Juanele Ortiz – Obra completa

Es sin lugar a dudas una gran noticia la aparición de una nueva edición de la Obra completa de Juan Laurentino Ortiz (Entre Ríos, 1896 -1978). Juanele, como se lo suele llamar entre nosotros. La obra consta de dos volúmenes de 850 páginas cada uno, muy cuidadosamente editados y presentados gracias al esfuerzo de los departamentos editoriales de la Universidad Nacional del Litoral y de la Universidad Nacional de Entre Ríos. En el primero, En el aura del sauce, precedida por una lectura de la española Olvido García Valdez y una introducción de Sergio Delgado, puede leerse la poesía completa de Ortiz: casi cincuenta años de ejercicio poético, con todos su libros publicados ordenados cronológicamente, y los poemas que en el momento de su muerte parecían orientados a formar un nuevo libro. El segundo volumen, Hojillas, es el que trae mayores novedades respecto a las ediciones anteriores. Tras unas palabras liminares de Marilyn Contardi y una introducción de Sergio Delgado, está conformado por los poemas no recogidos en el primer volumen (excelente oportunidad para espiar al joven poeta afinando su voz en sonetos y muchos poemas en los que va de a poco creciendo lo más propio de su mirada y su poesía); una completa cronología & biografía; una cuidadosa recopilación de traducciones y ensayos y cartas de Juanele, muchos de los cuales se publican ahora por primera vez; una serie de ensayos de distinto tipo sobre la poesía y la figura de Juanele (excelente, por ejemplo, el de Miguel Ángel Petrecca, “Las traducciones chinas de Juan L. Ortiz”, que fue publicado en una primera versión en su momento en el número #37 de Hablar de Poesía); y por último un exhaustivo apartado de notas.

 

***********

 

            Compartimos, entonces, en primer lugar, la tercera parte de la excelente “Introducción” de Sergio Delgado, una minuciosa lectura de un poema (páginas 24 a 34 de En el aura del sauce):

(…)

Otra aproximación posible, la última que proponemos, en una experiencia totalmente distinta, es la de detenerse en la lectura de un poema breve. Porque hay poemas que son como un microcosmos de la obra, que condensan su fuerza poética, como reteniendo y pausando la respiración, en un descanso antes de continuar. Es el caso de «Rosa y dorada…», de El álamo y el viento (p. 197), que se encuentra en un punto muy preciso de inflexión de la obra. Leamos el poema:

Rosa y dorada
la ribera.
La ribera rosa y dorada.

Febrero,
y ya estás,
belleza última, en el cielo y el agua.

Etérea,
pero ya estás,
vapor flotante de un sueño
que parece de flor y es de un lúcido pensamiento
que se busca
y se suspende
mientras el cielo es un ardor sensible.

Por los caminos pálidos, entre la hierba oscura,
el alma es un olvido hacia una orilla eterna.

 

  ¿Qué nos describe el poema, si acaso describe algo? Un paisaje, quizás… Pero ¿de qué manera podemos ver u oír las señales de ese paisaje en el poema? ¿Cómo percibir sus formas, cómo pensar sus colores? ¿Y sus silencios?

  Todo poema, toda composición musical, toda pintura, se plantean quizás estas preguntas. Lo hace Juan L. Ortiz en este poema que elegimos si se quiere como motivo de esta edición, postulando en cierto modo su centralidad, al mismo tiempo visible y misteriosa. Pero para el poeta, para el pintor e incluso para el músico, no puede haber un lenguaje predefinido de los colores. Si para Rimbaud: «A negro, E blanco, I rojo, U verde, O azul: vocales…», según propone su inagotable soneto —el más comentado de la lengua francesa, suscitando, entre tantas aproximaciones, el magnífico libro de Etiemble—, es porque la I es risa en labios de borracheras impenitentes (Ivresses), y porque, concluyendo, «la estrella lloró rosa en el corazón de tus orejas».

  El color de un objeto —una flor o la ribera del río—, el color de un paisaje —el cielo en el atardecer o el primer rubor en las mejillas de una niña—, ¿se perciben o se piensan? Quizás ni lo uno ni lo otro. Quizás ambas cosas, confundidas. ¿Deberíamos pensar acaso el color en sí mismo, despojado, si fuera posible, de todo referente, como una pintura abstracta? Porque ¿dicen algo estos colores? Si la rosa blanca significa «amistad», paradójicamente dejamos de ver la rosa y su blancura para ver la idea, el estereotipo. Y el arte nos invita a interrogar, al mismo tiempo, las cosas y sus significados. Los inmediatos y los distantes: metafóricos, simbólicos, arquetípicos. Es por eso, probablemente, que José Martí escribe «y para el cruel que me arranca / el corazón con que vivo… / cultivo una rosa blanca».

  En «Rosa y dorada…», el título del poema y su primer verso, que lo repite, hay para comenzar dos colores: rosa y dorado. Dos colores que evocan, de inmediato, los «objetos» de los cuales toman sus propiedades: la rosa y el oro. Pero es evidente también que el rosa de la rosa (esa perfección de la belleza efímera) poco tiene que ver con el dorado del oro (la perfección inmutable). La coordinación «y», en este caso, en lugar de aproximar ambos términos tiende más bien a desplegar sus diferencias, a ponerlos en tensión: su condición de adjetivos, el orden de aparición, los colores que cada uno evoca, y finalmente su sentido simbólico que, por su parte, arrastra una larga tradición poética.

  Pero los colores de la rosa y del oro son en este caso adjetivos, por aposición, de «la ribera». Y la posición es entonces, se nos dice, el componente fundacional del poema. Para demostrarlo basta hacer el simple ejercicio de invertir los términos y comprobar cuánto se pierde al decir: «dorada y rosa…».

  La palabra rosa que inicia la serie produce, además, una breve desorientación: ¿se trata en verdad de la rosa? El lector, sin poder evitarlo, conducido por la fuerza de la sintaxis, de la flor y del símbolo, tiende casi a ver la flor. La confusión se acentúa en la constitución de rosa como adjetivo, dado que no posee género: podemos decir: un río rosa o una ribera rosa. El género femenino del adjetivo «dorada» viene a poner las cosas en su lugar: el color rosa y el color dorado pintan la ribera.

  Esta primera estrofa traza una figura curiosamente cíclica, cuya inmovilidad está acentuada por la ausencia de verbos. La relación entre sustantivo y adjetivo se pone de relieve y al mismo tiempo en tensión, en un juego de rupturas y repeticiones. La estrofa misma puede pensarse como el resultado de un quiebre, a partir de una figura simétrica inicial de versos eneasílabos, tan raros en la poesía española clásica como preferidos por el modernismo (es difícil no pensar en Rubén Darío y en los eneasílabos de «Canción de otoño en primavera», con esa dulce niña que «Miraba como el alba pura; / Sonreía como una flor»):

Rosa y dorada / la ribera.
La ribera rosa y dorada.

  De hecho, si se acepta esta hipótesis genética, el corte entre los versos 1 y 2, que en su ruptura produce el primer terceto y que intensifica la cesura misma de la aposición, rompe una suerte de unidad originaria: se trata de un quiasmo, figura poética por excelencia de la simetría. El tercer verso, que restablece el orden de las palabras en sus funciones sustantiva y adjetiva, introduce, además, el número 3 que viene a perturbar ese casi deseable equilibrio dual del origen. Ya comenzamos a saberlo: la tensión entre el dos y el tres va a determinar el poema en su conjunto.

Rosa y dorada
la ribera.
La ribera rosa y dorada.

  Las aristas de este menudo cristal, en el inicio de la obra, puede verificarse incluso visualmente: la poesía pierde su orilla derecha, la de la regularidad métrica y la rima. Y toda pérdida es dolorosa… Pero no sigamos. Sin leer todavía el poema, volvamos a mirarlo. Levantemos un momento los ojos para observar el dibujo que trazan todos los versos en la página y veamos que, a simple vista por supuesto, esta tensión se reproduce, en el funcionamiento gráfico del poema, entre la primera estrofa de tres versos y la última de dos:

Por los caminos pálidos, entre la hierba oscura,
el alma es un olvido hacia una orilla eterna.

  Esta antítesis entre lo par y lo impar es más profunda, por otro lado, si contemplamos el gran movimiento de toda la obra de Ortiz desde su inicio, en su tensión hacia la irregularidad métrica y la pérdida, decíamos, de la orilla derecha. Un movimiento que, a partir de un momento, en el despliegue del verso en la página en blanco y en la búsqueda quizás de un cauce central, único, llevará a la pérdida de la otra orilla, la izquierda. La diagramación de los versos en la página de la poesía última de Ortiz busca el dibujo cambiante y único de un río. O de una flor. El Gualeguay reproduce de alguna manera en su propio cuerpo esta deriva, como puede comprobarse hacia el final, a partir del v. 2494, cuando se libera de toda orilla.

  Volvamos a estos últimos versos de «Rosa y dorada…». Se trata de dos versos alejandrinos, sin rimas, donde en todo caso las rimas se repliegan hacia el interior: hacia esos «caminos pálidos». Hay en toda la poesía de Ortiz un juego permanente entre los sonidos de la i y la a, repetido en ciertas palabras claves: poesía, niña, orilla, colinas y, sobre todo, en las terminaciones de ciertas palabras guaraníes: Gualeguay, Paraná, Villaguay, aguaribay, jacarandá. Vuelve cada tanto la regularidad métrica, como un recuerdo, y vuelve la rima.

  Pero no vayamos tan rápido. Mantengámonos todavía un momento más en la materialidad del poema y consideremos la sonoridad de ciertas vocales y consonantes, la manera como vocales y consonantes son escandidas, la disposición de los acentos rítmicos. En este poema, concretamente, determinadas vocales y determinadas consonantes, en conjugación particular con los acentos versales, establecen una cuidada gradación que de algún modo emula el espontáneo pero armonioso despliegue de los colores. Las vocales, en la realización de su sonoridad y de su timbre, dan al poema una coloración propia. En la primera estrofa se desarrollan sonoridades medias y abiertas. Considerando los acentos, dominan la o, la a y la e: «Rosa y dorada / la ribera». Escuchemos al comienzo el sonido agudo de la vocal e tónica que insiste equilibrando la ausencia de la i: ribera, Febrero, belleza, etérea. En la última estrofa, en cambio, hay una notable concentración de sonidos agudos en e y sobre todo en i: «Por los caminos pálidos, entre la hierba oscura, / el alma es un olvido hacia una orilla eterna» (en negrita los acentos versales del alejandrino, los de las sílabas 6 y 13). Toda la oscilación del poema (entre el equilibrio y el desequilibrio, entre lo abierto y lo cerrado, entre lo grave y lo agudo) se reproduce, como en miniatura, en este dístico final. En particular en ese magnífico contrapunto o claroscuro entre las vocales graves acentuadas en el primer alejandrino (pálidos/oscuras) y las agudas del segundo (olvido/eterna).

  Escuchemos, por último, las consonantes. En el comienzo dominan las líquidas. Las dos primeras estrofas, en particular, realizan su sonoridad y su ritmo gracias a la aliteración en r: rosa, dorada, ribera, febrero, etérea. La r vibra y da a las vocales una cierta luminosidad en este comienzo del poema. En cambio, las sonoridades nasales se van a ir concentrando hacia el final: de las veinte consonantes nasales que hay en todo el poema, siete se encuentran en la última estrofa: caminos, entre, alma, un, una, eterna. El verso se ensombrece (si aceptamos acaso el planteo de Henri Morier, que ve correspondencias y claroscuros en ciertos sonidos nasales y palabras, por cierto emblemáticas —perceptibles también en español—, como sombra, negro, tenebroso).

  Apenas comenzamos a leer. El poema en tanto objeto, en tanto forma gráfica que evoluciona en el blanco de la página o en tanto musicalidad que aborda el silencio, se despliega a la escucha o la contemplación del lector en todos y cada uno de sus elementos. Hay una fascinación que produce a los sentidos, algo que se nos dice más acá o más allá de todo significado. El poema «hace» su significado a través de las palabras y en su despliegue en el espacio y el tiempo. Todo el poema es una flor que se busca y se suspende. Un «pensamiento», en acuerdo con el Maeterlinck de La inteligencia de las flores, si pensamos el sentido de la forma y el color de una flor puestos al servicio de la reproducción de la especie. Un «lúcido pensamiento», es decir, un pensamiento que «luce», que se realiza en su brillo. No es algo que se nos ofrece de manera gratuita ni que recibimos pasivamente. Implica por parte del lector una determinada búsqueda, comparable sin duda a la de la abeja proustiana que viene desde lejos al encuentro de esa flor que «desde hace tanto tiempo prolonga su espera». Pero ¿dónde está la flor si comprendimos, desde el inicio, que el rosa no es la rosa? ¿No lo es? Sí si pensamos que todo el poema es una flor que se despliega, cumpliendo con el programa de Huidobro: «Por qué cantáis la rosa, ¡oh Poetas! / Hacedla florecer en el poema». ¿El poema habla acaso de la flor? En todo caso, de algo «que parece de flor».

  Entre el tres y el dos oscila el poema, en una simetría que se busca y se pierde sin cesar. Las dos primeras estrofas son tercetos. La tercera estrofa tiene como base un terceto, que se prolonga en una expansión. Este terceto malogrado repite el tema del terceto anterior (la belleza), asumiéndolo como sujeto de su frase y que podemos reducir al siguiente esquema:

Etérea [belleza],
pero ya estás,
vapor flotante de un sueño [florido]

  Los otros versos de la estrofa, que llamamos expansión, se generan gracias a un sistema de subordinaciones y coordinaciones doblemente imbricado: «que parece de flor», «que se busca…», «y es un lúcido pensamiento…», «y se suspende…». Esta expansión, desarrollada en cuatro versos, que en su funcionamiento sintáctico no es más que un adjetivo de sueño, recupera fugazmente una cierta simetría:

que parece de flor y es de un lúcido pensamiento
que se busca
y se suspende
mientras el cielo es un ardor sensible.

  Tenemos aquí, sobre todo si atendemos a la disposición gráfica de las líneas en la página, dos versos extensos en los bordes de la figura y dos versos notablemente más cortos en su interior. No hay equivalencias métricas entre estos cuatro versos y sin embargo se vislumbra una forma en desarrollo que parece buscar el eje de su propio equilibrio. Y, por cierto, todo es diferente en esta expansión, como si el lenguaje estuviera compuesto aquí de otra materia. Por una parte, es el único caso en todo el poema de una construcción subordinada (doble, además, como dijimos); y es también, por otra parte, el único momento del poema donde encontramos verbos de acción: buscar y suspender, mientras que el sistema verbal dominante es atributivo, entre estar y ser. En el interior de la expansión aparecen en el mismo verso las palabras quizás más importantes para la comprensión del poema: flor y pensamiento.

  Podríamos imaginar que la figura gráfica que compone la «expansión» es la de una flor. En el momento que la vemos como flor, de una manera más bien ingenua, jugando como lo haría un niño simplemente con la disposición de los versos en la página, descubrimos que esta figura reúne el significado si se quiere físico del objeto flor con el de su «inteligencia» —para decirlo en términos de Maeterlinck—. Es decir que la forma de la expansión representa los componentes básicos del mecanismo de toda flor, por cierto uno de los más complejos de la naturaleza, que tiende además hacia un fin muy preciso: la reproducción. Toda la forma de esa bella forma que es la flor, el despliegue en el aire del vuelo de sus pétalos y de sus colores, busca el ser que deberá fecundarla: «cada flor tiene su idea, su sistema, su experiencia adquirida, de la que se aprovecha», nos enseña Maeterlinck. La flor se despliega, se suspende en el vacío, disponiendo un receptáculo compuesto en el exterior por piezas estériles (el cáliz y los pétalos que forman la corola) y en su interior por piezas fértiles (de carácter masculino, que forman el androceo, y femenino, que forman el gineceo). El poema mima esta forma, en la alternancia de versos largos y cortos y de verbos pasivos (parecer y ser) y activos (buscar y suspender). Los versos cortos, que representarían las partes de la flor que podríamos llamar fértiles, contienen esos verbos de acción que corresponden, respectivamente, al nudo del encuentro sexual con el insecto.

  Seguimos sin saber qué colores son el rosa y el dorado que iluminan la ribera, ni qué ribera es esa que atraviesa el paisaje. Nada se nos explica al respecto. El poema puede ser leído pensando en un referente más bien difuso, difuminado, como en una pintura impresionista, atendiendo más al juego de la luz y los colores que a la representación de un paisaje concreto; y puede ser leído también sin pensar en ningún referente concreto, con la misma actitud que nos reclama por ejemplo, ya lo dijimos, una pintura abstracta. Sea como sea, si acaso el poema dice algo, lo dice a través de su forma o, como sucede muchas veces en la poesía de Ortiz, gracias a vagas alusiones y mínimas sugerencias. Y no se trata de un poema metafísico o simbolista, dado que se descarta una actitud meramente contemplativa. El lector es invitado a buscar lo que el poema suspende ante sus ojos.

  «Rosa y dorada…», publicado por primera vez en 1948, tiene una particular autonomía en la obra: reproducido en varias antologías y leído por el poeta en numerosas ocasiones, por momentos se presenta como un emblema de toda su poesía. Así aparece en la película de Marilyn Contardi, Homenaje a Juan L. Ortiz, donde la lectura perpleja y dificultosa de unos niños se confunde con la voz del poeta. Y sin embargo, pese a tratarse de un poema particularmente visible —o audible—, que se brinda sin ninguna dificultad, mantiene su misterio. Ha sido leído y es leído, sí, y de manera diferente. Por ejemplo, Juan José Saer relaciona sus colores con los de las aguas del Paraná. En el capítulo que dedica a este tema en El río sin orillas, contrasta el monótono «color de león», con que Lugones pinta el río, con los matices complejos presentados por Ortiz. Aquí encontramos «otros tonos», señala Saer, «en ese arco que pasando por el marrón va del rojo al amarillo». Esta lectura está justificada por el mismo poema, dado que claramente se menciona «el cielo y el agua». Daniel García Helder presenta una lectura diferente, relacionando estos mismos colores con el otoño. Helder se basa en una aclaración de Ortiz durante una lectura del poema, cuando al mencionar «Febrero», el poeta se detiene y explica: «quiere decir ya está el otoño, ¿no?», como si fuera evidente que el nombre de este mes señalara esa estación, «como si eso se cayera de maduro por los colores citados en el poema, pese a la mención de Febrero. Dicho sea de paso, el de los meses que “se visitan o adelantan” es un tema que por poco perceptible no deja de tener sobre el conjunto de la obra una especial influencia, determinando esas oscilaciones cromáticas tan características» (vol. ii, p. 691). Y, justamente, en «Las colinas»: «¿No es Abril el que da esa tarde llena de cirios de Febrero?» (v. 413, p. 399). El poema admite las lecturas de Saer y de Helder, y sus colores pueden referirse tanto a las aguas del río como a las hojas del otoño.

  Pero el rosa y el dorado de «Rosa y dorada…» pueden leerse, al mismo tiempo, en un movimiento más amplio, observando el sentido que estos colores tienen en la obra.

  Se puede comenzar el recorrido a partir del rosa que aparece, al comienzo de la obra, en El agua y la noche, sobre todo al atardecer. Dice el poema «Iba la felicidad»: «Un largo rosa espectral / era el cielo del río» (vv. 18-19, p. 47, en todos los casos el subrayado es nuestro). En La rama hacia el este lo vemos descender sobre la tierra. Se trata quizás de la búsqueda de un sentido más humano, más familiar, del color: «Septiembre / nieva, nieva sobre los árboles. / La dicha de la tierra / prende / a las sensibles ramas / alusiones de rosa y blanco, ah, tan puras» (vv. 13-18, p. 156). Y aunque de este modo la «tierra tiene el cielo dentro», aunque se trate de un «cielo accesible», el color conserva su condición aérea puesto que se hace referencia al color de las flores de los árboles. El rosa se combina en este caso con el blanco en las formas que al color brindan (en «alusiones») las flores de los árboles «plantados» en las quintas y jardines, los durazneros y manzanos.

  A partir de este punto, principalmente, comienza a desarrollarse en la poesía de Ortiz un ciclo de «flores aéreas» (denominadas en algunos casos «flores aladas»), en relación con las flores de determinados árboles de la región. Poemas como «El manzano florecido», «El lapacho florecido», «El aguaribay florecido» son sus puntos culminantes, aunque todo parece florecer como nunca en el último libro, La orilla que se abisma, en poemas como «El jacarandá» o como «Oh, el mar de los gemidos, el mar…»: «Pero quién dijo, quién, / que es “de rosa”, fatalmente, el regreso a las raíces, / del río del aire?» (vv. 4-6, p. 653).

  En cuanto al color dorado, es evidente, como bien lo señala Wittgenstein en sus Comentarios sobre los colores, la dificultad de asociarlo directamente al amarillo: «Se habla del “color del oro” (Farbe des Goldes) y lo que se entiende por esto no es el amarillo. “Color de oro” (Goldfarben) es la propiedad de una superficie que brilla o que reluce». Sin embargo, en la poesía de Ortiz la asociación del dorado-oro con el amarillo es inmediata, en un trabajo que implica, en cierto modo, un aligeramiento o un empalidecimiento del campo semántico ligado al oro (en cuanto a su tradición poética pero también en tanto metal y valor económico). La falta de matices se verifica en varios poemas, por ejemplo en «Nada más…» de El alba sube…: «Y las orillas / florecidas, / las orillas / amarillas, / las orillas temblando / en la sensitiva / mirada del río? // Demasiado, demasiado. / Sólo la soledad / apenas / dorada, / con este canto» (vv. 8-19, p. 1o6). Las «orillas florecidas» a las cuales se hace referencia son tanto amarillas como doradas. Hay probablemente un trabajo, en este sentido, contra el peso que adquieren en la poesía modernista los colores ligados a metales o piedras preciosos, en especial en el Leopoldo Lugones que va de Las montañas del oro a Las horas doradas —que Ortiz define, en un reportaje, de manera indistinta, como de «oro pesado»—. Lugones propone al lector en «El dorador» la tarea de anestesiar sus impulsos interiores volviendo la mirada hacia el paisaje: «Sonríe a tus quimeras seductoras, / Y en tu huerto invernal reserva un poco / De lento sol para dorar tus horas». Ortiz propone exactamente lo contrario. Ver, entre otros, los poemas «En el dorado milagro…» y «El río todo dorado…» de El ángel inclinado, o el poema «Oro y azul» de El álamo y el viento.

  En definitiva, y para ir concluyendo, no hay que olvidar que ese rosa y ese dorado son los colores de una ribera. Pero ¿qué ribera? ¿Es una ribera que separa la tierra del agua, o el agua del cielo? La ribera, la orilla, presentes siempre como horizonte o como límite en toda la poesía de Ortiz —a partir de un momento domina, es cierto, el segundo término—, devienen palabras claves. Palabras polivalentes, que pueden significar muchas cosas. En este caso, no conviene ir muy lejos para encontrar una explicación. Quizás basta con leer, en el mismo libro donde se encuentra «Rosa y dorada…», el poema «En esta primavera…»: «Sí, hubo el oro quieto de los chañares. / Y el rosa alado de los lapachos tembló ligeras nubes / de alba sobre la barranca, / en las ráfagas vivas de la luz ácida y loca» (vv. 5-8, p. 227). Podemos así imaginar que «Rosa y dorada…» evoca la imagen de esta ribera aérea, la que trazan las flores del lapacho y el chañar en una primavera concreta, en una orilla precisa, en la ciudad de Paraná. Una ribera separa habitualmente dos espacios y dos materias diferentes. Pero aquí el elemento de unión, que a un mismo tiempo distingue y relaciona ambos mundos, adquiere un espesor particular. El límite mismo se adensa, se ilumina por las flores del lapacho y el chañar, que a su vez tienen una composición muy distinta, las primeras más bien aéreas, de «rosa alado», las segundas más pesadas, de «oro quieto», reelaborando además el valor que estos colores han ido ganando en la obra.

  Y desde esta última perspectiva podemos ahora volver a plantearnos esta dialéctica entre el dos y el tres. A partir del tema de la ribera, encontramos nuevamente el número dos, porque dos son los elementos relacionados por ese límite. Habitualmente la ribera separa la tierra del agua. Si nuestra hipótesis es correcta, en «Rosa y dorada…» la división se produce entre los árboles (prolongación de la tierra) y el cielo. Una oposición que podría mantenerse de manera indefinida dado que los dos términos relacionados nunca se confunden. Siempre son dos, como bien señala Gaston Bachelard en El agua y los sueños: «Un trazo de pronto sorprende: sus combinaciones imaginarias sólo reúnen dos elementos, nunca tres». Pero enseguida Bachelard postula la posibilidad de un «tercer» elemento, que es en realidad una composición de los otros dos: el vapor y las brumas (la unión del aire y del agua) o el barro (la unión de la tierra y el agua). Cada uno de estos elementos, que posee su propia tradición imaginaria, brinda su densidad a la ribera. Y en este caso el trazo se enriquece con la complejidad de los colores de las flores de lapachos y chañares.

  Las preguntas permanecen, suspendidas y sin respuesta: ¿qué colores son el rosa y el dorado?, ¿es el verano, el otoño, la primavera?, ¿es el presente o el pasado? Y el alma, en su olvido, postula una última pregunta, que podría también ser la primera: ¿quién observa las flores? No hay un sentido único en el poema, como no lo hay en los colores. En el momento de proponer una postura activa de lectura, una lectura si se quiere creativa, a través de un particular trabajo textual e imaginativo, el poeta nos llama a confrontar el poema con nuestras propias experiencias, con la textura de nuestras propias miradas, la de toda nuestra historia.

  Ese rosa y ese dorado se suspenden, como la flor misma, para insistir con la metáfora, abriéndose y ofreciéndose, en cada una de nuestras primaveras.

 

***********

 

Compartimos también 4 poemas, y bien podríamos haber sumado este o este. Son de las páginas 237, 329/330, 348 y 421/422 de En el aura del Sauce.

EL AGUARIBAY FLORECIDO

Muchachas de ojos de flores y de labios de flores.
En la sombra exhalada —¿de qué su dulce hálito?—
los vestidos ligeros, muy ligeros, con pintas.

Arde de abejas el aguaribay, arde.

Ríen los ojos, los labios, hacia las islas azules
a través de la cortina
de los racimos
pálidos.

Ríen los ojos, los labios. ¿Veis las muchachas o es
la tenue sombra ebria
y bordoneada
que se alucina de muselinas claras
y de otras flores vivas —extrañas flores vivas—
riendo, riendo, riendo hacia las islas?

Muchachas de ojos de flores y de labios de flores.

        Arde de abejas el aguaribay, arde.

 

LA TARDE…

La tarde mira al agua,
azul,
y el agua es toda la tarde,
azul.

¿Nada más?
Y el pajonal bajo y pálido
y la arena y el prado
con el ganado lejano?

Nada más.
El agua azul, la tarde azul.
Un parpadeo azul,
un amor azul.

¿Quién danza dentro o se va?
Se va, y bajo las chispas
del tiempo azul,
una huída melancólica.

¿Y el verde infantil, el verde?
Oh, es un doliente ir, por qué?

La soledad de verde y azul
anhela quién sabe qué bajo el sol.

Esta es el alma, amigo,
en dos notas tendida, y suspirando
bajo un aire de diamantes
y de vuelos altos, altos…

 

PARA QUÉ EL VINO, AMIGOS MÍOS…

¿Para qué el vino, amigos míos,
si allí la luna, en las aguas, ebria, se despliega?

Id a la orilla, y sed de ella, dulcemente enajenada
en su propio vals antiguo
de velos de silencio que se igualan al fin, tenues, a la arena…

Sed de ella que ya el eucaliptus está en ella, más pálido.
Y acaso, acaso, un momento perdidos, amigos míos,
os encontraréis de la mano, luego, en el centro de la danza profunda,
figuras intercambiables e increíblemente ligeras, al cabo, de la danza…

¿Para qué el vino, entonces, si así seríais más ligeros?

SÍ, LAS ESCAMAS DE CREPÚSCULO…

Sí, las escamas del crepúsculo
en el filo, último? de Noviembre sobre el río:
o el éxtasis de los velos de Noviembre
fluyendo hasta la noche, y más allá?…
increíble de ecos
y de fugas y pasajes
de no se sabe ya
qué despedida o qué llamado…

Sí, el fluido profundo, sobre oro,
que nimba la barranca
e inscribe místicamente un árbol alto,
y radia, hasta cuándo?
unos vagos pétalos de iris…

Sí, sí,
el verde y el celeste, revelados,
que tiemblan hacia las diez porque se van,
y en la media tarde se deshacen o se pierden
en su misma agua fragilísima…

Sí, sí, sí…
Pero vino la luz, estaba sólo la luz
detrás de las persianas de la mañana íntima:
vino la criatura eterna, el sentimiento de las estrellas,
la eucaristía de los mundos, el alma primera
antes, antes del prisma,
con esa flauta blanca, inefablemente blanca, siempre impuesta sobre el caos…

Vino la luz, vino la niña esencial,
imposiblemente pura de las hojas y de sus propias alas,
hasta un olvido lleno de ella
como de la mirada, única, de un estío nunca visto…

 

***********

 

Por último, una traducción realizada por Juanele, uno de esos “papeles recobrados” (artículos, traducciones, cartas) que se publican por primera vez en esta nueva edición. Para saber más sobre las traducciones de Juanele y su lugar en su proyecto poético, es muy recomendable el artículo “Juan L. Ortiz, traductor”, de Santiago Venturini, que también forma parte del segundo volumen. El poema está en la página 440 de Hojillas.

 

AL ALBA

Tras la oscuridad, tras la floresta, existe una magnífica ciudad.
La alcanzaremos al alba.
Está lejos, muy lejos, pero el alba esperamos.

Tras el desierto, tras el cementerio, existe
un real paraíso, sobre la tierra un paraíso.
Llegaremos allí con las manos vacías y
juntaremos flores, entonces,
juntaremos flores.

Tu no recuerdas el tono, ni yo menos,
que aprendimos en el alba de la vida,
y ese tono está perdido, arrancado
en la oscuridad, en el cementerio, en la floresta.

Mas ahora ese tono vuelve como un trueno
a aquellos que lo arrancaron.
Una tempestad se aproxima, la que asimismo pasará
y tras eso una ciudad resplandeciente existe
a la que llegaremos al alba.

Surya Sen (Poeta bengalí)


RELACIONADAS