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Néstor Groppa – Anuarios del tiempo

Néstor Groppa – Anuarios del tiempo

Nacido en Córdoba en 1928, pero considerado un referente fundamental de la poesía del norte de la Argentina (en 1952 se instaló en Jujuy, donde vivió y trabajó hasta su muerte en 2011), Néstor Groppa va de a poco, año a año, encontrando más y más lectores. La suya es una poesía rara, con algo de crónica, de libreta de notas donde se apunta lo que sucede y lo que se ve, siempre desde el pensamiento poético. A la publicación en 2012 de una amplia antología de su poesía en Ediciones del Dock, se suma ahora la aparición de un documental de Fabián Soberón: Groppa. Aprovechamos entonces para compartir cuatro de sus mejores poemas y el link al documental.

 

ACERTIJOS

       Averiguar cuántas torneras hay en la antigua torre del fuerte: el Cabildo, la casa actual de la Policía de la Provincia.
          Averiguar en cual esquina hay un letrero azul, enlozado, con la figura de un bulldog y una leyenda que dice “sea compasivo con los animales”.
          Averiguar dónde y en qué año los empresarios colocaron una placa recordatoria al Gran Capitán.
          Averiguar cuántos magnolios hay en la vereda de la plaza que da a la calle Belgrano (¿14?).
          Averiguar si el Banco Provincial tiene 19, 20, o 21, o 22 arcadas.
         Todas estas son proposiciones para llegar a conocer la ciudad con precisión crononométrica. Hay más: contar las casas viejas que quedan; calcular la tirantería, las vinchucas y los adobes y las minifaldas que componen la ciudad.
         O si no, averiguar qué hace la lluvia cuando no cae. Y la música, cuando no se la oye.
        Averiguar en cuál techo de una casa del centro crecen plantas con flores como jarritas de vino. Un vetusto jardín de teja y cornisa. Un baldío sobre el techo de una casa.
        Averiguar cuántas luces se encienden antes de las siete de la mañana en el monoblock “H”.
        Leer detenidamente el increíble letrero del increíble taller (por la Santa Teresita), taller donde arreglan camas, colchones, cocinas, máquinas de coser, licuadoras, relojes, lapiceras y motoniveladoras.
        Averiguar (no tanto) quién robó el letrero en forma de flecha que, sobre el murallón de la 19 de Abril, en el río Chico, indicaba desde la altura del puente Lavalle, hacia dónde quedaba un Hotel.
          Averiguar si es cierto aquel refrán referido al tiempo de las lluvias: “Enero, poco; Febrero, loco”.
        Averiguar cuántos guiños hacen los automotores en el tráfico durante cinco minutos en cualquier noche de la ciudad (esta sería una estadística yankee).
        Averiguar los orígenes del rancho de “Adán”, el de la “Cuña Rosa” y otros procedimientos que aparecen en la Revista Policial.
        Averiguar cuántas mansardas hay en la casa de Gobierno.
        Averiguar cuántos nudos tiene el cordón de la estatua de San Francisco.
        Repetir (en francés) lo que dice la puerta de la plaza principal debajo del leoncito o del hipogrifo que vierte agua por la boca: “Foberies d´art D´orge Duval (hay un numerito ilegible) Voltaire. París”.
        Averiguar a qué antecesor jujeño asesinó Robespierre en Francia.
     Averiguar cuánto cuesta una maquinita de manisero (“La Carla”, sin las ruedas de bicicleta sobre las que está montada, se vende a 1.200 pesos).

 

BAJO LA LLUVIA

        Miremos los trenes bajo la lluvia.
        Los trenes de carga, grises y negros, adormilados bajo la lluvia en las solitarias 1, 2, 3, de la mañana.
        Se los oye partir.
        Imaginemos que no hay adiós.
        Se los presiente lejos, perdiéndose con sus rosarios de agua sobre los techos.
        Y la rueda oxidada de los frenos “para casos de emergencia”.
        Aúllan solitarios, Sur abajo.
   Con su lechuzón de guarda y su maquinista que abandonó el hogar a hora nocturna, casi furtivo, para tomar servicio.
        Pensemos los trenes bajo la lluvia.
        Van hacia el final de la línea.
     Transportan mercaderías, encomiendas, aromado mineral, piedras, carbonilla, petróleo, durmientes, cemento, tomates.
        Los trenes cargueros bajo la lluvia.
     A veces llevan piando, todavía, los pajaritos de unos pocos adioses, mucho menos que los de los trenes de pasajeros. Adioses pensados y familiares, desde las camas abrigadas.
        Pero una enredadera de anónimos los olvida a los trenes cargueros.
        La lluvia es una mortaja de ensortijada neblina a esa hora de la madrugada cuando se los oye partir.
        Dejan el puente sobre el río Chico, el apeadero de San Pedrito, Río Blanco. Van hacia la Cruz del Sur, remota, en el cielo oculta, cubierta, por la vieja lluvia, cuyos pasos andan también aquí, sobre la parra, la carpa de la casa.
        Los cargueros. Los hermanos pobres y oscuros brillantes de los trenes iluminados, de pasajeros.

        De chico, nos estremecían los cargueros con sus letras blancas y su lento y pesado rechinar de tiempo.
        Siguen pespunteando la noche con su silbo de humo negro y farol rojo.
        Viajan bajo la lluvia, como los sueños. Unos flecos de gotas de sus techos los envuelve igual que una mañanita o un rosario ferrocarrilero.
        Los trenes bajo la lluvia con la luz de la máquina dibujada en ella.
        Así se fue también el año, como un carguero contra la lluvia.
        Con algunos adioses, tímidos y tristes, porque la vida se nos viene brava.
        El año tenía la poesía de ser el tiempo. Pero el tiempo, no es. De buenas a primera, resulta no ser.
        El año vestido como para un baile.
        Los trenes cargueros abandonados bajo la lluvia de la madrugada y del año humano que se fue.
    Entonces: de cómo los cargueros entonaron e hicieron sonar largamente su lúgubre silbato acompañando los pasos de la lluvia un momento y yéndose hacia una nueva fecha en su derrota con los techos de sus grises vagones coronados de pájaros —adioses— pimpollos de soledad y encarecidas felicitaciones y deseos de felicidad para el reciente gorjeo del tiempo viejo y reviejo como el mismo esqueleto de los anónimos trenes cargueros adormilados bajo la lluvia
       
que siempre es una sola.

 

LA SILLA

        La silla solía ser petizona, y de paja.
        Las patas y el espaldar, de madera blanca teñida de colorado, como la de los palos de escoba.
        Era el trono pobre de la abuela. De su majestad, la abuela, con batón negro y un pañuelo negro atado a la cabeza.
        Claro que la abuela no había sido reina ni emperatriz. Tampoco supo nunca qué era.
La abuela había trabajado con sus manos, manos de “lavapiatti”. Nada más.
        A la silla llegaban las palomas del recuerdo adornadas con ramitas de olivo.
     La abuela duraba. Y se salvaba cantando, recordando y conversando. Y tomando genioles. Porque fue gran tomadora de geniales y láudano recetado.
        Cuando se agotaban esas cosas, dejaba andar su mirada celeste por la música y los órganos de tubo del mundo.
        La silla la ostentaba. Entonces se iluminaba la silla como una estampa sagrada.
        Su paja había sido chamuscada por la vecindad del constante y lento brasero de tres patas.
        Desde allí se cambiaba la yerba, la cebadura del mate; se destapaba la pavita para que no hirviera el agua —que aumentaban con un jarro enlozado— y se echaba miga de pan en el fuego para sahumar la cocina. Igual con yerba, o con azúcar, o cáscara de naranja. O batatas, en invierno, al rescoldo, en los bordes de la rejilla y la pared circular del braserito de hierro.
        A veces, ahí espumaban el puchero.
        Otras, se sacaban brasas para el churrasco.
        La silla siempre fue testigo. Del andar de la casa, en la cocina o por el patio.
        Adminículo de rey empobrecido. Casi, casi, sin nada. Jubilándose de la vida.
        Trasto.
        Silenciosa imagen de catedral del mate interminable.
        Pájaro embalsamado cantando el año.
        Baraja para el solitario de la abuela.
        Para su rosario vespertino.
        Para su llorar cantando que era el modo que tenía de recordar sus muertos. Así memoraba la abuela.
        Hasta que un buen día, un día hermoso de cielo azul primavera, la silla se murió con la abuela.
        Hoy se conserva cerca del lugar en que conoció la muerte. Me dijeron.
        A veces con un gato o una gallina, que bien pueden ser transmigraciones de la abuela.
        Se conserva como una postal que va derrumbándose por tanto tiempo sentado.
        Amarronada. Un poco color olvido y otro poco color recuerdo.
        Como tañen todas las cosas de este mundo.

 

        NOTAS

        Las familias (ellos en musculosa,
        ellas en batón) tomaban sidra
        sentados en balcones de las cien viviendas.
        De lo hondo de los zanjones
        venían “uñas de vaca” en flor;
        se oxidaban piedras
        por ser vaciaderos de ácidos.
        La tarde del domingo y fin de año a la vez,
        trascurría. En una vereda palpeleña
        dos compadres brindaban con cerveza negra.

        Al terminar el día
        viajaron los parientes, los que habían sido
        oreja todo el domingo y año nuevo.
        Regresaban a sus lejanías
        debajo de arces y fresnos umbrosos en patios terreros
        con gorriones de vidrio al atardecer. Cargaban
        cierto cansancio y recogimiento de la ciudad.
        Los fuegos artificiales
        con toses violetas, de pronto
        anaranjadas, tan luego celeste o amarillo luz
        los habían alegrado entre el humo de estrellitas
        y deseos de festejo.

        Mañana, hoy, ahora, reinicia el futuro.
        Los ómnibus de media y larga distancia
        habrían de “partir en hora”. Haría el coche motor
        su último viaje al Ramal. Para el comercio
        sería un día medio inhábil
        porque en los barrios, almacenes y despensitas
        atenderán, como atendió el Señor en su puro aniversario
        los ruegos de los fieles.
        Y a mí siempre me encuentran los abrazos
        de las despedidas, donde vaya. Entristezco al recibirlos
        porque nadie sabe qué flor tienen adormilada
        y con tanta belleza.

        La patria es un candil lejano
        encendido no se sabe por quién ni cuándo.
        Un candil que dibuja llamaradas, episodios,
        refucilos, sombras de batallones
        larguísimos por el cielo y el piso
        de la historia. Un candil que se lleva
        balanceando entre sus ruedas, el tiempo.


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