por Franco Bordino
Espectáculos de los más bochornosos e incomprensibles son cometidos en nombre del arte y de la inspiración. Ya Platón en el Ion confundía la inspiración de los poetas con el trance místico de las pitonisas. Argüía que la elocuencia de los primeros no podía basarse en ninguna técnica, y que la única explicación posible de la misma era que los dioses hablaban a través de ellos. La analogía no es del todo falsa. Ocurre con cierta poesía lo mismo que con los ritos religiosos: el escéptico, el profano, el humilde titubeante, sólo ve aspavientos, oprobio, lágrimas grotescas y espasmos horrorosos donde debería ver signos inequívocos de la belleza o de la divinidad.
Así como en materia religiosa el escepticismo, que niega la posibilidad de saber nada acerca de Dios, acaba conduciendo al ateísmo, que es la negación dogmática de su existencia, en materia literaria podemos observar una progresión psicológica similar. Son tan patéticos los extremos a los que pueden llegar los cultores de la inspiración, que no han faltado escritores sensatos y de talento que, horrorizados por sus efectos, han pretendido negarle a ésta toda participación efectiva en la creación literaria; que han pretendido negar, quiero decir, la existencia de la inspiración. Poe y Valéry son los emisarios más famosos de esta gesta: la de la literatura como un juego cerebral, como una labor deliberada y reflexiva. Sus inconscientes discípulos son todos aquellos escritores del orbe que consideran que para escribir solamente se necesita la voluntad de escribir; verbigracia: aquellos que consideran que escribir es un trabajo, una meticulosa disciplina a la que el escritor se consagra en horas pautadas, e independientemente de su estado mental o disposición anímica; o los que consideran que la literatura es la delectación en las palabras, y no en las representaciones que éstas evocan; o los que creen que se puede escribir un libro entero sin tener un solo pensamiento que comunicar (¡desaforados optimistas!). El lector se ocupará de elegir los nombres propios que ejemplifiquen cada rubro; los suplementos literarios se los proveerán en abundancia. Los géneros en los que esta orientación literaria se destaca son el fragmento, el diario íntimo, el poema reseco y descriptivo, la novela psicológica.
Es curioso que dos vías opuestas (la de la literatura inspirada y la de la deliberada) se toquen en sus extremos arribando al mismo resultado: obras vacuas y triviales. Ya decía Aristóteles que la virtud es el justo medio entre dos vicios opuestos. Quiero por eso proponer aquí una vía intermedia, entre la inspiración y la reflexión, para el ejercicio honesto de la literatura. Lo hago sin ningún otro recurso ni autoridad que los que me brinda la introspección sobre mi propia experiencia creativa. El lector deberá por ello confirmar la validez de este análisis aplicando las distinciones conceptuales que aquí propongo a su propia práctica literaria: cerciorándose de si la esclarecen o la confunden, de si la mejoran o la entorpecen. Yo solamente estampo mis hipótesis personales.
No ensayaré, a la manera contemporánea, la historia del error. Tengo la vaga corazonada de que pudo iniciarlo Nietzsche, la firme convicción de que fue unánimemente inoculado por la secta estética de Bretón. Todos nosotros creemos, hasta que ejercemos la inteligencia y logramos distanciarnos de los prejuicios de nuestra época, que la inspiración es un fenómeno fisiológico, una exuberante pasión que nos impele a expresarnos y a crear. Dicho en términos de Spinoza, creemos que la inspiración es una pasión alegre, que aumenta nuestra capacidad de actuar (en el caso que nos ocupa, de crear belleza), persuadiéndonos de esa capacidad. En una palabra, creemos que la inspiración es el entusiasmo, la fuerza espontánea que moviliza el acto creativo. Por otra parte, consideramos al acto creativo como la desviación de una norma (de la razón, de la lógica, de la gramática, de las formas establecidas), inducida por esta fuerza ciega y arrebatadora que llamamos inspiración.
Creo que es un paso crucial en la formación de todo artista distinguir el entusiasmo de la genuina inspiración. Ésta es, en realidad, un fenómeno de índole intelectual. La inspiración no es más que la ocurrencia azarosa de una idea afortunada. Es la ocurrencia de un tema, de un argumento, de una forma, de una frase, de una solución para un problema preciso; no es nunca una oscura conmoción del ánimo, sino más bien una simiente de luz que en la ejecución de la obra el artista debe esclarecer y desarrollar. El entusiasmo puede acompañar o abandonar al artista a su suerte, a sus consabidos gambitos; esa exaltación fisiológica no tiene incidencia en el resultado de la obra, tan sólo la tiene en la automática persuasión del artista, generalmente equivocada, de que lo que ha hecho es valioso. En cambio, al artista no puede faltarle la genuina inspiración, la de índole intelectual: la idea; a saber, el presentimiento de lo que tiene que decir y de cómo lo tiene que comunicar.
La inspiración puede asaltar al artista en cualquier momento de su trabajo y no necesariamente lo precede, como la idea de la silla, según Aristóteles, precede al trabajo del carpintero. No es el motor del acto creativo, sino el hallazgo fortuito de algunos de los elementos más felices que integran su resultado. Ese hallazgo puede ser el primer verso de un poema, pero también puede ser el último; o puede ser el primer verso y sin embargo éste ser el último que le es ofrendado al poeta. El artista puede trabajar sin inspiración, pero trabaja siempre para encontrar la inspiración. Si no la encuentra, su trabajo ha sido en vano.
Sin embargo, el entusiasmo, ese accidente fisiológico que por sí solo es incapaz de proveernos ninguna idea, puede faltarnos continuamente, sin que por ello la obra deje de ser felizmente realizada. La inspiración puede visitar al artista en el más absoluto de los desánimos; obras formidables han sido realizadas bajo un insobornable pesimismo. La prepotencia que caracteriza, por ejemplo, a Rimbaud, poeta de inspiración fisiológica por antonomasia, está notablemente ausente de escritores como Kafka, Melville o Leopardi.
Baudelaire, que raramente escribía una línea sin propender a la alegoría, consideraba sin embargo la inspiración como una forma especial de la ebriedad: aquella que no depende de la acción de ninguna sustancia externa, sino que brota del propio espíritu del artista. Yo no creo que la inspiración consista en una forma de ebriedad, en una exaltación caótica de los sentidos, ni en una desviación con respecto a estructuras convencionales, ni mucho menos en el abandono de la razón. La inspiración es más bien, por el contrario, la misteriosa capacidad del artista para divisar una forma, una figura, una regla, donde los otros no ven más que caos y confusión. Todos podemos sentir la abrumadora intensidad de la vida; no siempre ni a todos nos es concedido traducir esa intensidad en un símbolo, que logre comunicar a otros nuestra emoción. La inspiración es el hallazgo fortuito de ese símbolo, no la vivencia de su significado.
Es natural que un actor o un bailarín consideren su cuerpo y sus pasiones los instrumentos fundamentales de su arte; es ridículo que lo haga un literato. Como dije antes, creo que Nietzsche, con su polémica reivindicación de las pasiones, es el padre de este abuso, de este error.
Es famosa la anécdota de que el químico Kekulé vio en sueños una danza de átomos conformando un dibujo, y que ese dibujo resultó ser la estructura molecular del benceno. El sueño de Kekulé fue inspirador no por su intensidad, ni por la vívida conmoción que produjo en su ánimo, sino por la idea, por la figura precisa que le sugirió, y porque esa figura resultó compatible luego, en la vigilia, con las rigurosas exigencias de sus investigaciones. Las invenciones del arte corren un albur similar. No es la pasión con que nacen lo que las justifica, sino la clara elocuencia de sus resultados. Sólo el criterio, la lucidez del artista o del público pueden discernir las luces de la inspiración de los fuegos fatuos del entusiasmo. Esa lucidez, en modo alguno perjudica a los sueños del arte; por el contrario, es el medio esencial por el que esos sueños logran convertirse en símbolos perdurables.