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Hopkins – La virgen bendita comparada con el aire que respiramos

Traducción y nota preliminar de Hernán Bravo Varela

Gerard Manley Hopkins (1844-1889) tuvo, como Emily Dickinson, pocos lectores en vida. Y ningún editor. Como ella, Manley Hopkins debió esperar a que empezara el siglo XX para su parcial, paulatino y extrañado reconocimiento. T.S. Eliot, por ejemplo, lo leyó sin entusiasmo. Para Pound fue inexistente. Incluso para la Escuela de Black Mountain y los Languaje Poets, con cuyas poéticas la poesía de Hopkins establece fecundas relaciones, fue un simple y lateral autor de culto.

        Lo anterior tal vez no sea tan extraño: la suya es una poesía tan inusual como exigente, erizada de innovaciones técnicas que harían sonrojar a más de un vanguardista profesional: el “sprung rythm” (consistente en “escandir sólo por acentos sin tener en cuenta el número de sílabas, de modo que un pie pueda constar de una sílaba fuerte o de varias débiles y una fuerte, que me parece un principio mejor y más natural que el sistema ordinario, y mucho más flexible y capaz de efectos mucho mayores”, dice en una carta), el concepto de “inscape” (algo así como la íntima forma individual de cada cosa, o según Juan Tovar: “la belleza epifánica y particularmente distintiva de cada objeto (…), el vislumbre de lo eterno en lo fugaz”), y sobre todo su extraordinario manejo de la aliteración. A esa suerte de pulso rítmico basado en la repetición de los fonemas o grupo de fonemas –elemento central en la antigua poesía anglosajona– Manley Hopkins lo transformó es una herramienta del pensamiento poético.

        En un primer acercamiento, no es difícil sentirse perdido en la selva sonora de muchos de sus poemas, pero basta con internarse a fondo para encontrar de pronto los claros de sentido, para sentir de pronto que cada palabra que se agrega es tan inesperada como necesaria.

        Plegaria virtuosa, ejercicio espiritual de la lengua, la poesía de Hopkins, para decirlo con sus palabras, “está cargada de la grandeza de Dios”, una grandeza que podemos contemplar y deletrear sus lectores.

        Valga de muestra uno de sus poemas más famosos: La virgen bendita comparada con el aire que respiramos.

 

LA VIRGEN BENDITA COMPARADA CON EL AIRE QUE RESPIRAMOS

Aire nato, nodrizo aire del mundo
que por doquier me anida,
que pestaña a pestaña o pelo a pelo
ciñe; que sale rumbo a casa, entre
el más delgado copo de nieve, delineado
con gran delicadeza; que con todo derecho
está compuesto, incógnito, y se interna
en la vida de cada cosa mínima;
este preciso pero inagotable
y presente elemento;
mi más que los manjares y bebidas,
mi merienda con cada parpadeo;
aire que, por precepto de este paso,
mis pulmones debieran de tomar y tomar
para aspirar ahora sus elogios,
y que me hace memoria en muchas formas
de aquella que no sólo
diera a la infinitud de nuestro Dios,
reducida a la infancia,
bienvenida en el vientre y en el seno,
salida, leche y todo lo restante,
sino que alumbra cada gracia nueva
que espera nuestra especie:
María Inmaculada,
mujer tan sólo, pero
cuya presencia tiene un poderío
mayor al que en las diosas
sonara o se soñara;
quien esta obra debe realizar.
Deja pasar Su gloria,
gloria de Dios que habría de dar paso
por ella y desde ella discurrir
total, y de este modo únicamente.
       Yo digo que nosotros estamos navegados
por todas partes de misericordia
como si fuese aire;
lo mismo con María, más de nombre.
Ella, rústica red, realzada túnica,
cubre al planeta pecador
desde que Dios dejó que dispensase
la providencia Suya con plegarias.
Pero no, mucho más que limosnera,
es ella el dulce ser de la limosna
y el hombre debe honrarla, compartiendo su vida
como la vida lo hace con el aire.
       Si acaso lo he entendido,
ella manda maternidad altísima
a toda nuestra fantasmal fortuna
e interpreta, discreta, su papel
en torno al corazón latente de los hombres,
culminando, diluvio débil de aire,
en la sangre la danza del desahucio;
aunque ningún fragmento que no fuese
sino de Cristo nuestro Salvador.
Tomó Él su ser del ser que había en ella:
y lo toma sin sed, sin tener sed,
si bien mucho el misterio estriba en cómo
no carne, sino espíritu,
y erige, ¡oh Excelente!,
en nosotros las nuevas Nazaret,
donde ella todavía está por concebirlo
de mañana, de tarde y por la noche;
nuevos Belén, y él brote
allí de tarde, noche y de mañana.
Belén o Nazaret,
que aquí los hombres muestren aspirar
más Cristo aún y rechazar la muerte;
que quien, así nacido, 
se vuelve un ente nuevo, un yo más noble
en uno y cada uno,
y muestra más, cuando se cumple todo,
ser el hijo de Dios y de María.
       De nuevo, arriba, miren
cómo el aire es azul.
¡Oh, cómo! No hagan nada sino estar
donde se alce la mano
al firmamento: espeso, espeso lame
los cuatro huecos que hay entre los dedos.
Pero tal sacudida de zafiro,
cargado, saturado cielo, no
ensuciará la luz. Vaya que sí, asómbrense:
no causa ningún daño.
Los días de un azul cristal son esos
en los que todos los colores brillan,
cada silueta y cada sombra sale.
Azul sea: este cielo tan azul
el siete o siete veces siete matizado
rayo de sol habrá de transmitirlo
perfecto, sin alteración alguna.
Si allí se asoma suave
en cosas cautas, altas;
si repunta respiros, por un respiro más
la Tierra es la que triunfa en atractivo.
Si el aire no creara
este alud del azul y se apagase
su fuego, se sacudiría el sol,
enojada y enceguecida esfera
oculta entre la oscuridad, y todos
los astros rodarían enrollándolo,
parpadeando cual pizcas de carbón,
como cristal de cuarzo o centellas de sal
en sucia y vasta bóveda.
       Así pues, Dios fue dios de las distancias:
una madre llegó para moldear
esos miembros que son, como los nuestros,
los que deben dejar que nuestra estrella
matutina sea más amada por el hombre;
cuya gloria desnuda habría de deslumbrar
o ganarse la mente del humano.
Por ella es que podemos verlo a él
más dulce, nunca débil,
y la mano de la Madona libra
su luz para que asiente en nuestros ojos.
       Sé entonces tú, oh tierna
Madre, mi atmósfera;
dichoso mundo, donde
prosiga mi camino sin encontrar pecado;
sobre mí, en derredor,
yaz y enfrenta mis entornados ojos
a un cielo tierno y terso;
agítate en mi oído, habla allí
de amor de Dios, oh aire tan dinámico,
de paciencia, de purga y de plegaria:
nodrizo aire del mundo, aire nato,
embalado contigo, aislado en ti,
dale techo a tu hijo, corta el trecho.

 

THE BLESSED VIRGIN COMPARED TO THE AIR WE BREATHE

Wild air, world-mothering air,
Nestling me everywhere,
That each eyelash or hair
Girdles; goes home betwixt
The fleeciest, frailest-flixed
Snowflake; that ’s fairly mixed
With, riddles, and is rife
In every least thing’s life;
This needful, never spent,
And nursing element;
My more than meat and drink,
My meal at every wink;
This air, which, by life’s law,
My lung must draw and draw
Now but to breathe its praise,
Minds me in many ways
Of her who not only
Gave God’s infinity
Dwindled to infancy
Welcome in womb and breast,
Birth, milk, and all the rest
But mothers each new grace
That does now reach our race—
Mary Immaculate,
Merely a woman, yet
Whose presence, power is
Great as no goddess’s
Was deemèd, dreamèd; who
This one work has to do—
Let all God’s glory through,
God’s glory which would go
Through her and from her flow
Off, and no way but so.
   I say that we are wound
With mercy round and round
As if with air: the same
Is Mary, more by name.
She, wild web, wondrous robe,
Mantles the guilty globe,
Since God has let dispense
Her prayers his providence:
Nay, more than almoner,
The sweet alms’ self is her
And men are meant to share
Her life as life does air.
   If I have understood,
She holds high motherhood
Towards all our ghostly good
And plays in grace her part
About man’s beating heart,
Laying, like air’s fine flood,
The deathdance in his blood;
Yet no part but what will
Be Christ our Saviour still.
Of her flesh he took flesh:
He does take fresh and fresh,
Though much the mystery how,
Not flesh but spirit now
And makes, O marvellous!
New Nazareths in us,
Where she shall yet conceive
Him, morning, noon, and eve;
New Bethlems, and he born
There, evening, noon, and morn—
Bethlem or Nazareth,
Men here may draw like breath
More Christ and baffle death;
Who, born so, comes to be
New self and nobler me
In each one and each one
More makes, when all is done,
Both God’s and Mary’s Son.
   Again, look overhead
How air is azurèd;
O how! nay do but stand
Where you can lift your hand
Skywards: rich, rich it laps
Round the four fingergaps.
Yet such a sapphire-shot,
Charged, steepèd sky will not
Stain light. Yea, mark you this:
It does no prejudice.
The glass-blue days are those
When every colour glows,
Each shape and shadow shows.
Blue be it: this blue heaven
The seven or seven times seven
Hued sunbeam will transmit
Perfect, not alter it.
Or if there does some soft,
On things aloof, aloft,
Bloom breathe, that one breath more
Earth is the fairer for.
Whereas did air not make
This bath of blue and slake
His fire, the sun would shake,
A blear and blinding ball
With blackness bound, and all
The thick stars round him roll
Flashing like flecks of coal,
Quartz-fret, or sparks of salt,
In grimy vasty vault.
   So God was god of old:
A mother came to mould
Those limbs like ours which are
What must make our daystar
Much dearer to mankind;
Whose glory bare would blind
Or less would win man’s mind.
Through her we may see him
Made sweeter, not made dim,
And her hand leaves his light
Sifted to suit our sight.
   Be thou then, O thou dear
Mother, my atmosphere;
My happier world, wherein
To wend and meet no sin;
Above me, round me lie
Fronting my froward eye
With sweet and scarless sky;
Stir in my ears, speak there
Of God’s love, O live air,
Of patience, penance, prayer:
World-mothering air, air wild,
Wound with thee, in thee isled,
Fold home, fast fold thy child.


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