En el número 36 de la publicación en papel de Hablar de Poesía incluimos una entrevista a Ted Hughes, acompañada de uno de sus mejores poemas: “The Offers”. En esa entrevista, y a propósito de W. H. Auden, Hughes elogia a Pablo Neruda:
Entrevistador: Usted conoció a Auden y Eliot…
Hughes: Con Auden conversé dos veces. La primera fue en un festival de poesía en 1966. No fue una conversación realmente. El me preguntó: “¿Cuál es su opinión sobre el Anathemata de David Jones?” Respondí: “Es una obra genial, una obra maestra”. “Así es”, me dijo. Eso fue todo. La otra vez él estaba indignado con Neruda. Leían juntos en un festival en Londres, y les habían pedido que leyeran doce, quince minutos cada uno. Auden leyó exactamente el tiempo que le habían asignado. Neruda leyó, además de los quince minutos, media hora más, aparentemente de un papelito de diez centímetros. Escuché su diatriba. Auden y Neruda murieron con menos de una semana de diferencia en septiembre de 1973. La revista de izquierda The New Statesman puso en su portada a Neruda y metió a Auden en un rincón de las páginas interiores. Eso me dolió, más allá de que Neruda me parece un poeta mayor.
La admiración va más allá de la simple lectura. El poeta chileno es una de las influencias más evidentes pero menos señaladas ⎼no así la de García Lorca, de quien Hughes tradujo Bodas de sangre⎼, de la poesía del inglés. Los dos poemas que compartimos son una cabal muestra de una zona de coincidencia entre ambos autores. El primero pertenece a Estravagario (1957), de Neruda. El segundo, aparecido ese mismo año, forma parte del primer libro de poemas de Hughes, El halcón en la lluvia. Las coincidencias son asombrosas: algunos adjetivos y ciertas descripciones son idénticos, incluso el manto de niebla que envuelve a los caballos, vistos en su hábitat como antiguos dioses.
Este es el poema de Neruda:
CABALLOS
Vi desde la ventana los caballos.
Fue en Berlín, en invierno. La luz
era sin luz, sin cielo el cielo.
El aire blanco como un pan mojado.
Y desde mi ventana un solitario circo
mordido por los dientes del invierno.
De pronto, conducidos por un hombre,
diez caballos salieron a la niebla.
Apenas ondularon al salir, como el fuego,
pero para mis ojos ocuparon el mundo
vacío hasta esa hora. Perfectos, encendidos,
eran como diez dioses de largas patas puras,
de crines parecidas al sueño de la sal.
Sus grupas eran mundos y naranjas.
Su color era miel, ámbar, incendio.
Sus cuellos eran torres
cortadas en la piedra del orgullo,
y a los ojos furiosos se asomaba
como una prisionera, la energía.
Y allí en silencio, en medio
del día, del invierno sucio y desordenado,
los caballos intensos eran la sangre,
el ritmo, el incitante tesoro de la vida.
Miré, miré y entonces reviví: sin saberlo
allí estaba la fuente, la danza de oro, el cielo,
el fuego que vivía en la belleza.
He olvidado el invierno de aquel Berlín oscuro.
No olvidaré la luz de los caballos.
Y el poema de Ted Hughes:
LOS CABALLOS
Subí a través del bosque en la hora oscura antes del alba.
Un aire amenazante, una quietud de hielo;
ni una hoja, ni un pájaro:
un mundo hecho de escarcha. Llegué a lo alto del bosque
donde creaba al respirar figuras retorcidas en la luz de hierro.
Pero drenaban ya la oscuridad los valles
y luego –ennegreciendo los vestigios grises– en la linde
del claro se abrió el cielo. Y vi entonces los caballos.
Enormes en la espesa niebla –diez en total–
quietos como menhires. Respiraban inmóviles,
sus crines lacias, sus precisos cascos angulados,
sin hacer ningún ruido.
Pasé a su lado. Ninguno resopló ni giró la cabeza.
Fragmentos grises, silenciosos
de un silencioso mundo gris.
Y arriba en la ladera me detuve a escuchar el vacío.
Y el lamento de un pájaro mostró su filo en el silencio.
De a poco era posible percibir detalles. Luego
brotó naranja, rojo el rojo sol
en silencio, y rompiendo desde el centro una rasgada nube,
sacudió el fondo abierto, hizo ver el azul
y los grandes planetas suspendidos.
Yo volví,
tropezando en la fiebre de mi sueño, hacia el bosque
desde las cimas encendidas,
a donde estaban los caballos. Ahí seguían,
ahora humeando y brillantes en la luz,
sus lacias crines pétreas, sus cascos delicados
conmoviéndose en el deshielo mientras todo alrededor
fulguraba en los fuegos de la escarcha. Pero seguían en silencio.
Ninguno hizo un sonido,
con sus cabezas suspendidas, sin apuro, igual que el horizonte,
muy arriba del valle, bajo los altos rayos rojos.
En las calles ruidosas, a través de los años, las personas,
ojalá pueda siempre recordar este sitio solitario
entre los rayos y las nubes rojas, donde escuché los pájaros,
donde escuché durar los horizontes.
THE HORSES
I climbed through woods in the hour-before-dawn dark.
Evil air, a frost-making stillness,
Not a leaf, not a bird-
A world cast in frost. I came out above the wood
Where my breath left tortuous statues in the iron light.
But the valleys were draining the darkness
Till the moorline -blackening dregs of the brightening grey-
Halved the sky ahead. And I saw the horses:
Huge in the dense grey ten together
Megalith-still. They breathed, making no move,
With draped manes and tilted hind-hooves,
Making no sound.
I passed: not one snorted or jerked its head.
Grey silent fragments
Of a grey still world.
I listened in emptiness on the moor-ridge.
The curlews tear turned its edge on the silence.
Slowly detail leafed from the darkness. Then the sun
Orange, red, red erupted
Silently, and splitting to its core tore and flung cloud,
Shook the gulf open, showed blue,
And the big planets hanging
I turned
Stumbling in a fever of a dream, down towards
The dark woods, from the kindling tops,
And came the horses.
There, still they stood,
But now steaming, and glistening under the flow of light,
Their draped stone manes, their tilted hind-hooves
Stirring under a thaw while all around them
The frost showed its fires. But still they made no sound.
Not one snorted or stamped,
Their hung heads patient as the horizons,
High over valleys, in the red levelling rays
In din of the crowded streets, going among the years, the faces,
May I still meet my memory in so lonely a place
Between the streams and the red clouds, hearing curlews,
Hearing the horizons endure.
(La traducción es de Diego Alfaro Palma y Alejandro Crotto, y fue publicada, junto con otros poemas de Hughes y un ensayo, en el número 31 de la revista)