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Dos reseñas: Lizard & Tonada que no canta

Dos reseñas: Lizard & Tonada que no canta

SUEÑOS DE PEQUEÑA LUZ

por Ricardo H. Herrera

(Sobre Lizard de Pablo Seguí. Barnacle, Buenos Aires, 2020).

Sin proponerse alternativas extremas –salvarse o condenarse, por ejemplo, aunque no descuenta terminar creyendo en Dios–; sin programar desventuras de ruptura o de restauración, de pensamiento sesudo o de observación neutral, la escritura poética de Pablo Seguí (Córdoba, 1973) se podría aproximar sin forzamientos a lo que Paul Éluard denominó en su momento poésie ininterrompue. Yendo bastante más atrás en el tiempo, cabría citar una sentencia de Plinio el Viejo que bien podría ser su divisa de poeta: Nulla dies sine linea. Él se compara con un sereno: “Un poema por noche, / como un sereno…” No importa tanto que el trabajo sea nocturno como que el tiempo invertido rinda al menos una unidad por noche. Aunque la dedicación sea cotidiana, no cabe hablar de un diario poético in progress; no hay tal cosa, no sólo porque no hay fechas al pie de los textos, sino porque los poemas han sido trabajados con esmero a fin de que viajen en el tiempo, buscando ir un más allá del uso personal y del mero registro rutinario.

            Luego de tentar diversas vías de acceso a la poesía, de probar estilos y maneras, a partir de Naturaleza muerta (2011) Seguí comienza a delimitar el territorio pasional en el que efectuará sus sublimaciones nocturnas. La decantación de su voz se acelera a partir de la publicación de Otro verano y éste (2017), libro en el cual el poeta alcanza una modalidad expresiva que lo identifica a simple vista: calidez e ironía, tono menor, vocabulario de uso, formas breves trabajadas con rigor. Ese estilo se consolida en Animal de bien (2018) y en el reciente Lizard, dedicado a su perro guardián (querendón que permitió que le robaran al poeta tanto su notebook como su celular días pasados). Entre estos dos últimos libros, Seguí publicó Noción de ritmo (2019), una treintena de poemas escrita con anterioridad a Otro verano y éste. Si bien estilísticamente este conjunto es más heteróclito que el trío que acabo de destacar, contiene una página memorable –“Velita de leer”– que voy a transcribir íntegramente, porque permite sopesar en estado puro la calidad del temple que anima la poesía de Pablo Seguí:

 

Vela que ardés, velita
de leer o latir
por horas en la noche
al fulgor de los libros:

¿cómo fue que llegué
a tu ermita o cayado?
(Yo venía de lejos,
de años de derruirme…)

Velita humilde, vela
que propiciás fortuitos
encuentros y evitás
la búsqueda infinita:

¿por qué me reconforta
ahora tu patrón?
¿Por qué lo que era chanza
ahora me conduce?

 

            El tono entrañable de esta página de amoroso ensimismamiento, provista de una imaginería arcaica, incluso intemporal, trae a mi memoria el librito de Bachelard dedicado a la llama de la vela. Dice el filósofo francés: “Los sueños de la vela nos conducen al reducto de la intimidad. Parecería que existen en nosotros rincones sombríos que no toleran más que una luz vacilante. Un corazón sensible ama los valores frágiles. Comulga con los valores que luchan, con la débil luz que enfrenta las tinieblas. De este modo, todos nuestros sueños de pequeña luz conservan una realidad psicológica en la vida actual. Tienen un sentido; diríamos gustosos que tienen una función.” Un corazón sensible ama los valores frágiles; subrayo la frase porque en ella está todo Seguí, todavía vuelto a la ternura de las mujeres que lo criaron (su madre y su abuela, la Babía de sus poemas), todavía sediento de leche materna, dulce sustancia que se empeña en conseguir en todos los escotes que se ponen a su alcance. No sorprende por lo tanto que su poética sea de índole afectiva y su temática casi exclusivamente amorosa. En el tempestuoso clima que suele acompañar tanto sus relaciones de pareja como su defensa de la poesía (“cosa cordial”, nos recuerda Machado), de pronto el aire se serena y nace un poema antológico:

 

Estamos acostados
y vos dormís. La noche
es una suave barca
en algún muelle. Cierro
los ojos y prosigo
presintiendo tus márgenes
a través de la colcha
con mi mano desnuda.
Mañana, rosa china,
de nuevo te abrirás.

 

            Este poema, titulado “Para cuando despiertes”, hace juego –o una suerte de vaivén– con otro que aborda la misma temática desde un ángulo opuesto, adverso: “Omne animal post coitum triste”. La línea latina es elocuente, no hace falta traducirla. Ambos poemas demarcan el espacio en el que se debate la pasión de Seguí, echando luz en los humores oscuros de su temperamento melancólico, en los “rincones sombríos” de los que hablaba hace un instante Bachelard al ponderar las virtudes de la llama de la vela. Al igual que en el poema dedicado a la “Velita de leer”, transcripto al comienzo, también estos otros dos están escritos en versos heptasílabos contrarrimados. Con la excepción de un solo poema, escrito en versos alejandrinos, el resto del libro mantiene la matriz heptasilábica desde el comienzo al fin, una matriz bastante elástica, porque la recurrencia casi constante al encabalgamiento, hace que por lo general los versos estén lejos de constituir unidades rítmico-semánticas. Son versos prosados, por así decirlo. Pero en “Acidia pharmakón”, el poema escrito en alejandrinos, Seguí demuestra que domina su oficio y hace una excepción, entregándonos versos pulidos. Este poema toca un punto clave de su poética, menta el valor terapéutico que tiene la poesía tal como él la concibe. La escena esboza una noche iniciática, la oscuridad consiente el apareamiento del poeta y la poesía, dado lo cual Seguí se dispone a dar comienzo a su rito nocturno. Un lastimero “foquito” ocupa el lugar de la vela sacra; sin embargo, la atmósfera –una especie de espectral naturaleza muerta– es decididamente religiosa:

 

Los versos ya no alcanzan y está ronca la vida:
ha pronunciado todas las letras del insomnio.
Andan por la avenida los bultos del invierno,
medrosos y apurados como viejas cigüeñas.

(Del campanario inmóvil nada sé, y a estas horas
muy poco me dirán las palabras del ángelus.
Los frascos colocados delante de los libros
son un mejor altar, que el foquito define.)

Es una noche núbil. El paredón de enfrente
se enciende con las luces de los autos, se apaga.
Quiero estudiar la música de las cosas que caen
inevitablemente, lentísimas, azules.

 

            Si se leen estos versos respetando la cesura del alejandrino, puede oírse una música muy bien armonizada, muy seductora. No hay rimas en la pausa de fin de verso, pero sí consonancias y asonancias internas que cohesionan melódicamente el todo. A mi juicio, esta pieza deja muy atrás el tono menor de Lizard, configura un bloque de extraordinaria densidad, es palabra mayor. Se fusionan en estos doce versos dolencia y cura, desastre y victoria, desolación y anhelo. El nudo me evoca la imagen de un maestro francés que de seguro Seguí ha leído a fondo: Calme bloc ici-bas d´un désastre obscur. Un promisorio norte, si el poeta se decide a seguir avanzando por esa empinada vía.

 

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ERMITAÑO DEL CONURBANO

por Ricardo H. Herrera

(Sobre Tonada que no canta Alejandro Cesario. Ediciones la yunta, 2020)

Difícil, en verdad difícil plasmar un bosquejo lírico de la miseria y lograr ir más allá del mero testimonio. Realizar una perdurable experiencia estética poniendo el foco en la pobreza y el sufrimiento es algo que ha logrado más de una vez la gran pintura de la escuela española. Pero para la poesía actual un intento de ese tipo no es nada fácil. Indignarse de viva voz, apelar a los gastados clichés de una solidaridad nominal o hacer pucheros de alto vuelo, constituyen recursos inviables para la poesía que se sume en el abandono y el desamor; inviables e incluso inaceptables para un poeta que –como Alejandro Cesario– se propone hablar desde el núcleo vivo de una muchedumbre humana que “duerme en la zanja”. Claramente, al intentar hacer pie en una realidad tan precaria, se impone la antielocuencia; no puede haber verborrea al intentar hacer poesía en un escenario donde la pobreza hace enmudecer. Pero, ¿cómo señalar ese escándalo con palabras despojadas de toda jactancia literaria y, al mismo tiempo, transmitir eficazmente su íntimo gemido, su grito mudo? ¿Cómo hacer florecer la palabra entre los escombros y la basura? Cesario lo intenta sin teoría; se arriesga yendo al grano con laconismo y observaciones punzantes. Hay también una total falta de engreimiento, auténtica modestia en su artesanía. Observémosla en acción.

 

Carraspea el fracaso.

Esgarra proezas
que no son verdaderas.

Y la esperanza
es una ronda más.
                                            (En el bar, p. 75)

 

            Esta sobriedad está en las antípodas del golpe bajo. Queda claro que el poeta ama su tema sin sensiblería, la realidad del conurbano es su tema. No hay una estrategia literaria operando en frío, un objetivismo impoluto sacando instantáneas en blanco y negro. Tampoco hay un operativo propagandístico, solicitando una adhesión incondicional. Hay, más bien, una calidez que se hace evidente por su cuidado al pulir la palabra desnuda, por su constancia y su fe en la escritura. Digo fe no tan sólo porque esa virtud se percibe en la contundencia emotiva y en la solidez formal de cada poema, sino porque todos los epígrafes del volumen son de origen evangélico, algo que no puede ser casual, aunque no necesariamente implique una adhesión confesional. Una brevísima cita joánica estampada en la página 71 de Tonada que no canta lo dice todo: “Permanezcan en mí, como yo permanezco en ustedes”. Este es el altísimo modelo expresivo al que adhiere Cesario, modelo que viene a reafirmar la honda compenetración que existe entre el poeta y su tema. Ignoro si el poeta es creyente o agnóstico. Quizás cree en los creyentes del conurbano, los comprende y acompaña afectivamente en su ir más allá de la miseria buscando amparo en la trascendencia. En todo caso, su solidaridad con los humillados se pone de manifiesto tanto en lo alto como en lo bajo, tanto en el camposanto como en el lupanar. Veamos esto último:

 

         Debajo
del incienso

y la tufarada
del aciago claustro
y orinales

y de tanta
baba y esperma
sobre las burdas sábanas

aflora el tormento.
                               (Lupanar, p.78)

 

            Desde un punto de vista meramente formal, las premisas que organizan esta poética son dos: concisión y exactitud. Economía literaria de emergencia, se podría decir. Piezas logradas con genuina emoción, con mucho silencio y un vocabulario selecto, un vocabulario que por momentos obliga a avanzar con cautela, consultando el diccionario de uso. Paradójicamente, se diría que las palabras empleadas para dar cuenta de una realidad harapienta terminan por darle cierta nobleza a los textos; a su manera son palabras nobles, las ennoblece la emoción que las anima, el desuso, el olvido, su rara expresividad. De este modo, por un lado Cesario obliga a que el lector transite despacio su libro, ya que hay que ir domesticando con paciencia las palabras a fin de descifrar correctamente sus textos, pero, por otro lado, es de la rareza de ese vocabulario inusual de donde mana la poesía: pinceladas inestimables, de extraño colorido, de tierna expresividad, que con su dejo arcaico nos permiten tomarle el gusto a sus tonadas. No aspira al canto Cesáreo, constituiría un exceso; le basta con tararear unas pocas notas nítidas, la “cadencia de mantra” del vesperal, como dice en un poema titulado “Armonía” (p. 95). Nuevamente, el matiz religioso. Y la palabra mantra no es gratuita; de hecho hay algo de oriental en la austeridad con que el poeta se expresa. No me parece arbitrario arrimar el nombre de Basho a esta poesía; tanto por su extremada potencia de síntesis como por su espiritualidad eremítica, las formas breves de Alejandro Cesario están próximas a la economía de la tanka y del haiku. Le propongo al lector un último poema, el titulado “Mirada”:

En su sillón

llora la garúa
que cala los guijarros y la tierra

y asperja a los muertos,

que no puede hacerlos germinar.

 


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