ECUÁNIME TESTIGO DE UN RESPLANDOR
(Daniel Lipara: Otra vida. Bajo la luna, 2018)
por Beatriz Vignoli
Cuenta en una entrevista radial el poeta y traductor Daniel Lipara (Buenos Aires, 1987) que cuando tenía doce años fue con su madre, su tía (hermana de su madre) y su hermana a la India: “Estuvimos como un mes en el ashram de este personaje que se llama Sai Baba. Fue una experiencia para mí muy compleja de procesar.”
El viaje, sacando cuentas, deduzco que coincide con el fin de siglo. Su madre, que había ido a buscar una cura para una enfermedad terminal, falleció al año siguiente. De esto último se nos informa en un escueto colofón en prosa que cierra la obra.
A lo largo de años, según sigue contando Lipara, sus muchos intentos de narrar aquel viaje (narrarlo para darle sentido a aquella experiencia tan solitaria y extraña) habían salido mal siempre. Hasta que siguió el consejo de una amiga suya muy querida y admirada, la poeta y traductora Mirta Rosenberg, de intentarlo una vez más. Al comenzar esa nueva tentativa, se encontró leyendo el Canto X de la Odisea con que Ulises allí desembarcaba en la misma isla donde había nacido su abuelo, Lipara. “Y entonces no paré”. Escribió lo que restaba en cuatro o cinco meses, en el orden en que sería publicado. No lo considera una serie de poemas sino un único poema extenso, donde inserta didascalias. Así nació su libro Otra vida, publicado por Bajo la Luna en 2018 con un arte de tapa que suma desde la tipografía a esa ardua búsqueda de sentido.
En el programa de radio, Lipara se declara ateo, pero leyendo el libro no resulta posible adivinarlo. Inscripto de lleno en la tradición reciente de poesía autobiográfica que su generación cultiva con ahínco, Otra vida encuentra en el mito clásico un puente entre lo profano y lo sagrado, entre la familia y la religión. Ese puente le permite al yo poético mantener un equilibrio que lo preserve tanto de caer en la mofa escéptica como de ese otro peligro que Lipara describe en la entrevista de este modo: “era muy tentador tirarse de cabeza hacia esa materia que está ahí irradiando, y que es la materia divina”.
Sin dejarse convertir por el gurú de su tía ni burlarse de ellos en su incredulidad, Lipara ecualiza el tono de su relato en verso hasta dar con el justo medio aristotélico y la distancia de un testigo impasible, un cronista viajero que vuelve exótico lo extraño.
Una vez encontrados ese centro y la rigurosa música que lo sostenga en la forma (un ritmo hipnótico, repetitivo, como de susurro o de sollozo, que recuerda a ciertos surrealistas, pero sobre todo a Héctor Viel Temperley en su libro Hospital Británico), el poema narrativo avanza combinando lenguajes. Comienza en un lenguaje cotidiano plebeyo, donde se deja leer la huella de la llamada poesía de los ‘90, pero a intervalos más o menos regulares el poema alza vuelo como un avión de línea hacia las alturas del léxico que la tradición ha sancionado como palabras poéticas, naturales de la poesía: viento, ángeles, noche, colinas y todo lo que aquella “puesía” de los ‘90 evitaba. El deslizamiento es casi imperceptible:
la hermana mayor de mi madre
que usa grandes camisolas de color túnicas estampadas
el pelo corto con reflejos y en los ojos sombra
y sale poco de su casa
de su casa de olor a sándalo dos computadoras
que sueltan un rumor de viento y noche
La diferencia entre lo profano y lo sagrado aparece así representada como diversidad de lenguajes. La esfera de lo sagrado, que permanece aún inaccesible, irradia desde su materia un resplandor inefable que mediante aquellas incursiones en la lengua poética es capturado como expresión de un universo mágico. Desde el lugar menos pensado (desde la versión en verso de la memoir o la autobiografía literaria, ese género de la narración autobiográfica que no somete a verificación sus enunciados), Lipara y Otra vida restablecen para la literatura latinoamericana el realismo mágico.
En ese realismo mágico, tanto lo oracular como la comunicación entre el mundo de los vivos y el mundo de los espíritus constituyen un legado familiar de las mujeres, que la generación formada en los saberes europeos modernos no logra rechazar del todo (la madre psicóloga, Liliana, que “atiende en el living de casa / y a veces ve cosas”). Se dice de la tía Susana:
sus abuelas Fanny y Zelda eran hermanas
veían el futuro en la borra de café
Y dice la tía Susana misma, en estilo indirecto libre:
me olvido a veces
que tengo línea con el cosmos
con mis abuelas que toman té charlando entre frutales
Hay una ética del héroe del mito en la firme ecuanimidad con que el testigo de la fe y devoción ajenas se resiste al portentoso canto de sirena de la divinidad. Es como Ulises en su mástil, como Gautama bajo su árbol (¿o como Viel Temperley sentado en su cama del Hospital Británico con la cabeza vendada? Otro espectro nacional que deambula por estas páginas podría ser quizás el de Olga Orozco). Aquel fulgor lo hubiera enloquecido, y algo de una mirada sobre la locura se filtra en sus detalladas descripciones de la tía Susana. Una mitología de conurbano, de proletariado levemente ilustrado y crédulo, aparece en las etimologías de los nombres femeninos (“bella como la flor del lirio”, “bella como la flor del loto”) que el autor pone a jugar como epítetos homéricos en una parodia seria que guía desde lo banal hacia lo sublime a través de la repetición, efecto sonoro de la palabra que le hace eco al mantra. De algún modo, aún sin creer, las tecnologías del éxtasis siguen funcionando eficazmente en el poema.
y los dioses están ahí mirándonos
y los dioses están ahí mirándonos
Otra vida coquetea con ese peligroso atractor extraño llamado “Oriente”, a cuyo exótico encanto tantos han sucumbido, desde Helena Blavatsky hasta George Harrison; y si no se postra ni se ríe a carcajadas es porque su autor sabe dónde está parado cuando escribe, y define bien al comienzo de su escritura desde dónde es que empieza su viaje.
El viaje arranca en la periferia de la periferia, en el borde de una urbe colonizada. No es por lo tanto esta mirada hacia el “Oriente” una que lo contemple con la soberbia erudita del colonizador. Incluso cuando suelta tres palabras de sánscrito, al modo de T. S. Eliot en The Waste Land, se abstiene Lipara de la pedantería del súbdito británico adoptivo. Todo lo que intenta transmitirnos es qué siente un niño al escuchar el sonido de una lengua desconocida. Pero hubo otro viaje antes, el de su abuelo desde la isla donde desembarcó Ulises, y hay una escena que el autor escamotea al libro y repone en la entrevista: la de un nieto adulto encontrando, en una traducción de Homero, esa isla.
Diodoro Sículo en su Bibliotheca Historica
dice la isla de los liparesi es chica pero notablemente fértil
posee todo tipo de productos que hacen que su vida sea lujosa
peces de todas las especies y esos árboles
de frutas deliciosas
que ofrecen un deleite extraordinario
La frase encontrada, “deleite extraordinario”, luego se repite, subrayando su extrañeza. Algo de aquella perdida escena de lectura resuena en la última frase del libro: “compra ángeles en el Once”. Además de contar un viaje inenarrable, Otra vida logra lo que toda buena autobiografía: dotar a la contingencia azarosa con el sesgo ineluctable de una fatalidad necesaria. ¿Es en el choque de lenguajes donde acecha al poema una iluminación profana? ¿Es el mito el código de una traducción posible desde la religión a la poesía? Me parecen más productivas para la poesía estas preguntas que la banalizada “¿qué es lo sagrado?” O le sacaría el pronombre y preguntaría: “¿qué es sagrado?”
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EN LA ESTELA DEL HACEDOR
(Franco Bordino: Los primeros indicios, Visor, 2018)
por Ricardo Herrera
Tengo en mis manos el primer libro de Franco Bordino, joven poeta que publicó en Hablar de Poesía diversos ensayos polémicos, entre ellos un valioso texto titulado “La perfección de Borges”. Consecuente con las premisas allí asentadas, la postura de Bordino consiste en entender que la poesía y la prosa –para existir literariamente– deben adquirir una entidad verbal irrebatible. No es casual, por lo tanto, que Los primeros indicios haya obtenido en España el “Premio de Poesía Casa de América 2018”. En Argentina, por su evidente filiación borgeana, el libro no hubiese pasado el filtro del jurado de preselección.
No obstante su evidente celo por la precisión de la escritura, la competencia en el oficio en ningún momento avasalla la frescura de su sensibilidad; no hay la menor traza de pedantería o de preciosismo en la poesía de Bordino. Por el contrario, en sus poemas la intuición defiende a ultranza la naturalidad; tanto el saber literario como el saber especulativo se subsumen en la palabra honesta. Este es un punto en el que vale la pena detenerse: Bordino admira a Borges con devoción, pero compensa los resabios que de Borges pueden haber quedado adheridos a su estilo, con una entrega incondicional a la realidad que lo rodea. Hasta tal punto es así que, blindado por su fidelidad a lo real, no teme aventurarse en zonas donde los afectos extemporáneos reinan, como lo testimonian los poemas “Veo a mi abuela en un sueño” y “A mi antiguo profesor”.
Pero no nos adelantemos, entremos al libro por su puerta, esto es por el poema prologal titulado “Poema a mi pasado”. Tras la lectura de ese texto comprendemos que Los primeros indicios constituyen una suerte de segundo nacimiento, por obra de un amor juvenil cuya aparición traza un antes y un después en la vida del poeta, permitiéndole reconstruir su historia, redescubrir su identidad, hallar los puntos luminosos que la oscuridad de la confusa adolescencia había borrado. Es este, creo, el núcleo del libro, su centro, no por disimulado menos vivo. A partir de él se organiza el resto: recuerdos de ocasiones venturosas y de lecturas memorables.
Desde el punto de vista técnico, por lo general sus endecasílabos fluctúan entre la tradición de la lengua y la lengua de la ternura. Bordino no le teme a la rima; la usa con soltura y eficacia. Es más, diría que la rima es la gran protagonista del libro, le permite al poeta encarnar la gracia juvenil de sus mejores páginas. A propósito del denostado uso de la rima, considerada casi un vicio por muchos, viene al caso recordar unas líneas de Chesterton: “en la crítica poética y la creación han aparecido los pedantes que insisten en que cualquier poema nuevo debe evitar la melodía que le proporciona su belleza a cualquier canción antigua [; que los] poetas deben dejar de lado las cosas infantiles, incluyendo el regocijo del niño por el mero sonsonete de la rima irracional. Podría indicarse que cuando los poetas dejan de lado las cosas infantiles, apartan de sí a la poesía.” Esta última línea se diría escrita pensando en Bordino, porque la ingenuidad –la ingenuidad sin la cual el arte no es posible– constituye un componente esencial de su personalidad; igualmente irónica, dicho sea de paso, porque la ingenuidad puede ser forma muy sutil de la ironía, como Sócrates lo demostró en su tiempo.
Más allá de la forma que emplee y del tema que aborde, es la salud del ánimo la presa que la palabra poética de Bordino se ha propuesto conquistar, persiguiéndola sin tregua, haciéndola suya en cada uno de sus poemas. La melancolía existencial, combatida y vencida por el don verbal, por la palabra que se solaza en la felicidad de la expresión, podría ser una definición ajustada de su socrático triunfo poético, porque muy probablemente es el sencillo sabio de la antigüedad quien ha guiado sus pasos hacia la experiencia que fecunda su libro inaugural. Sócrates, genio de la ironía, junto con Borges, genio literario (no menos irónico que el filósofo griego), convergen en el altar de sus lares.
Tanto la ingenuidad como la ironía fortalecen su fidelidad a la vocación poética. Como prueba de ello, transcribo a continuación dos breves poemas que coronan su libro, dos melódicas noches suburbanas –“de una llana y sutil felicidad”– que ejemplifican cabalmente lo que denominé “entidad verbal irrebatible” al comenzar la lectura de Los primeros indicios. Al margen de su excelencia formal, vale la pena resaltar la musicalidad de ambas piezas, tan genuina, tan lograda, no sólo gracias a los usuales paralelismos fónicos, sino también por el hábil manejo del singular encadenamiento de los conceptos, que se enuncian ágilmente, con alegría, como al pasar.
UNA NOCHE
El íntimo silencio de la noche.
El rito rumoroso de los mates.
En la mesa, los gárrulos dislates
de un tétrico filósofo. El derroche
minucioso del tiempo en la factura
de un tímido poema. Yo no sé
qué veo en estas cosas ni por qué,
triviales como son, en su chatura,
se me antojan especies misteriosas
de una llana y sutil felicidad.
Que me guarden el sino o la Deidad
de ambiciones aladas o grandiosas.
Sólo pido un innúmero rosario
de noches de trabajo literario.
OTRA NOCHE
Traspasar el umbral por un quehacer
anodino, y hallar la noche espléndida.
Olvidar las tareas incompletas
tras la puerta, y salir a recorrer
las calles conocidas de mi barrio.
Buscar en las estrellas la figura
del tosco Orión, y sorprender, en cambio,
el círculo perfecto de la luna.
Respirar la fragancia de los tilos.
Demorarme en el banco de una plaza
para auscultar el pulso de los grillos.
Desandar el camino hasta mi casa.
Fumar furtivamente un cigarrillo.
Evocar estas cosas. Anotarlas.
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SOBRE LA ANTOLOGÍA TEMÁTICA DE LA POESÍA ARGENTINA
por Mario Rucavado Rojas
La Antología temática de la poesía argentina es menos un libro que un acontecimiento, menos un objeto físico que el instrumento de una operación crítica. No puede, por tanto, ser juzgada como un libro cualquiera, según parámetros tradicionales (la eficacia del conjunto, el placer de su lectura), sino pensando en la mirada que ordenó su material. Si bien lo anterior puede decirse, en mayor o menor medida, de cualquier antología, ya que el gesto de quien selecciona es, antes que nada, un gesto crítico que discrimina en un corpus más grande o más chico cuáles textos “valen la pena” leerse, dos rasgos lo vuelven más urgente en este caso.
El primero es la inscripción institucional del libro. La Antología temática fue publicada por EUFyL, un sello editorial lanzado por la Facultad de Filosofía y Letras en 2015 con el objetivo de publicar libros de interés general y así romper el aislamiento que a menudo aflige al ámbito universitario. Se trata, en mayor o menor medida, de un libro “autorizado”, que tiene la venia de una de las principales instituciones académicas que se ocupan de la literatura argentina. Uno podría esperar (o temer), ante semejante raigambre, que la antología presente una versión canónica de la tradición poética, un “quién es quién” de la poesía argentina a la manera de 200 años de poesía argentina, la antología de Jorge Monteleone publicada en 2010.
Lo que ocurre, sin embargo, es lo contrario: este temor (o esta esperanza) choca contra el segundo rasgo del libro, que constituye su aspecto más novedoso: no se trata de una antología tradicional, ordenada por autores, sino de una antología temática, donde los poemas están agrupados por otro tipo de afinidades. Y si bien otras antologías han adoptado este criterio, estas se limitaban a un solo tema (poesía de amor, por ejemplo), o no pretendían ser representativas de la poesía argentina en su conjunto. Esta Antología temática, por ende, puede presumir de ser la primera de su tipo; se trata, por lo tanto, de una antología experimental más que canónica.
La consecuencia más notable (y más anticanónica) de la organización temática es la relativa desaparición de los autores, que se ven reducidos a un mero resto, una sola línea al final de cada poema en un tamaño de letra más pequeño. Si bien no llega al ideal tlöniano (“todas las obras son obra de un solo autor, que es intemporal y es anónimo”), y evidentemente un lector avezado distinguirá a los más célebres de los más desconocidos, el resultado no deja de impactar. Se alternan poetas más y menos canónicos, un poema de González Tuñón es seguido por otro de Mario Trejo y uno de Pizarnik por otro de Gandolfi Herrero. El efecto principal es la desjerarquización del canon poético: todos los nombres se ubican en un mismo (y relativamente disminuido) nivel, mientras los poemas adquieren un relieve más independiente.
Esto tiene, como consecuencia inevitable, la recontextualización de los poemas. De nuevo: esto pasa en toda antología, pero aquí el criterio temático lo lleva al extremo. En cada “capítulo” se alternan poéticas, tonalidades y registros que generan efectos de lectura extremadamente interesantes, tanto a partir de los choques como de las coincidencias inesperadas. Los fragmentos de poemas largos se convierten en poemas individuales y dialogan con sus vecinos cual si fuesen unidades discretas. La mirada temática por momentos aleja el foco de las cualidades formales de los poemas (algo inevitable, dado que los temas pertenecen al orden del referente) hasta que, como consecuencia directa de las diferencias entre los poemas sucesivos, las pone de relieve. El poema se aísla (del resto de la obra de su autor) al tiempo que se disuelve en el conjunto temático.
Hay ciertas críticas que no debieran realizarse de ninguna antología: por qué tal poema no está, por qué tal autor tiene más poemas que tal otro. Son callejones sin salida, demasiado ligados a la subjetividad del gusto; además, preguntarse por lo que una antología no hizo impide la consideración sobria de lo que sí lleva a cabo. Aquí las preguntas de esta índole apuntan menos a la consideración de nombres que la reflexión sobre los temas que organizan el libro. Sin embargo, es imposible hablar del libro sin evaluar, por lo menos someramente, el desarrollo y la eficacia de su principal estrategia crítica, más allá de los efectos sobre los poemas individuales. Es necesario, por ende, considerar la estructura del libro y de sus secciones y esto implica, inevitablemente, discutir sobre los temas.
Debido a que los antólogos no justifican la selección de temas, un lector bien puede preguntarse por qué fueron elegidos estos y no otros. Algunos (“Amor”; “Ciudad, ciudades”) resultan “naturales” en vista de su importancia en la tradición o en el discurso crítico, pero otros generan mayor perplejidad. En total son 12, y algunos se superponen de manera más (“La tierra y el río”, “Geografías”) o menos (“Política”, “Violencia”) evidente, al tiempo que otros pueden parecer ad hoc (“Trabajo”), ser poco precisos (“Traducciones”), o estar compuestos de elementos dispares (“Exilios, recorridos”).[1] Nos enfrentamos a un dilema de difícil resolución: por un lado, si toda antología es precaria, en el sentido de que siempre pueden haberse seleccionado otros textos, esta lo será aún más debido a su carácter experimental: además de otros textos, en este caso también podrían haberse elegido otros temas.
En vista de que toda justificación será insuficiente, lo más práctico puede ser renunciar a siquiera intentar una, como efectivamente sucede aquí: en el prólogo se admite la posibilidad de que tal o cual poema pertenezca a más de una sección, con lo cual no tendría sentido pedirle a la antología un ordenamiento más férreo del que en efecto pretende. Cada uno de los capítulos, entonces, es apenas una fotografía posible de lo que la poesía argentina ha dicho sobre el tema en cuestión, sin negar otros tantos ordenamientos posibles. En ese sentido, pueden pensarse los temas no como el reconocimiento de algo inherente a los textos sino como intervenciones sobre los sentidos de la cultura y la política, miradas críticas que postulan distintas formas de organizar la experiencia. Sin embargo, al no abordar la pregunta de qué es un tema poético autónomo (uno que sea reconocido como tal por los autores y, por lo tanto, tenga consecuencias estructurales en los poemas) y qué un mero referente externo (algo de lo que un poema puede “hablar” sin que eso entrañe consecuencias formales), esta queda abierta a la reflexión (o las objeciones) del lector.
Sin embargo, hay momentos en que aparece insinuado un mapa crítico más perdurable, donde el gesto de configuración temática parece dibujar una perspectiva más canónica. La sección “Política”, por ejemplo, se inicia con un fragmento de La vuelta de Martín Fierro perteneciente a la payada del Moreno, pero el gesto que tiene anclar este capítulo en el poema largo más importante de la tradición argentina se diluye cuando llegamos a los dos últimos poemas, que no tienen ni remotamente la fuerza de los versos de Hernández (no así el antepenúltimo, de Sergio Raimondi, que habría constituido un cierre más contundente). En esos momentos uno sospecha que la mirada canónica de la antología (que pese a todo no desaparece) cede frente a lo experimental y, aunque suene raro, uno puede llegar a desear que haya predominado lo primero.
Dicho esto, la antología triunfa a la hora de proponer nuevos recorridos y lecturas a lo largo de la poesía argentina, cosa que sería impensable si no tomara los riesgos que toma. La homologación de lo alto y lo bajo, los grandes nombres y los poetas menores, es llevada a cabo con singular eficacia. Incluso podría pensarse en extender la operación de manera indefinida. No es difícil imaginar una segunda parte, e incluso resulta tentador pensar en una deriva amplificada de esta antología que aproveche las tecnologías digitales para llevar al paroxismo su afán combinatorio: una base de datos que incluya toda la poesía argentina y que genere automáticamente listas de poemas ordenados por tema, por año, por la primera palabra del primer verso, etc. Semejante proyecto, más cercano a la máquina de Raimundo Lulio o a los poemas automáticos de los dadaístas, llevaría al extremo la desjerarquización y recontextualización que opera esta antología.
A continuación compartimos algunos poemas de la sección “Exilios, recorridos”, una de las más logradas.
ESTACIÓN
En el bar de la estación espero
la llegada de un tren.
Hombres desconocidos me rodean
ninguna mujer.
Sólo mi boca roja en los oscuros
espejos que prolongan la pared.
–
Emilia Bertolé, revista La Lectura, s/f (Obra poética y pictórica, 2006)
EL EXPATRIADO
Tanta muerte, algún día, habrá sangrado,
que nada bastará, y en su extravío,
el corazón saldrá a matar, armado
con lo que haya de hierro en el rocío.
¡Oh! rosa en patrullaje de soldado,
¡oh! explosivo trigal del labrantío,
¡oh! paloma que estuvo a mi cuidado
y ahora me lanza torvo desafío.
¡Oh! ceniza que ha vuelto a ser hoguera,
¡oh! jugos de manzana enamorada
que a mis lágrimas sirven de modelo.
No olvido lo que fue la primavera,
no olvido, no, la tierra ayer amada,
pero me iré a colonizar el cielo.
–
Horacio Rega Molina, Sonetos de mi sangre, 1951
SÓLO CONOZCO ANDENES…
Sólo conozco andenes
de los que todo parte, nada llega.
He nacido en un tiempo
de zumbidos de adiós,
largos ríos de manos y silencio.
La antorcha vacilante,
la puerta que se cierra,
la sonrisa marchita por el aire,
la inminencia del hueco
donde hace unos minutos
maduraba una rosa.
Ésta es mi parte del botín:
ser el vigía quieto, ignominioso,
de un lugar donde todo es despedida.
–
Susana Thénon, De lugares extraños, 1967
ESTAR
Vigilas desde este cuarto
donde la sombra temible es la tuya.
No hay silencio aquí
sino frases que evitas oír.
Signos en los muros
narran la bella lejanía.
(Haz que no muera
sin volver a verte.)
–
Alejandra Pizarnik, Extracción de la piedra de locura, 1968
DESPEDIDA
Aquí, en este país de hojas
mojadas hacia el Poniente
honramos al sol negro, a las desnudas sombras.
Ellas traían perfumados vestidos para la ceremonia
y anillos de oro. Y los cantores extranjeros
honraban las puertas de los templos y las calles
con sus lenguajes bárbaros. Dulces como el tallo
de las azucenas eran los ojos de las niñas.
Aquí, en este país de sueños
las cortinas ondularon sobre los ancianos
y las medallas brillaron entre los candelabros
de plata. Los infantes corrieron. Bellos, sus ojos
negros, sus rizos rubios.
Aquí, en este país, la primavera duraba todo el año.
(Ahora nos vamos de esta casa.)
–
Alfredo Veiravé, Puntos luminosos, 1970
CANCIÓN DEL MARINERO INMIGRANTE
Vine una, dos veces,
aquí me quedé,
me conquistaron las veredas de Ensenada:
desparejas, era como
caminar en cubierta sobre un mar huracanado
ir perdiendo memoria
es dejar un día de crear distancia,
ya no ser artefacto del mar
una vez, en una costa del sur,
logré escribir sobre una ola,
y fuimos varios en leerla,
la palabra palabra
por ese entonces era joven
y capaz de apagar un faro con un dedo,
las rocas aullaban escondites,
para las sirenas yo no era un marinero
de un mar cualquiera
me tendía a dormir
y las gaviotas lo borraban al sol
con dos alas,
impresión perpetua
de estarme vistiendo
para una fiesta
pequeña mandrágora de mi bolsillo,
fui yo quien abrazó al mansueta
del que todos se apartaban
en el puerto de Sydney
pero nunca lloré:
una vez que se empieza,
¿qué razones hay para dejar de llorar?
de un tío irlandés
heredé la palabra oblivion,
la encontré entre varios objetos
a mí destinados
a la muerte de ese human being,
amaneceres en hilachas,
días y noches en que el cielo
hiede a rata muerta
América la ofrecida, me digo
mirando el yuyal incesante
morir será
encender una lámpara
en la casa desconocida.
–
Arnaldo Calveyra, Diario del fumigador de guardia, 2002
[1] La consistencia interna de las distintas secciones, por otro lado, es manifiestamente dispar: algunas tienen una gran coherencia (“Poéticas”), mientras otras parecen más irregulares.