Proust & Ashbery

por Nahuel Lardies

 

“Leí a Proust en un curso que tomé con Harry Levin y recuerdo que me impactó mucho”, dice Ashbery casi como a quien se le viene algo a la mente antes de quedarse callado. El entrevistador insiste. “¿Por qué?”. Él responde, y desarrolla: “No sé. Comencé a leerlo cuando tenía veinte años y me llevó aproximadamente un año. Leo muy despacio en general, pero más despacio todavía en el caso de un escritor del que quería leer cada palabra. Pienso que al terminar de leerlo uno se siente más triste y más sabio, en iguales proporciones… ya no se puede mirar al mundo de la misma manera que antes”[1].

      Cuando se le pregunta por aspectos de su infancia que hayan contribuido, según su impresión, a hacer de él el poeta que es, esto es lo que cuenta: “Mi ambición era ser pintor, de modo que tomaba clases semanales en el Museo del Arte de Rochester desde los once años hasta aproximadamente los quince o dieciséis. Me enamoré profundamente de una chica que no quería saber nada conmigo. Así que iba a estas clases semanales sabiendo que vería a esa chica, y quizás esta relación con el arte haya tenido influencia sobre mi poesía”. Ese amor juvenil rodeado de una atmósfera de aspiración artística parecen replicar los años formativos del narrador de En busca del tiempo perdido. Entonces, la atracción que le produjo Proust, ¿venía por el lado de una voz íntima, meditativa? “Sí, y el modo en que todo podía ser incluido en esta forma vasta, abierta que creó para sí mismo… en particular, algunos pasajes casi irreales. No sé por qué atrapa tanto, pero lo cierto es que capta la forma en que la vida tiene a veces de abandonarse a un espacio de ensoñación”. Entonces retoma la anécdota, y subraya la historia formativa que mencioné: “También me sentí identificado, gracias a la chica de mi clase de arte, con el narrador, quien alimenta una pasión totalmente imposible que, como recordará, envuelve a la amada como un capullo de seda y, a la vez, no tiene demasiado que ver con ella”.

      Así, Ashbery se mira en Proust y reorganiza su propio recuerdo de los años formativos, situándolos en el enclave de la pasión que todavía se resiste a la lógica y se encuentra cautiva en los anhelos inseguros por el arte. Lo que Proust genera, con esa primera persona que nos narra sus peripecias afectivas y nos participa de su intimidad, es una empatía a la que nos es difícil sustraernos, como si nos levantara un espejo en el que ver nuestra naturaleza, un espejo convexo. La ficción reside en creer que somos aquello que leemos. Cuando el narrador proustiano escribe “ningún sentimiento de los que nos causan la alegría o la desgracia de un personaje real llega a nosotros si no es por intermedio de una imagen de esa alegría o desgracia; la ingeniosidad del primer novelista estribó en comprender que, como en el conjunto de nuestras emociones la imagen es el único elemento esencial, una simplificación que consistiera en suprimir pura y simplemente los personajes reales significaría una decisiva perfección. Un ser real, por profundamente que simpaticemos con él, le percibimos en gran parte por medio de nuestros sentidos, es decir, sigue opaco para nosotros y ofrece un peso muerto que nuestra sensibilidad no es capaz de levantar”, lo que fija es una especie de poética de la empatía, oblicua, mediada, siempre íntima. Ashbery, en uno de sus poemas más célebres, el “Autorretrato en espejo convexo” dirá:

      Las palabras son sólo especulación
      (del latín speculum, espejo)
      buscan pero no hallan el sentido de la música.
      Nosotros sólo vemos las posturas del sueño,
      pasajeros de la moción que gira y revela
      al rostro bajo cielos crepusculares,
      sin falso desaliño como prueba de autenticidad[2].

      Años después, en una crónica sobre una exposición de la obra de Pierre Bonnard, Ashbery dirá: “Y en un sentido, sus pinturas están abiertas, inacabadas, al modo en que lo está la naturaleza. Parecen siempre estar por transformarse, como la luz que está siempre a punto de cambiar”. Es en este mismo artículo sobre Bonnard, en el que podría leerse la exposición velada del estilo de Ashbery, leemos: “Intentaba mostrar lo que uno ve cuando entra a una habitación de golpe, y el ojo tiene una irritante capacidad de poner la mira en los detalles insignificantes e ignorar los asuntos del día. Lo mismo hace la mente, y de hecho Bonnard estaba tratando de ir más allá de la fidelidad impresionista a las meras apariencias (la petite sensation) para replicar el modo en que los fenómenos le aparecen a la imaginación. Las pinturas no reflejan tanto la realidad sino el modo en que esta aparece a la memoria—un proyecto que ha sido a menudo comparado con el de Proust”.

      “Lo que es típico de Ashbery”, comenta David Bergman, antologador de sus crónicas sobre arte, “es la ecuación entre la inconclusividad en la superficie de un cuadro con el proceso incesante de la naturaleza. Pero la transformación se invierte a sí misma: el tiempo es reconvertido en espacio al estar ‘siempre a punto de cambiar’. Ashbery ensaya una variación sobre la relatividad einsteiniana, convirtiendo al espacio en tiempo y al tiempo en espacio por medio de la luz y el lenguaje. Al operar una transformación de los procesos espaciales a los temporales, se mueve desde la imagen pictórica a la imagen poética”.

      EL CUESTIONARIO DE PROUST

      Estoy empezando a preguntarme
      si esta alternativa de
      permanecer sentado y dedicarme a hacer algo en silencio
      es la inteligente iniciativa que aparentaba ser. Es
      también relajación y luz del sol ramificándose en
      melancolía apasionada, recelo de algo desconocido;
      y nuestras mentes, estacionadas en el cielo de New York,
      son no obstante responsables. Noches
      en las que llega el diario
      y vos caminás por los alrededores de casa
      retorciéndote por el amante cada cinco minutos
      y duele, aunque nunca nada es claro del todo,
      o doblemente falso. Estás perdiendo el control
      y todavía hay flores y halagos por el aire:
      “¿cuánto te gustó este último?”.
      “¿Estuve bien?” “Me parece que era un bodrio”.

      Es la pregunta de las preguntas, primero:
      esa típica que hace a los gajes del oficio y crees poder responder
      o bien esas que respondés como un acto reflejo:
      “Te pido mil disculpas”. “Lo que mantenga el mundo en pie”.
      Después los resultados son brillantes:
      alguien es convocado por un nombre, y de pronto
      una habitación llena de personas se convierte en algo denso y delineado
      y las palabras emergen de la pared
      para marcar el pulso de las generaciones que pasan.

      Y veo una vez más como todo
      debe depender de mí: acá una calamidad para ser suavemente alisada
      como un rulo, allá la decodificación
      de esta cifra singular de colores
      primarios y secundarios, y los animales
      junto a nosotros en el arca, felices de estar mientras se calma
      y dirige hacia un mar que es siempre más violento.

 

      (Del libro A wave de John Ashbery, traducción de Nahuel Lardies)

 

      PROUST´S QUESTIONNAIRE
 
      I am beginning to wonder
      Whether this alternative to
      Sitting back and doing something quiet
      Is the clever initiative it seemed. It’s
      Also relaxation and sunlight branching into
      Passionate melancholy, jealousy of something unknown;
      And our minds, parked in the sky over New York,
      Are nonetheless responsible. Nights
      When the paper comes
      And you walk around the block
      Wrenching yourself from the lover every five minutes
      And it hurts, yet nothing is ever really clean
      Or two-faced. You are losing your grip
      And there are still flowers and compliments in the air:
      “How did you like the last one?”
      “Was I good?” “I think it stinks.”

      It’s a question of questions, first:
      The nuts-and-bolts kind you know you can answer
      And the impersonal ones you answer almost without meaning to: 
      “My greatest regret.” “What keeps the world from falling down.”
      And then the results are brilliant:
      Someone is summoned to a name, and soon
      A roomful of people becomes dense and contoured
      And words come out of the wall
      To batter the rhythm of generation following on generation.

      And I see once more how everything
      Must be up to me: here a calamity to be smoothed away
      Like ringlets, there the luck of uncoding 
      This singular cipher of primary
      And secondary colors, and the animals
      With us in the ark, happy to be there as it settles
      Into an always more violent sea.

[1] Russo, Edgardo (ed.), Confesiones de escritores, Poetas, El Ateneo, Buenos Aires, 1995
[2] Traducción de Julián Jiménez Heffernan. DVD Ediciones, 2006


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