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Tres reseñas: Strand & Siete poetas norteamer...

Tres reseñas: Strand & Siete poetas norteamericanas contemporáneas & Setton

ÁRBOLES, VENTANAS, EVANESCENCIAS

(Reseña de Mark Strand: The Story Of Our Lives / La historia de nuestras vidas. Traducción de María Guillermina Nicolini. Edición bilingüe. Alción, 2016)

por Diego Alfaro Palma

                                       

De alguna manera, no tan secreta, Mark Strand fue un poeta que se dedicó a hacer cine, cine con palabras. No es el único ejemplo, pero es el que nos compete. En el caso de Story Of Our Lives uno podría pensar, sin mucho esfuerzo, en algunas texturas: colores extraídos de la paleta de Edward Hopper; imágenes en blanco y negro del paisaje norteamericano; calles solas, barrios con sus fachadas impecables; el rostro de un hombre avejentado, otro en la mitad de su vida, una mujer; y por actores secundarios una serie de objetos: sillas, rocas, camas.

        La presente edición publicada por Alción, con la traducción de María Guillermina Nicolini, colabora bastante con la idea principal de traer al español una escritura de flujo, un sistema descriptivo, limpio de cualquier artefacto ajeno a su destino: escribir sobre la pérdida. Porque Strand pareciera decirnos desde el título que la historia de nuestras vidas es también la de nuestros muertos y desde ahí, el poema, un instrumento de comunicación con esas presencias.

        Dividido en tres partes, las dos primeras son una elegía a un padre muerto y ante todo una conversación en segunda persona con su fantasma. Más allá de las dificultades técnicas que uno pueda sortear al desglosar una temática como esta, es la capacidad de expresarla y hacerla versátil la que deja al poeta en un estado de aislamiento consigo mismo y sus recuerdos. El uso de esa segunda persona se hace necesario para revolver las imágenes, para hacer esas preguntas que ya están fuera de tiempo (que nunca se dijeron), para yuxtaponer imágenes alusivas a una vida en común. De esta manera, en este movimiento centrífugo, Strand dirige la atención del lector mediante afirmaciones que solo podrían nacer a partir de un desmembramiento de la escritura:

        ¿Pero a quién? ¿Y por qué razón?
        ¿A quién podría decirle que perder
        Es perder algo, que perder
        Una y otra vez, es tener más
        Y más para perder, que perder es tener?

o

        Sabés que el deseo lleva solo a la pena, y la pena
        Al logro y este al vacío

        Una forma de pensar que funciona como los fractales y que el poeta sitúa siempre luego de una serie de escenas en que la realidad está en proceso de difuminación, donde lo que una vez fue orgánico pasa a ser sombra o ceniza o meramente aire:

        La luz consume la silla
        Absorbiendo su vacío
        Se tragará a sí misma
        Y liberará la oscuridad.

        Lo que quizás nos acerca más a una visión del mundo animista: el espacio alrededor es una consciencia atenta, incluso dadivosa:

        Tenés tu sombra
        Los lugares donde estuviste te la han devuelto.

        La escenografía en ese sentido es una serie de pequeños recortes, de grabaciones familiares, con películas un tanto descoloridas, sin sonido: surgen los lagos, el campo, ciudades, pero sobre todo cuartos, habitaciones cerradas desde donde se proyectan estos parajes en la mente o que, a través de una ventana, hacen emerger un árbol y un mundo extraño que afuera se desenlaza.

        El último poema, el que le da título al libro, tiene una constitución diferente. Su narratividad se abre como pequeñas mamushkas, dentro de las cuales la historia avanza o permanece detenida. En sí comienza con una pareja en un cuarto –nuevamente el cuarto- que lee un libro donde están escritos todos los movimientos y reacciones que podamos tener. Como en los cuadros del Renacimiento, el libro es aquí reflejo del mundo y, más aún, una prisión, algo como el destino:

        Me inclino hacia atrás y empiezo a escribir acerca del libro.
        Escribo que quiero ir más allá del libro,
        Más allá de mi vida hacia otra vida.
        Dejo la lapicera.
        El libro dice: Él dejó la lapicera,
        
Se dio la vuelta y la observó leer
        
La parte en que ella se enamora.

        Y sí, “el libro describe mucho más de lo que debería. / Quiere dividirnos”. Como afirma Harold Bloom, en Story Of Our Lives el hablante/esposo y su esposa desean ir más allá del espacio que les ha dado el libro, “pero, con una ironía típica de Strand, ese deseo es boicoteado. Están imposibilitados, separados o juntos, de arruinar esta historia ideal y este estado, así que ambos se convierten en lo que temen”. Es así. Como en la películas de Hitchcock el personaje es atrapado por la trama y pierde su fuerza, su movilidad, su impulso. Ambos entienden que la historia de sus vidas está cruzada por una sustancia que los precede y los inmoviliza; de esta manera las cosas pasan sin que ellos se percaten: “Me inclino hacia atrás y te veo envejecer sin mí”.

        En este sentido, el trabajo de la traductora se agradece por mantener la coloquialidad en la expresión y por versionar con el voceo, trayendo en cierta manera de vuelta algo que el mismo Strand reconoció haber aprendido de la poesía y la antipoesía latinoamericana. Un trabajo no menor cuando se trata de un poeta que hace de la cotidianidad el artefacto necesario para situar la crisis y a través de la nombradía de objetos y lugares abrir las compuertas de un flujo que deshace y erosiona su propio proceso. En otras palabras, mantener la incertidumbre en estado latente.  

        En The Story Of Our Lives “cada página que pasa es como una vela / moviéndose a través de la mente”. Son sucesiones de imágenes que aparecen en el presente de la escritura, que proyectan los fracasos, la infancia, los sueños y la muerte. Las lecciones de lo oscuro que posibilitan una poesía que crea a través del miedo y la indecisión, como diría Bloom, y que al mismo tiempo se permite ser un fotograma de la vida moderna.

 

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TANTA ALEGRÍA ENJAULADA EN EL LENGUAJE

(Reseña de Palabras liberadas. Siete poetas norteamericanas contemporáneas. Lisa Rose Bradbord y Fabián O. Iriarte, compiladores. Letra Sudaca, 2017. Edición bilingüe)

por Eleonora González Capria

 

La operación matemática es siete por siete. Siete poetas, siete traductores. Una selección de Kim Addonizio, Rae Armantrout, Cynthia Cruz, Jorie Graham, Joyelle McSweeney, Sidney Wade y Rosanna Warren es traducida, y en ese orden, por Rossana A. Álvarez, Luciana Beroiz, Danny Fitzgerald, Fabián O. Iriarte, Sabrina Salomón, Karen Cresci y Lisa Rose Bradford.

        El libro se organiza de la siguiente manera: un pequeño prólogo general encabeza el recorrido y, luego, cada traductor escribe unas líneas preliminares que servirán de guía para leer al poeta que eligió versionar. El mérito principal de esta antología es el de servir de puerta, de entrada, de recorte necesario que le acerque al lector argentino un panorama posible de la poesía contemporánea escrita en los Estados Unidos y en variedad rioplatense. Al día de hoy, solo hay libros de Armantrout, Addonizio y Graham en español. Porque, a pesar de que las autoras aquí reunidas están consagradas en su país de residencia, por la crítica y la academia, mediante premios, cátedras y artículos, todavía no han sido traducidas lo suficiente al español, lo cual sería, al fin y al cabo, una forma más de consagración.

        Para hablar de este libro que multiplica las manos (son 28 las que intervienen, ni más ni menos), pienso que lo mejor es elegir uno o tal vez varios poemas. Y busco los de Rae Armantrout para abrirme camino entre estas poetas hasta el comienzo, hasta el título, hasta el nombre. Justamente porque Armantrout se pregunta como yo, y con insistencia, por el nombre de las cosas.

        Empiezo por “Relations” y veo allí una clave de lectura que permite leer otros de los poemas aquí traducidos:

        “Head” and “Bring.”
        I remember the words.
        “Booble and “Bauble,”
        “Rosy” and “Lonely”
        sett of now.

        What will you
        Little chimes
        bring me?
        (…)
        Bring me the friendship

        between solving
        and dissolving.

 

        “Dirigí” y “Traé”.
        Recuerdo las palabras.
        “Borlita” y “Baratija”,
        “Sonrosado” y “Aislado”
        se contraponen ahora.

        ¿Qué me traerán, ustedes, pequeñas campanillas? (…)
        [Tráiganme] la amistad

        entre solución y disolución.

        En este poema, igual que en “A Resemblance”, “Inscription”, “Missing Persons”, “Integer” y “Fade”, opera la resignificación de lo adyacente, que es el principio básico del collage: el sentido se construye en la relación espacial. Hay que conciliar o convivir con fragmentos oídos a medias, reflexiones metalingüísticas y voces sin identificar. Un principio de no continuidad, una heterogeneidad material fuerza al lector a construir sentidos, muchas veces entre elementos en contradicción: “the friendship/ between solving and dissolving”.

        Otro de los poemas, “Scumble”, sirve de catapulta hacia la mayoría de los textos de la autora y hacia el resto de la selección:

        What if I were turned on by seemingly innocent words
        such as “scumble,” “pinky,” or “extrapolate?”
        What if I maneuvered conversation in the hope that
        others would pronounce these words?
        (…)
        What if there were a hidden pleasure
        in calling one thing
        by another’s name?

        ¿Y si me excitara con palabras aparentemente inocentes
        como ‘difumio’, ‘meñique’, o ‘extrapolar’?
        ¿Y si manipulara la conversación con la esperanza de que
        otros dijeran estas palabras?
        (…) ¿Y si fuera un placer escondido
        llamar una cosa
        por otro nombre?

        No hay narración, no hay lírica. Para formularlo al estilo recursivo de Armantrout, esta es una poesía que se hace indagando sobre lo que hace a la poesía. Pero no se puede escapar de la paradoja. Solo la lengua puede vehiculizar la pregunta sobre sí misma, poner de manifiesto la relación entre significante y significado, intentar dislocarla. Por suerte para Armantrout, de todos modos, esa relación es inmotivada y susceptible de ser evidenciada. Y, por suerte para este libro, es también lo que hace posible la traducción, como Berman dice mucho mejor que yo: “La traducción descubre (…) que letra y sentido son a la vez disociables e indisociables”.

        Como en los poemas de Cynthia Cruz y sus princesas que, al estilo de las de Angela Carter, releen la tradición a contrapelo y evidencian las construcciones de género, hay algo de lúdico y algo de infantil también en la poesía de Armantrout. Esta es otra característica de este yo poético, que juega a renombrar las cosas mientras construye metáforas a partir de las referencias a cuentos tradicionales: “that a discrepancy/ is a pea// and I am a Princess” (“que la discrepancia/ es una arveja// y yo soy una Princesa”).

        Es que cuando leo “Scumble”, y casi todo Armantrout, la voz de la tradición anglosajona que más resuena en mis oídos no es la de otro poeta. Es la de Lewis Carroll y, más específicamente, la de uno de los personajes de Alicia a través del espejo (mi traducción):

        “–Cuando uso una palabra –dijo Humpty Dumpty en un tono bastante despectivo–significa, ni más ni menos, lo que yo quiero que signifique.
        –La cuestión es –dijo Alicia–si podés hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes.
        –La cuestión es –dijo Humpty Dumpty–quién manda, nada más.”

        Venimos al mundo sin la posibilidad de nombrar lo que alguien (quién sabe quién o cuándo) determinó de antemano y obligados a aprender lo que nos nombra. Pero esta no es una apreciación meramente lingüística. Humpty Dumpty lo sabía bien: se trata de quién tiene el poder.

        “Dominion demands distraction” (“la dominación requiere de distracción”), escribe en “Dysraphism” Charles Bernstein, uno de los Language Poets, el movimiento con el que se suele asociar a Armantrout.

        En esta antología de siete escritoras, como en la obra de Armantrout, se cuestiona un orden dado, se interroga lo que se presenta como natural bajo la forma del canon, se discute a quiénes se les da voz y a quiénes no.

        Sí, eso mismo: las palabras, finalmente, liberadas.

 

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EL DESIERTO

(Reseña de Lej Lejá de Yaki Setton. Bajo la luna, 2016)

por Leandro Lull

 

¿Cómo traer ante uno un mundo en el que no se habitó? ¿Cómo hacer de ese mundo un lugar transitable? ¿Cómo lograr que los demás sigan nuestro recorrido por un camino absolutamente volátil y sin rumbo? Estas son las preguntas que me deja la lectura de Lej Lejá (Bajo La luna, 2016), el último trabajo de Yaki Setton (1961). Porque, aunque parezca a simple vista que los poemas que lo componen se encuentren anclados a la tan abordada –pero no por ello trivial–relación de padre e hijo, lo cierto es que este libro flota, apareciendo y desapareciendo, sobre un cielo abierto e inagotable (y por encima cualquier vínculo filial) como una voz divina y misteriosa que se oye en la tierra desierta.

        Hay algo de la poética de Setton que se retoma en Lej Lejá. Me refiero a la presencia de una música menuda y lejana que abarca por completo uno de sus libros anteriores, La aparición de lo espléndido. Ahí, el poeta deja surtir dentro de nuestra lengua un ritmo que desacelera y desgasta los acentos y las aliteraciones hasta volverlos pequeñas marcas sobre la fina línea del verso. Ese ritmo desfigura las melodías habituales del español, y hace que aparezcan, en este último, sonidos que tantean lo escondido bajo lo palpable, como si la línea trazada en la hoja operara detrás de lo simbólico, un río subterráneo de lo real corriendo debajo de la letra. Leíamos entonces:

        Mis huesos se juntan con los huesos
        de esas tumbas a la intemperie
        sus ilusiones sufrimientos sonrisas
        se adhieren a mis gestos y me dictan
        formas apasionadas del aliento

        Por tanto, Lej Lejá resulta un retomar de aquel hallazgo sonoro, aunque disparado ahora hacia el afuera, hacia lo exterior pleno, al desierto. Si en La aparición de lo espléndido la búsqueda erraba en el interior de la voz, ahora esa voz entabla un diálogo en la apertura. Es en este espacio donde emerge esa articulación que podríamos denominar “un hijo y un padre”, sólo que sus resonancias van a ir mucho más allá del vínculo. Con esto no quiero desplazar el lazo afectivo y carnal que une al descendiente con su progenitor (y aquí el orden de los eslabones es importante, ya que no se trata de la misma atadura que la existente entre padre e hijo –materia incursionada con anterioridad por Setton en La educación musical–), sino dejar a la vista que los poemas van más allá de una relación fallida o turbulenta.

        La voz humana en el desierto, el oído divino en el desierto. La voz divina en el desierto, el oído de la criatura en el desierto. Esos son los pares. La tradición hebrea ha marcado la obra de Setton, quien –a pesar de claras referencias históricas, culturales o religiosas– la ha sabido asimilar con mucho sigilo estético. Por tanto, no es una sorpresa que en un libro de este calibre la misma vuelva a instaurarse como estructura subrepticia. Sin embargo, y no obstante algunos puntos de partida evidentes (la cita inicial de Génesis 12, 1; el apelativo Padre con mayúscula; la incorporación de fragmentos de los textos sagrados; nombres de profetas; etc.), la tradición hebrea queda asentada en la configuración del espacio en el que se canta.

        No se requiere mucho esfuerzo para notar la música arenosa que domina la obra. Cada sílaba es un diminuto grano que se nos pierde en la cadencia. Nuestra mano puede recoger el poema y el paso de las horas lo desmenuza con finura:

        No temas, pienso. Te irás
        sin decir una palabra,
        tus labios no se moverán
        aunque oiga una voz
        y sea la tuya, la que nunca
        se escuchó. Porque no hay
        nadie que pueda estar
        más allá ni más acá
        de este desierto
        de paredes y ventanas.

        De ese modo, el espacio se nos presenta. Es un desierto sonoro. Se marcha por él, poblado de angustias y pensamientos, y cada tanto se escucha una voz que se abre en el cielo despejado. Entonces se dialoga, aunque no se sepa con quién. ¿Es un dios? ¿Es un padre? ¿Es otra voz que nos visita? ¿Es nuestra propia voz desdoblada, bilocada, enajenada? Imposible obtener certezas. Después de abandonar la casa paterna, de cruzar el vano de su puerta, viene la deriva, el desierto. Un desierto que quizá dure toda la vida. O, al menos, la propia generación. Tal vez quienes nos continúen puedan recuperar la tierra, pero esa no es la tópica de Lej Lejá y por eso ahora estamos solos cuando atravesamos el desierto:

        Vuelvo a escribir y escribir
        las mismas frases las mismas
        sílabas de consonantes
        y vocales mudas en este
        páramo en medio de la nada.
        Me fui de esta casa
        y es el desierto, aquí no hay eco
        ni horizonte, no hay fin.

        Arena, tiendas, viento, cabras, sacrificios, peregrinaciones, pedregullo nos hacen sentir la aspereza emotiva que recubre la voz, y en ese contorno inclemente la misma obtiene su forma. El trazo de su presencia en la página, de su sonido en el oído nos trasladan junto a ella y nos permiten incorporarnos a su recorrido. En el diálogo desnudo del desierto descubrimos la propia desnudez. Siempre formaremos parte de ese debate entre nuestra pequeña voz y aquella que raja la cúpula que nos envuelve. Jamás podremos escaparnos de la batalla. El vacío del desierto nos seguirá a donde vayamos, permanecerá en nosotros día tras día:

        Soy el lugar, me dijo,
        el lugar de donde vas
        a partir, el lugar adonde
        debes llegar. Y así,
        me muevo sin parpadear
        miro tu rostro pero no,
        no lo puedo reconocer.

        Asimismo, para comprender la conformación de esta tonalidad, no debemos olvidar la importancia de dos lecturas esenciales para la obra de Setton. En primer término, el Rimbaud de sus primeros años, el poeta que fue hacia lo Otro internándose en el desierto. En segundo, el acercamiento a la poesía hebrea y sefardí, especie de vertiente asimilada en lo hondo de su verso como una comunicación de fuentes por debajo de los suelos.

        Nadie puede olvidar el mandato implícito que porta la expresión de deseo manifestada en Une saison en enfer cuando Rimbaud escribe “nous voyagerons, nous chasserons dans les déserts, nous dormirons sur les pavés des villes inconnues” (viajaremos, cazaremos en los desiertos, dormiremos sobre el pavimento de ciudades desconocidas), como tampoco la experiencia de lectura de aquel poeta que hizo carne su letra y habitó el desierto después de haber enviado sus Lettres du voyant: “Je est un autre” (yo es otro) es lo que invade a la voz humana en Lej Lejá, cuando el verso puede dar cuenta de aquello que sólo habla en el desierto.

        A la vez, la penetración sonora e imaginaria de la poesía hebrea y sefardí ha ido colándose en la malla de la obra de Setton hasta expresarse con evidencia en este libro. La sutileza, la apropiación supresora de lo real y la invocación del amado o de la amada siembran con notable fertilidad el verso de Lej Lejá:

        Has atado y afirmás mi pequeño
        cuerpo sobre los leños del altar
        que promete el sacrificio.
        Confío en vos, creo en vos, veo
        a través de tus ojos, siento a través
        de tus manos, ¿o tendré que morir
        traicionado por tu amor? ¿A quién,
        ausente hoy, padre mío, le fue
        ofrecida esta prueba?

        Por último, y en lo que hace a la posibilidad de la construcción del desierto, debemos resaltar la apoyatura bíblica (y, por tanto, oriental) que posee la obra. Y no me refiero a nombres, episodios, citas, sino al enfoque y al recorte a través de los cuales el texto arma su mundo. En La cicatriz de Ulises, Auerbach distingue la escritura homérica de la bíblica a partir de la voluntad de particularismo que domina en la primera respecto de la segunda. La tradición bíblica no se preocupa por la escenografía, su objetivo está puesto sobre la palabra y la acción prácticamente despojada de circunstancias. El vacío que envuelve el diálogo lo profundiza, haciendo un anclaje en un lugar moral y no real. De tal manera, el desierto se hace presente sin mención, ya que la sola omisión de situación lo sugiere y lo constituye.

        Embebido por su pertenencia y sus lecturas, la poética de Setton trae consigo esa forma de introducir la anécdota en el poema. De lo que se desprende la facilidad para lograr el enfoque inmediato del verso en la materia que lo incita. Circunstancia que, sumada a las otras cuestiones detalladas más arriba, nos da –al menos–una seña para comenzar a responder las preguntas que dan pie a este artículo: ¿Cómo traer ante uno un mundo en el que no se habitó? ¿Cómo hacer de ese mundo un lugar transitable? ¿Cómo lograr que los demás sigan nuestro recorrido por un camino absolutamente volátil y sin rumbo?

        Si bien todo texto poético implica un recorte de lo infinito real para iniciar otro paralelo infinito (el del poema), Lej Lejá nos muestra una personal y sutil manera de realizar ese corte. La aparente asepsia de su incisión sobre las finas rebanadas que extrae del mundo se descarta inmediatamente cuando el lector queda prendido de la limpia llama emotiva que consume los poemas. Porque el desierto mismo no es más que eso: largas extensiones, frío y calor, soledad, pensamientos, angustias, sed, hambre, que conforman una escenografía indescriptible que bien podría montarse sobre cualquier escenario.

        Lo que importa, entonces, es el diálogo en el vacío, las prolongadas ristras de voz que cada tanto encuentran una respuesta en su interminable caravana, y no el desamor, el temblor o el miedo:

        Él dice: tomá a tu hijo, el hijo
        que amás con devoción y ofrecelo
        en sacrificio. Así, en medio
        de tu silencio lo escuchás y sin
        que te tiemble el pulso estrechás
        su mano izquierda. Los dos van
        a la deriva por el desierto sin sol
        ni sombras mientras caminan juntos.
        No dan tregua al paso lento
        aunque su pie pequeño se hunda
        en la arena pantanosa, aunque
        se agrieten sus labios o sus sentidos.
        ¿Seguir, seguir o no llegar? ¿Obedecemos,
        padre, o nos abandonamos de a poco
        a la intemperie?


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