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Dos reseñas – Herbarium & Mi signo es de fuego

LO ATEMPORAL DEL HERBARIO

por Marta Ortiz

[Sobre Herbarium (La Mariposa y la Iguana, 2017) de Celia Fontán]

 

Precedido de sendos epígrafes que evocan las flores poéticas de Arnaldo Calveyra y la expedición botánica de Alexandre Von Humboldt a las tierras equinocciales del Nuevo Continente[1], Herbarium –último libro publicado de la poeta rosarina Celia Fontán en una cuidada edición de la editorial independiente La mariposa y la Iguana-, ofrece un catálogo no exhaustivo de especies botánicas donde caben árboles, plantas diversas, flores, incluso hierbas, tan exóticas algunas como domésticas y silvestres otras.

                  Libro de brevedades que, si atendemos a la búsqueda de la palabra única, a la eufonía desplegada, a la intensidad de las imágenes y aún en la fuerza de lo no-dicho, decimos que se trata de un libro de poesía en prosa. Aunque cualquier clasificación restringe el conjunto, la poesía, en estas páginas, es denominador común.

                  Como la hierba que crece y se puede tatuar: “quien se aplique sobre la piel hojas arrancadas a medianoche despertará con los dibujos impresos de un diseño indeleble y no olvidará nunca lo ocurrido ese día”, Herbarium dejará huellas en quien lo lea, los rasgos de una escritura cincelada, esencial, despojada y rica a la vez, capaz de fijar en pocas líneas aquello que hace única la especie bajo la lupa.

                  Las referencias temporales son vagas: “Desde antiguo”, “En ciertas noches…”, “Durante años buscó el árbol de los ojos”, “hubo una época en que los gladiolos”… De igual modo los datos espaciales: se nombran algunos topónimos que orientan una geografía posible (Akragas, antigua y desaparecida ciudad griega donde hoy se levanta Agrigento; o Annobón, isla del golfo de Guinea, o los médanos de Salamayuca en Chihuahua, México), lugares más o menos concretos que de algún modo resultan extraños por lejanía en el espacio o en el tiempo. La mayoría de las especies mencionadas crecen en sitios imprecisos: “en la llamada selva fría”, “tierras angostas del sur”, “en el ardor de los desiertos”, “los pueblos de la región”; “entre las hierbas de algunas grietas” Se nos invita a un viaje vegetal donde todo sucede en el borde de lo indeterminado y lo mítico.

                  Algunos datos son comprobables, como la pequeña flor blanca de la silene stenophilla, planta herbácea que vivió hace treinta mil años y que fue replicada gracias al trabajo del geólogo David Glichinsky y equipo utilizando tejidos conservados bajo el suelo helado de Siberia. Celia Fontán recoge e hilvana esa información en un texto que en primera instancia no ligamos al mundo real. Los datos se aportan sin mayor precisión, oídos o leídos y luego tamizados por la narración. Sólo la mención de Glichinsky impulsa al lector a buscar y reconfirmar, Google mediante. Lo mismo podemos decir de Odoardo Beccari, botánico y explorador italiano y de la amorphophallus titanum, flor gigante que efectivamente crece en las selvas de Sumatra, o de la mención a la poeta Emily Dickinson o de los gladiolos del artista rosarino Manuel Musto. Y podríamos seguir enumerando. Lo fantástico, y lo real revestido de ficción, conviven en un tono de leyenda, domina un aura de irrealidad que hace de Herbarium un libro atemporal.

                  Si de filiaciones literarias hablamos, puedo decir que sentí la misma fascinación que en la lectura de Las ciudades invisibles, ese otro catálogo, no ya de tejidos vegetales sino urbanos, las maravillosas ciudades que pergeñó Ítalo Calvino. Algo del acento a leyenda de las Vidas imaginarias de Marcel Schwob se filtra también en las páginas de este herbario tan frágil como fuerte y misterioso y evanescente y secreto. Mundo de hallazgos botánicos que incluyen rarezas como el árbol de los ojos o la violeta de los volcanes, la heliconia de la selva, la secuoya de las cornisas, los helechos de niebla y variedades de rosas, incluso los juncos de los pantanos que cobijaron a los suicidas. Quizá al modo de la parodia, la descripción de las especies se acerca a la mirada asombrada de quienes las contemplaron por primera vez e intentaron dejar registro de la experiencia.

                  Así como los naturalistas europeos de los siglos XVIII y XIX que ‒tal como se cuenta en “Imperios y botánica”, texto-epílogo‒ se embarcaron en expediciones que recorrían las tierras desconocidas para Europa, y en el trayecto, muchos de ellos se dejaron seducir por la fuerza de esos mundos nuevos, Celia Fontán nos entrega su Herbario, luego de su propio viaje deslumbrado en la búsqueda de los ejemplares que recoge de la naturaleza, de la literatura y aún de las artes (los gladiolos que pintó Musto, el ensamblado de árboles ruinas y barcos en las pinturas de Caspar D.Friedrich, la selva de Henri Rousseau, los alcatraces de Frida Khalo). De hecho, la obra Caravana, de la artista plástica y poeta Silvia López, antecede e ilustra “La rosa de las dunas”.

                  Un libro que anuda leyenda y realidad, imaginación, deseo y aún cierta clase de esperanza, tan vital en tiempos de desesperanza, tal como leemos en “La rosa de cobre” (luminosa estela de la rosa literaria de Roberto Arlt): se podría pensar “Un planeta errante de metal bruñido donde alguien soñara una rosa blanda, de tejidos vegetales, para salir de la pobreza y la desesperación”.

 

TRES TEXTOS DE HERBARIUM

UNA VISIÓN DEL MUNDO

     Quien se incline sobre una alcantarilla será recompensado con la visión fugaz de un jardín microscópico: hilas de carmín, diminutas amapolas de cinabrio, inflorescencias tenues habrán nacido en los bordes donde se acumula el polvo de la calle bajo el riesgo de lluvias y lavados. Si persiste en esa postura, acaso incómoda, llegará a entrever, más allá del hedor de las estrechas callejas subterráneas, la claridad que anuncia el pasaje a la zona donde habitan las tortugas gigantes y los silenciosos caimanes del Caribe.

 

HELECHOS DE NIEBLA

     En el bosque nuboso de Annobón entre el eterno goteo de las coníferas y la evaporación de los pantanos, crecen sobre la turba húmeda, helechos imperceptibles. Los viajeros suelen confundirlos con telas de araña y nadie los vería si no fuera por los insectos y arañuelas que se suspenden de los frondes. Llegan a cubrir enormes extensiones y a pesar de la delicadeza de los tejidos, es notable su resistencia. En condiciones especiales pueden atrapar entre sus redes no sólo insectos sino pequeños animales, principalmente venados y armadillos, cuando intentan traspasarlos para llegar a los aguaderos.

 

PEQUEÑOS PASOS

     Emily no tendría más de nueve años cuando empezó a recoger ejemplares de plantas del jardín familiar con la idea de formar su propio herbario. La conmovía la transformación de las flores y las hojas que, aplastadas bajo el peso de los libros tomados de los estantes de la biblioteca de su padre, adquirían la fragilidad propia del más fino papel. De la contemplación de esas laminillas, aún vivas en sus manos, fue abriéndose paso la idea de una ilación entre las plantas y las palabras, entre la poesía y los tejidos vegetales, entre las hojas de los libros y la de los árboles pues si era posible retener por mucho tiempo rastros de la belleza de los pétalos y de las hojas, también las palabras podían apresar la fragancia de las horas cristalizadas en un poema y hacerla renacer en la lectura cuantas veces quisiera.

  

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COMO UNA LLAMARADA

por Marcelo Díaz 

[Sobre Mi signo es de fuego (Caballo Negro ediciones. 2018) de Glauce Baldovin]

La poesía reunida de Glauce Baldovin supone un atento trabajo con la palabra. La escritura está saturada de un impulso lírico y el lirismo recorre su obra. Todo está en movimiento en dirección hacia a una voz que articula la trama familiar desde la pérdida y la ausencia. El lenguaje no es sólo un límite sino que es la materia, el punto de partida y el punto de llegada, de cualquier experiencia. La poesía no es un horizonte más bien es un acontecimiento que por su intensidad desborda la posibilidad del decir. La vida está integrada a la naturaleza de manera casi análoga a la caligrafía y la voz Baldovin. Hay un registro de una fuerza formadora que reúne en un mismo plano de la lengua el paisaje interior con el paisaje exterior: lo que se percibe de afuera resuena en los sentimientos a partir de una serie de afirmaciones sobre el mundo. Al ciclo de las estaciones, al ciclo de las constelaciones, a las edades de los árboles, al curso del agua, le sigue un correlato con los tiempos y las diferentes instancias de la vida.

 

VII

Sí. Alguna vez alguien dijo: para cada cosa hay una palabra exacta.
Para mí. Para ti. Para entendernos.
María busca la palabra.

Transita los senderos de la noche, los caminos del día.
Escucha los pastos los árboles el agua.
Escucha la ciudad. En la ciudad los barrios. En los barrios
                                                                                         las calles apartadas.
¿Dónde está la palabra?

En el tiempo del sol, escucha. En el tiempo del rocío.
Porque alguien dijo: Déjate caer como un fruto
rodar por las colinas
enterrarte en los surcos.
Como los peces se multiplicaron como las aves se multiplicaron
te multiplicarás en palabras.

 

                  Lo que se multiplica, y lo que se amplifica, no son sólo modos de decir sino posibilidades de decidir a lo largo de toda una vida. Escribir puede ser equivalente al resultado de una suma de experiencias vitales que reclaman ser atendidas, fijadas, reconocidas como parte de un microcosmos en una obra poética que intenta restituir y revestir de sentido la pérdida, en sus diferentes significados y modalidades, con modestia. ¿Podríamos evitar creer que existe una contradicción entre lo que queremos decir y aquello que finalmente decimos? Porque no se llega al núcleo del sentimiento, ni de la vivencia, de manera sencilla. El recorrido para llegar es fragmentado como si fuese la consecuencia de una motivación ciega y recurrente que moviliza nuestras decisiones. Más allá, o más acá, del orden íntimo de la escritura lo que sobresale es el devenir en otra cosa, y de convertirnos en otros. Lo que nos vuelve a llevar a la paradoja anterior:

II

El silencio cura mis heridas por ensalmo
y de un devastado corazón
de una carne abierta en llagas
hoy se desprende la fragancia de antiguas primaveras
y se abre la rosa
no la elegida por el ruiseñor
no la cantada por el poeta.
La rosa que ese paciente jardinero
oh gatos
ha hecho florecer.

 

                  Así puede que el silencio implique el desarrollo de una acción tardía en la que sanamos nuestras heridas y nuestras faltas en la medida en que podemos callar, detener, nuestro discurso y pensamiento interior para recuperar y volver a narrar nuestra mitología familiar desde un punto cero. Dimensionamos aquello que no fue y que no llegó a acontecer como contrapunto de aquello que sí alcanzó a suceder. La causa de lo que ocurrió no dejará su oscuridad atrás, en otras palabras, el motivo de lo que se dice y de lo que sucede, regresa con una fuerza reparadora para resolver y restituir de manera maravillosa nuestro pasado en un tono claroscuro. La simpleza y el cuidado de un jardinero es una analogía que clarifica la dirección y orientación de la escritura con la intención de que el plano sensible siempre esté intacto.

 

IX

El amor supo cuánto debió esperar
cuándo desaparecer.
Sabe ahora
nosotros también lo sabemos
cuál fue su equivocación:
nunca debió dejarnos.
Nunca debió pensar que alejarse era salvarnos.

Jamás pedimos nuestra salvación
sólo vivir y morir en el incendio.

 

                  La formación sentimental sobrepasa aquello que podemos imaginar muchas veces. Lo que aprendimos no alcanza para que no dejemos de sentirnos atraídos por el daño como si en las mismas razones del daño estuviese contenida nuestra posibilidad para restaurar lo perdido. Este escenario representa el miedo como una elección equivocada pero no por ello insensata. Somos capaces de habitar un hogar en llamas con tal de mantener la alegría compartida con aquellos que amamos. Leopoldo Brizuela recordó a Tennesse Williams en una oportunidad para referirse a estos últimos versos de Glauce Baldovín –”Vivimos en un edificio en permanente incendio preocupados por salvar al menos nuestros amores“– y Elena Annibali propuso retomar la palabra despojo para hablar de una forma de narrarse en este mundo. Quizá la poesía reconstruye los peores, o más intensos, momentos en los que nos podemos encontrar. La fragmentariedad es entendida como los restos luminosos de una herida que no termina ni terminará de cicatrizar incluso si utilizamos la palabra exacta o justa para decir. La pérdida es acumulativa y ésta es una poética escrita de, y desde, el corazón de la pérdida por medio de un estilo y una sintaxis libres. La imaginación queda en un segundo plano. La poesía es pura creación y recreación y trabaja en espiral con lo que nos pone en movimiento. Y quién dice que no leemos con cierta esperanza lo escrito para anudar el sentido del porvenir.

 

 

[1] “Cuando más nos adelantábamos tanto más era espesa la vegetación. En muchos parajes, las raíces de los árboles habían roto las peñas calizas introduciéndose en las grietas […] apenas podíamos llevar las plantas que recogíamos a cada paso: las cannas, las heliconias de flores púrpuras, las costus y otros vegetales…” (Alexandre Von Humboldt, Viaje a las regiones equinocciales del nuevo continente).

 


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