La rueca de Onfalia

por Alejandro Bekes

De los diferentes modos en que nos vinculamos mujeres y hombres, la tradición imaginó muchos símbolos; nada opaco es el de Hércules y Onfalia. El héroe, vendido como esclavo y sometido a la voluntad de esta reina de Lidia, es obligado a vestirse de mujer, hilar y ovillar lana, mientras ella, burlona, se pone sobre los hombros la piel del león de Nemea. La paronomasia de su nombre con la palabra omphalós, “ombligo”, hace aun más transparente la parábola. Una larga cadena poética e iconográfica perpetúa el motivo, cuya forma más típica está en Ovidio (Heroidas, IX, 55-118). Veamos ahora cómo lo percibieron dos hombres que están en la línea genealógica de la poesía moderna.

                  Rubén Darío nombra a Víctor Hugo en suprema tríada, junto a Dante y a Shakespeare, en las “Palabras liminares” de Prosas profanas (1896). No hay duda de que conocía bien al poeta de La leyenda de los siglos, a quien había empezado a leer a los catorce años y a quien poco después, bajo el influjo del poeta salvadoreño Francisco Gavidia, imitaría a conciencia e incluso traduciría. De lo primero, baste el grandilocuente ejemplo “Víctor Hugo y la tumba”, de 1885. Anderson Imbert (La originalidad de Rubén Darío) muestra con toda claridad cuál fue la huella fundamental que el poeta francés dejó en el nicaragüense: la idea del Universo como enigma que el poeta puede descifrar, la identidad de la vida, la mujer y la tierra (“la creación tiene olor de mujer”, dice Hugo), la revelación oscura de una religión pánica que venere “la armonía del gran Todo” (Darío), superando las antinomias de la ortodoxia cristiana. En aquellos tiempos, además, política libertaria, exaltación erótica y ocultismo teosófico iban de la mano, nutriendo el alma y la fantasía de los poetas jóvenes en nuestra América. Todavía nombrará Darío a Hugo en su poema “Momotombo”, incluido en El canto errante de 1907.

                  Creo ver un rastro de esa larga lectura en un poema relativamente temprano de Rubén, el que se llama “A un poeta”, incorporado a la segunda edición de Azul…, la de 1890, hecha en Guatemala. En el libro segundo de las Contemplaciones de Hugo (1856), está el poema La rueca de Onfalia. En sus primeros doce versos, el poeta presenta la rueca de la mítica reina, primorosamente labrada en marfil y en ébano; sobre el plinto que la sostiene, un artista de Egina ha esculpido a Europa sobre el Toro: Europa, que, bajando los ojos, se espanta de ver al océano monstruoso besar sus pies de rosa. Junto a la rueca, en apacible contraste con la violenta escena, están las agujas, el hijo, cajas entreabiertas donde hay lana de Mileto teñida de oro y púrpura, un cesto con ovillos… Detrás de la rueca inactiva vemos, sin embargo, moverse una caterva de sombras: todos los enemigos que Hércules ha derrotado; Hércules, que ahora sirve a la bella reina, que se somete a hilar y a devanar a sus pies…

 

Mientras tanto, espantables, odïosos, enormes,
al fondo del palacio, veinte monstruos deformes,
veinte fantasmas turbios de sangre, medio ocultos,
vagan alrededor de la rueca dormida:
el león de Nemea, la atroz hidra de Lerna,
Caco, el negro bandido de la negra caverna,
el triple Gerión, los tifones del agua
que ruidosos, de tarde, soplan en los juncales;
tienen la huella horrible de la maza en la frente
todos, y merodeando con aspecto terrible,
sobre el huso en que cuelga un dócil hilo atado,
fijan, en la penumbra, un mirar humillado.

 

                  Así pues, Hugo nos da un ejemplo sublime del poder femenino; a Hércules, atado por la reina de un “dócil hilo”, sumiso y esclavo, no le sirve de nada la maza con que mató a tantos gigantes y monstruos. Ese hilo dócil puede más que la terrible maza, puede más que los tensos músculos del hijo de Zeus.

                  El joven Rubén (como quien conocía bien ese yugo blando e irrompible) reacciona:

 

Nada más triste que un titán que llora,
hombre-montaña encadenado a un lirio,
que gime, fuerte, que pujante, implora:
víctima propia en su fatal martirio.

Hércules loco que a los pies de Onfalia
la clava deja y el luchar rehúsa,
héroe que calza femenil sandalia,
vate que olvida la vibrante musa.

 

                  El amante defraudado e insistente de Rosario Murillo sabía bien de qué hablaba. Por eso mismo, sin duda, su decir es moralista: se está diciendo a sí mismo lo que no debe hacer un poeta; y se lo está diciendo porque lo hace, porque recae en ello. A lo largo de la obra poética de Rubén, la potencia femenina aparece casi siempre cruel e incontrastable. Ejemplos hay muchos; recordemos el poema inicial de Prosas profanas, que concluye con esta hermosa estrofa llena de saudade:

 

¿Fue acaso en el Norte o en el Mediodía?
Yo el tiempo y el día y el país ignoro;
pero sé que Eulalia ríe todavía
¡y es crüel y eterna su risa de oro!

 

                  Nueve años más tarde, en Cantos de vida y esperanza, la “Canción de otoño en primavera” relata y resume la vida sentimental del poeta, una “plural historia” cuyos capítulos siempre terminan mal; éste, el tercero, sirva de ejemplo:

 

Otra juzgó que era mi boca
el estuche de su pasión
y que me roería, loca,
con sus dientes el corazón.

 

La decepción es el resultado final, con triste alusión a su famosa Sonatina juvenil:

 

En vano busqué a la princesa
que estaba triste de esperar.
La vida es dura. Amarga y pesa.
¡Ya no hay princesa que cantar!

 

El asunto se reitera incansablemente. Así en esta estrofa (serie “Otros poemas”, X):

 

¡Oh, saber amar es saber sufrir,
amar y sufrir, sufrir y sentir,
y el hacha besar que nos ha de herir!

 

La imagen del hacha mortífera reaparece un poco después, en la misma serie (poema XXIII), de manera aun más explícita, con alusión a un relato más poderoso que el de Onfalia y Hércules, y que enseña mucho mejor la tragedia íntima del poeta:

 

En el país de las Alegorías
Salomé siempre danza
ante el tiarado Herodes,
eternamente;
y la cabeza de Juan el Bautista,
ante quien tiemblan los leones,
cae al hachazo. Sangre llueve.
Pues la rosa sexual
al entreabrirse
conmueve todo lo que existe,
con su efluvio carnal
y con su enigma espiritual.

 

                  Visión que contrasta, aparentemente, con el exaltado erotismo, o, para usar la fórmula de Octavio Paz, con el “panteísmo erótico” del poeta, que esto escribía en el poema inicial de los mismos Cantos, describiendo la “sagrada selva” de la poesía:

 

Bosque ideal que lo real complica,
allí el cuerpo arde y vive y Psiquis vuela;
mientras abajo el sátiro fornica,
ebria de azul deslíe Filomela

perla de ensueño y música amorosa
en la cúpula en flor del laurel verde;
hipsipila sutil liba en la rosa,
y la boca del fauno el pezón muerde.

 

                  Sin embargo, el breve poema a Salomé lo explica todo; “en el país de las alegorías”, Eros ejerce un poder supremo sobre el alma, un poder que supera las prohibiciones y hace rodar la cabeza del santo. No sólo (atendamos) con su efluvio carnal, sino también con su enigma espiritual: la rosa sexual no es simplemente la enemiga de la religión: es el centro de otra religión. Es claro que la adoración del Todo regido por Eros no pudo ejercerse sin culpa: Jesús, “incomparable perdonador de injurias”, debía después perdonar al poeta. ¿Y dónde está el verdadero Rubén Darío? ¿En el que goza del sol, “de la pagana luz de sus fuegos”, o en el que busca después “el silencio y la paz de la Cartuja”? Está, seguramente, en ambos, y también en el medio: crucificado entre esos dos mundos que él supone inconciliables.

                  Bien diferente es la visión que Víctor Hugo tenía del amor, de las mujeres y de su propia relación con ellas. Aun si ignorásemos su abrumadora biografía, su poesía es tan elocuente en esto como en todo lo demás. En su erotismo, tan avasallante como el de su colega americano, está lejos de verse a sí mismo como la víctima de aquella sonrisa, de esos locos dientes o del hacha fatal. Si hay un enemigo en el amor, es el tiempo que lo corroe; la mujer es la compañera, a menudo una aliada y casi siempre un consuelo. Él se veía además –todo hay que decirlo– dominante. Eso explica mejor su versión del antiguo mito. No tuvo reparo en mostrar a Hércules sujeto al “dócil hilo” de la rueca de Onfalia, ni a los gigantes humillados ante la seducción femenina, porque la verdad última para él estaba en la imagen de Europa raptada por el Toro, a quien el Océano monstruoso (el Océano Hugo) le besaba, impunemente, los pies de rosa. Hugo no sentía culpa por tributar a Eros. Su terrible Dios era hijo de la Revolución: no necesitaba perdonar. Necesitaba, más bien, ser perdonado.


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