Un estado de atención

por Nahuel Lardies

 

¿Qué es lo que nos mueve a escribir? Parece haber una insistencia, una obsesión que despierta en nosotros un estado de atención, una latencia que empieza a metamorfosearse en una imagen. Afuera, en el paisaje exterior, todo parece latir y hacer señas; y nuestros estados de ánimo van transformándose en un prisma de sensaciones que de pronto se condensan en un punto de partida. Leamos un pequeño fragmento de Virginia Woolf en el que ella espera con la paciencia de un pescador. El fragmento pertenece a Una habitación propia:

Ahí estaba yo (llámenme Mary Beton, Mary Seton, Mary Carmichael o cualquier otro nombre que deseen, no viene al caso) sentada a orillas de un río, una o dos semanas atrás, en el buen tiempo de octubre, perdida en mis pensamientos. (…). Ahí, una hubiera podido permanecer horas y horas perdida en los pensamientos. El pensamiento— para darle más noble nombre del que merece— lanzó la caña en la corriente. Oscilaba, minuto tras minuto, de aquí para allá, entre los reflejos y las hierbas, dejando que el agua lo hundiera o lo subiera, hasta—conocen ya el tirón—la súbita concentración de una idea en el extremo de la tanza y luego el cuidadoso arrastre de la misma y la prudente extracción. Pero tendida en el pasto, qué pequeña, qué insignificante esta idea mía; el tipo de pez que un buen pescador devuelve al río para que engorde y algún día pueda servirse y ser comido.

(Traducción: Paz Busquet)

                  Y es el pez la imagen que está en el centro de estos dos poemas. El primero es de Mary Oliver, una captura que no está exenta de un dolor, en el que se funde y del que participa. Por haber tomado un elemento de él, “ahora el mar está dentro de mí”, nos dice. El poema realiza una concordancia entre el paisaje exterior y el paisaje interior, donde se produce un encuentro entre dos criaturas, desgarrador, salvaje, necesario. Pienso en Gerald Manley Hopkins, para quien el “inscape (“paisaje interior”, cuyo par por supuesto es el landscape) es “el paisaje o estructura interna de toda cosa o conjunto de cosas”[1]. Parece una escena fundacional de escritura, en la que una criatura aprehendida en la naturaleza se introduce en ella y una parte de ella se funde en el mundo circundante del que ambas participan, y no sin dolor, sin rastro, sin la huella que canta perenne:

 

EL PEZ

[trad. Eleonora González Capria]

El primer pez
que atrapé en mi vida
no quería quedarse
quieto dentro del balde,
sino que se sacudió y succionó
la abrasadora
extrañeza del aire
hasta morir
con la lenta efusión
de un arcoíris. Luego
corté su cuerpo y separé
la carne de la espina
y lo comí. Ahora el mar
está dentro de mí: yo soy el pez, el pez
reluce en mi interior; juntos nos alzan,
nos enredan, sin duda caeremos
al mar de nuevo. Con dolor
y dolor, y con más dolor
nutrimos esta trama frenética, el misterio
nos alimenta.

 

THE FISH (MARY OLIVER)

The first fish
I ever caught
would not lie down
quiet in the pail
but flailed and sucked
at the burning
amazement of the air
and died
in the slow pouring off
of rainbows. Later
I opened his body and separated
the flesh from the bones
and ate him. Now the sea
is in me: I am the fish, the fish
glitters in me; we are
risen, tangled together, certain to fall
back to the sea. Out of pain,
and pain, and more pain
we feed this feverish plot, we are nourished
by the mystery.

 

                  Mientras escribía estas notas, Paz Busquet me acerca el siguiente pasaje de Denise Levertov que escenifica el proceso de atención que quiero señalar: “¿Cómo se intenta la poesía? Creo que es así: primero debe haber una experiencia, una secuencia o constelación de percepciones de interés suficiente, sentida con el poeta con la intensidad necesaria como para exigir de él su equivalencia en palabras: se ve obligado al habla (…) El comienzo de la satisfacción de esta exigencia es contemplar, meditar, palabras que denotan un estado en el que el calor del sentimiento van caldeando el intelecto. Contemplar proviene de templum, templo, lugar, espacio de observación indicado por el augur. (…) Y meditar es mantener la mente en estado de contemplación; su sinónimo en inglés es to muse, que proviene de una palabra que significa estar con la boca abierta, algo que no es tan cómico si pensamos en inspiración, llevar aire a los pulmones”[2].

                  El otro pez es de Elizabeth Bishop. Ella describe, describe, describe, y la maravilla radica en la contundencia de la atención, la trama del léxico parece excluir toda idea de metáfora extendida, con la que parece jugar Woolf (espera de una idea, inspiración: espera de un pez, etc.) o la correspondencia y/o reunión simbólica de Oliver y el pez, con el que ahora son las dos facetas de un signo cuya línea demarcadora entre significado y significante está trazada por el dolor. Pero el lenguaje de Bishop es posible porque estas etapas sirvieron como estrategias para traducir y apropiarse del paisaje exterior. Uno parece olvidarse de que está leyendo un poema, y recibe, por un segundo, la experiencia en bruto. Como dice en su célebre sextina “Un milagro para el desayuno”: “Diré lo que vi a continuación; no era un milagro”[3]:

 

EL PEZ

[trad. Nahuel Lardies]

Atrapé un pez tremendo
y lo sostuve junto al bote
medio afuera del agua, con mi anzuelo
firme al costado de su boca.
No daba pelea.
No dio pelea alguna.
Su peso suspendido parecía gruñir,
maltrecho y venerable
y de entre casa. Acá y allá
su piel marrón colgaba en tiras
como un empapelado viejo,
y sus motivos de un marrón más oscuro
eran como los de un empapelado:
formas como de rosas rebosantes
manchadas y difusas por el paso del tiempo.
Estaba salpicado de percebes,
delicadas rosetas verde lima,
e infestado
con minúsculos, blancos piojos de mar;
debajo le colgaban
unos jirones de algas verdes.
Mientras las branquias inspiraban
el terrible oxígeno
(las branquias temibles,
frescas y crujientes con sangre,
que pueden cortar tanto)
pensé en la carne blanca y áspera
como plumas compactadas,
los huesos grandes y los huesos chicos,
el rojo y negro dramático
de sus entrañas resplandecientes,
el rosa
de la vejiga natatoria
como una gran peonía.
Miré fijo sus ojos
que eran más grandes que los míos
pero menos profundos y más turbios,
el iris firme, lleno
con papel aluminio deslustrado,
visto a través del lente
de una arañada y vieja gelatina.
Se movieron un poco, pero no
por devolverme la mirada.
Fue más como la inclinación
de un objeto volviéndose a la luz.
Admiré su gesto huraño,
el mecanismo de sus mandíbulas,
y entonces vi
que de su labio inferior
(si pudiéramos llamarlo así)
sombrío, húmedo y parecido a un arma,
colgaban cinco viejas piezas de sedal,
o bien cuatro y un bajo de línea
con el pivote todavía ahí,
cada cual con su anzuelo bien
aferrado en la boca.
Un sedal verde, deshilachado en el extremo
por donde se cortó, dos alambres más duros
y un cordel negro y fino
todavía engarzado por el ruido y el esfuerzo
que hizo al romperse y liberarse.
Como medallas con sus cintas
raídas y onduladas,
una barba de cinco pelos sabios
colgando en su mandíbula doliente.
Miré y miré
y la victoria fue llenando
el botecito de alquiler,
desde las aguas del pantoque
donde el aceite había formado un arco iris
alrededor del motor corroído
hasta el naranja oxidado del balde de achique,
la bancada descascarada por el sol,
los escálamos en sus cuerdas,
las regalas… ¡Hasta que todo
fue arco iris, arco iris, arco iris!
Y dejé que el pez se fuera.

 

THE FISH (ELIZABETH BISHOP)

I caught a tremendous fish
and held him beside the boat
half out of water, with my hook
fast in a corner of his mouth.
He didn’t fight.
He hadn’t fought at all.
He hung a grunting weight,
battered and venerable
and homely. Here and there
his brown skin hung in strips
like ancient wallpaper,
and its pattern of darker brown
was like wallpaper:
shapes like full-blown roses
stained and lost through age.
He was speckled with barnacles,
fine rosettes of lime,
and infested
with tiny white sea-lice,
and underneath two or three
rags of green weed hung down.
While his gills were breathing in
the terrible oxygen
—the frightening gills,
fresh and crisp with blood,
that can cut so badly—
I thought of the coarse white flesh
packed in like feathers,
the big bones and the little bones,
the dramatic reds and blacks
of his shiny entrails,
and the pink swim-bladder
like a big peony.
I looked into his eyes
which were far larger than mine
but shallower, and yellowed,
the irises backed and packed
with tarnished tinfoil
seen through the lenses
of old scratched isinglass.
They shifted a little, but not
to return my stare.
—It was more like the tipping
of an object toward the light.
I admired his sullen face,
the mechanism of his jaw,
and then I saw
that from his lower lip
—if you could call it a lip—
grim, wet, and weaponlike,
hung five old pieces of fish-line,
or four and a wire leader
with the swivel still attached,
with all their five big hooks
grown firmly in his mouth.
A green line, frayed at the end
where he broke it, two heavier lines,
and a fine black thread
still crimped from the strain and snap
when it broke and he got away.
Like medals with their ribbons
frayed and wavering,
a five-haired beard of wisdom
trailing from his aching jaw.
I stared and stared
and victory filled up
the little rented boat,
from the pool of bilge
where oil had spread a rainbow
around the rusted engine
to the bailer rusted orange,
the sun-cracked thwarts,
the oarlocks on their strings,
the gunnels—until everything
was rainbow, rainbow, rainbow!
And I let the fish go.

 

 

[1] Neil Davidson, El ceño radiante: Vida y poesía de Gerard Manley Hopkins, pág. 155. Agrego otra cita: “Faltaría entender la diferencia entre scape, inscape, stress, e instress. Pareciera que Hopkins usa scape simplemente para referir un grupo de elementos que conforman una escena, independientemente de cuál sea su organización, y el inscape es la interioridad o el carácter que el observador percibe de ella. El stress, por su parte, es una energía que en su forma de instress es lo que anima, y quizás también forma, el inscape: describiría cómo, en una pesadilla en la cual fue atacado y sujetado por alguien mientras dormía, el “instress nervioso y muscular parece derrumbarse”, dejándolo paralizado. En la visión de Hopkins, hasta los objetos inanimados pueden tener esa energía, que se advierte apenas distinguible de la vida y la conciencia, si se toma en cuenta otra observación que hizo en su diario esa primavera: “Lo que tú miras fijamente parece mirarte fijamente a ti” (pág. 189)

[2] Denise Levertov, El poeta en el mundo, “Un testamento y una palabra”, Monte Ávila, Caracas (Pág. 18-19)

[3][3] En Mirta Rosenberg, El paisaje interior, Bajo la Luna, Buenos Aires (pág. 77)


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