que fueron la memoria y un agudo sentido de las reglas métricas las que acudieron en su ayuda al despertar de aquel sueño que acabaría con cinco años de mudez.
Los cinco cuadernos que completan el libro, fechados entre 2015 y 2020, afianzan el tono del primero, y otorgan al conjunto una sólida unidad. Cada uno de ellos debe verse como una estación en el camino que ha emprendido el espíritu del poeta en su tránsito a la vejez.
En el texto preliminar a “La promesa del rostro” Herrera postula que, en el arte de vivir, todo saber es provisorio cuando se ha ingresado en la senectud, momento en que ese arte se convierte en un saber morir. Sin embargo, una vez más será la poesía la única vía de consuelo o salvación:
Voy famélico en busca de poesía,
su mendrugo de luz es mi alimento,
y mi único saber, saber que existo.
Porque mendigo soy en este invierno
en que un rayo de sol es caridad.
Al paisaje definido en “Paseo sentimental”, el mismo que atraviesa como escenario y sustancia la totalidad del libro, se incorpora en esta parte, la dimensión amorosa, cierta religiosidad, y la devoción hacia la pintura, que en el tercer cuaderno va a ser determinante. “Herrera el viejo”, título de la sección que se elige también para todo el libro, es tomado por Herrera el poeta, del nombre del pintor. Los once poemas de este cuaderno, son además un ejercicio preciso de versificación, atenta relectura de la tradición española, junto a la experiencia vital:
Hablando de vejeces: leo a Ruiz
en estos fríos días de verano.
El antiguo sabor del castellano
con su arcaica grafía me cautiva,
farfullar los cuartetos monorrimos
es como oír monótonas zanfoñas.
Palpo el paso del tiempo en la lectura,
la penuria y decrepitud del cuerpo
del poeta (“só vil é despreçiado” );
la genuina belleza de lo viejo,
lo que salva el pintor con su pincel.
“Cual la hierba humildísima” (2018), “Canto llano” (2020), “Sonata otoñal” (2020), completan el volumen. En cada uno de ellos, una vez más, se hace presente la reflexión sobre el oficio de la poesía, la indivisible materia que forman lectura, escritura, y el pleno conocimiento de la técnica. El poema se vuelve también, campo de la crítica –un espacio en el que el poeta desarrolló una extensa labor– sin perder por ello su potencia lírica. Herrera el Viejo es un libro que, a pesar de presentarse como una obra crepuscular, de tener por momentos un tono elegíaco, no es sombrío, aun cuando sus últimos versos nos hablen del momento de la clausura definitiva:
Ya está abierta la fosa de los otros
y la mía también. Al pie de un noble roble
dejo el cuerpo yacente. Mi epitafio
serán tres iniciales y dos fechas
que grabarán mis hijas, dulcemente.
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EL MÉRITO
por Anahí Mallol
(Sobre El mérito de Liliana García Carril. Editorial bajo la luna, 2020)
El mérito, el último libro de Liliana García Carril, trama su forma con una exigencia y una apuesta mayor: cambiar el sentido de las palabras que conocemos y hemos heredado. No son palabras cualesquiera: amor, fe, militancia, revolución, verdad.
Para ponerlas en crisis los poemas trabajan dos hilos que se cruzan, se solapan, se dicen uno al otro: la historia de una vida y la historia de una generación. Las referencias a una y otra, en su medida justa, dan un marco a lo poético, permiten avanzar por un mínimo referencial y narrativo, pero se explotan en sus posibilidades de volverse una experiencia colectiva.
Así, la hija del militante comunista evalúa los agujeros por donde el discurso se vacía y muestra su revés, que no es complaciente: la de las frases hechas, los estereotipos, y las desgracian que éstos acarrean, como el un hombre que quiere salvar el mundo, o salvar a una mujer, mientras rompe una familia o hunde a otros en la pena.
Si toda historia de amor tiene un mito de origen, el desafío es desandar las palabras y las imágenes por medio de las cuales ese mito fue construido, para ir en busca de la verdad. Para eso presenta en el primer poema la magnitud y la dificultad de su tarea: “ser tan realista / como una heroína rusa / y volver a la infancia / hecha una mujer”. Doble o triple viaje, entonces: la vida, los libros que se han leído, la política y su ideología. Esa posteridad en la que se ubica el sujeto de la enunciación acerca la ilación temporal de los poemas a una narrativa policial: el yo tiene que reunir pistas, como recuerdos, papeles extraviados, documentos fragmentarios, para marcar el punto exacto del quiebre, y diseccionar con su lupa fina el entramado entre la historia personal y la historia de una época. Pasan por allí entonces la camaradería entre varones (que no se ahorra el abuso hacia las mujeres), la lectura de los autores rusos, las genealogías, el despertar de la sexualidad en las siestas con los primos, las infidelidades y traiciones ideológicas y amorosas.
Sin embargo los fragmentos no pueden componer una narración unitaria, y apropiarse de las palabras es justamente el trabajo con la tensión de los sentidos que luchan por su revés, entre lo que se dice, lo que no, lo que se deduce, lo que se miente u oculta, lo que circula en las familias, el secreto que se hereda, lo clandestino.
La virtud del poema no es dar un sentido neto, sino abrir los caminos de la lectura y la reescritura, interpretar la vida y convertirla en libro, y hacer del poema ese lugar que subraya, siempre, la intemperie que protege de los mitos. En contra de eso, la poeta elige la brevedad que disloca, el final del poema como punto de regreso a la pregunta por el sentido, el esbozo de un sustrato lingüístico y existencial común y a la vez escamoteado. El trabajo de la poesía es acuciante: versos breves, adjetivos cuidados, imágenes que se revierten al final y obligan a repensar todo (la militancia, la fe, el amor, la tragedia, la escritura, el materialismo dialéctico y el psicoanálisis freudiano) para marcar los bordes precisos entre palabras y experiencia.
Lo que hay entonces, lo que hace al poema, es una manera de leer los signos, una reescritura de la historia, una activa militancia en la pregunta por los significados de las palabras y las experiencias, y una pregunta por el amor que trata de atenuar el desconcierto. Sobre esa base endeble se escribe el poema, a la vez investigación y resultado, también llamado, y se inscribe como malestar en la cultura, para concluir (y lanzar la relectura de todo el libro) con esta certeza, que es también una analítica y una hermenéutica: “se puede ampliar cualquier palabra / hasta desvirtuarla”.
UN DÍA DESCUBRÍ que un montón de horas
de la militancia de mi padre
tenían nombre de mujer
judía.
No lo descubrí, lo deduje
¿antes o después?
Tuvo que emancipar
a las hijas, cada una a su turno
y se liberó de la vida familiar.
Demasiadas mujeres,
liberarse, liberar a los oprimidos,
decía, mientras
la verdad.