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Moore & Ashbery & Un pulpo

Moore & Ashbery & Un pulpo

Marianne Moore (1887-1972) es, junto a Elizabeth Bishop, una de las poetas estadounidenses del siglo XX preferidas de John Ashbery, y a ambas les dedicó ensayos que se pueden leer en castellano en La gran licencia (Universidad Diego Portales, 2013). Si bien la obra de Moore toma muchos elementos de la poesía moderna (“el desvelo de lo simple y cotidiano, el goce de la anécdota, del objeto, de lo vulgar, de la reiteración temática…”), lo central de su poesía no tiene tanto que ver con eso sino en lo que Ashbery califica como una especie de magia: “Moore ha aplicado la poesía con todas las armas que tenía a disposición. El sentido común eso sólo una más. También emplea (…) la capacidad casi mágica de su mano para crear la realidad, y una maestría formal que supera al lector más atento. Esa magia consiste en despertar sensaciones combinando sonidos…”

      Y luego nos dirá: “En otras ocasiones siento que la señorita Moore se ha separado de mí antes de llegar al final (…) su manera directa y lineal de progresar puede ser lo más engañoso (…) aunque su mente suele moverse en línea recta, lo hace sobre un terreno que no está precisamente al nivel del mar. Sólo la alquimia podría explicar el milagro que suponen algunos de estos poemas, como “Un pulpo”, que en mi opinión es el más grande de todos. Se empieza evocando un pulpo, con la precisión acostumbrada (“manchas rojo ciclamen y granate en sus claramente definidos seudópodos”), después la criatura parece ser un glaciar, o quizá es que las dos imágenes se superponen. Se nos sitúa en un paisaje de sierras y abetos, mientras la autora recorre imperturbables extractos de Ruskin, del Illustrated London News, del London Graphic, del The National Parks Portfolio, y les añade una observación casual sobre el circo. El poema cambia de paisaje, de idiomas, de nivel de referencia con una brusquedad impresionante, sin amedrentarse por pasar de unas notas de botánica a emblemas de claridad sobrenatural que podrían ser de Shelley”.

 

UN PULPO

de hielo. Engañosamente reservado y plano,
yace “en grandiosidad y masa”
bajo un mar de cambiantes dunas de nieve;
lunares rojos como el ciclamen y castaños en sus bien formados seudópodos
de vidrio maleable (un invento muy necesario),
que consta de veintiocho banquisas de cincuenta a quinientos pies de grosor,
de una delicadeza impensable.
“Tomando moluscos de las grietas”
o matando presas con el concéntrico rigor aplastante de la pitón,
se cierne hacia adelante “al estilo de la araña
sobre sus patas” de manera engañosa como una cinta;
su “fantasmagórica palidez pasa
al matiz verde metálico de una charca plagada de anémonas”.
Los abetos, en “la magnitud de sus sistemas de raíces”,
se elevan a distancia de estas maniobras “espeluznantes de ver”;
austeros especímenes de nuestras familias reales americanas,
“cada uno como la sombra del de al lado.
La roca parece frágil si se compara con la oscura energía vital de estos”,
su carestía interior azul manganeso, ónice y bermejo
deja a merced de la intemperie;
“manchada a lo transversal de hierro por donde el agua gotea”
y reconocida por sus plantas y animales.
Al contemplar un círculo,
bajo las amables agujas de los alerces,
“colgadas para filtrar, no para interceptar la luz del sol”
rodeadas de ramas de pícea fuertemente entrelazadas
y “apretadas a un lado—al igual que un ciprés recortado—
como si ninguna rama pudiera atravesar el frío sin las otras”;
y bajo los depósitos de mineral de oro y plata que rodean The Goat´s Mirror
esa depresión, como los dedos de una mujer con forma de un pie izquierdo,
que nos predispone a su favor
antes de haber tenido tiempo de ver el resto;
su color añil, verde guisante, verde azulado y turquesa,
de cien a doscientos pues de profundidad,
“se funde en mancha irregulares en mitad del lago
donde, como las ráfagas de una tormenta
borran las sombras de los abetos, el viento forma caminos de ondas”.
¿Qué lugar podría tener el mismo mérito
para los osos, el alce, el ciervo, los lobos, las cabras y los patos?
Conquistada por sus antepasados,
esta es la propiedad del exigente puerco espín
y de la rata “que corre hacia su escondrijo en el pantano
o se detiene en lo alto para oler el brezo”;
de los “precavidos castores
que construyen sumideros que parecen trabajo de esmerados obreros con palas”
y de los osos que inspeccionan de improviso
hormigueros y arbustos de bayas.
Formada por gemas de calcio y columnas de alabastro,
Topacio, cristales turmalina y cuarzo de amatista,
su guarida se encuentra en algún sitio, oculta en la confusión
de “bosques azules hechos sin cuidado con mármol, jaspe y ágata
como su hubieran dinamitado todas las canteras”.
Y más arriba, en postura de venado acorralado
como una relumbrante continuación de estas atroces estalagmitas,
se encuentra la cabra,
con la mirada fija en la caída de agua que nunca parece caer:
una interminable madeja, balanceada por el viento
e inmune a la fuerza de la gravedad en la perspectiva de los picos.
Un antílope especial,
aclimatado a “grutas que desprenden penetrantes corrientes
que nos hacen preguntarnos por qué fuimos”,
no cede
sobre acantilados del color de la nubes, del vapor blanco y petrificado;
patas, ojos, hocico y cuernos negros, grabados sobre deslumbrantes extensiones de hielo,
y el cuerpo de armiño encima del pico cristalino;
el sol abrasa su lomo—como el acetileno—hasta teñirlo de blanco…
sobre este antiguo pedestal,
“una montaña con esos preciosos trazos que confirman que es un volcán”,
su cima un cono completo como el de Fujiyama
hasta que una explosión lo voló.
Destacable por una belleza
de la que “el visitante nunca se atreve del todo a hablar a la vuelta
por miedo a ser apedreado como un embustero”,
la montaña Big Snow es el hogar de cientos de criaturas:
de los que “se alojan en hoteles
pero ahora se alojan en campamentos… porque lo prefieren”;
del guía de la montaña, antes trampero,
“con dos pares de pantalones, el de afuera más viejo,
que se desgastan despacio de los pies a las rodillas”;
de “la ardilla con nueve rayas
que corre, con agilidad poco propia de los mamíferos, a lo largo de un tronco”;
del tordo de agua,
con “su pasión por los rápidos y las cascadas de mucha presión”,
que construye bajo el arco de alguna pequeña Niágara;
del lagópedo con blanca cola, “todo blanco en invierno,
que se alimenta de campanillas del brezo y de alpino trigo sarraceno”;
y de las once águilas del Oeste,
“apegadas a la fragancia primaveral y a los colores invernales”,
acostumbradas a la desinteresada acción de los glaciares
y a “varias horas de helada todas las noches de mediados del verano”.
“Da gusto mirarlas, ¿verdad?”,
¿felices sin ver nada?
Posados sobre la lava y piedras movedizas,
esos desajustados cañones de chimeneas y cuchillas
que especifican “nombres y direcciones de las personas a notificar
en caso de siniestro”,
oyen el estruendo del hielo y supervisan el agua
que serpentea despacio por los acantilados;
el camino “que sube como la veta
que forma la acanaladura alrededor del caparazón de un caracol,
lleno de curvas hasta que, donde empieza la nieve, se acaba”.
Ninguna “deliberada melancolía con los ojos aiertos” existe aquí,
entre los cantos rodados hundidos en chapoteos y agua blanca;
donde “cuando oyes la mejor música salvaje del bosque
con seguridad se trata de una marmota”,
la víctima en algún insignificante observatorio,
de “una lucha entre la curiosidad y la prudencia”,
que pregunta qué la ha asustado:
una piedra de la morrena que baja a saltos,
otra marmota o los moteados póneys de ojos vidriosos,
criados con hierba y flores escarchadas
y rápidos sorbos de agua helada.
Amaestrados—nadie sabe cómo—para escalar la montaña
con hombres de negocios que necesitan para divertirse
trescientos sesenta y cinco días festivos al año,
estos caballitos llamativamente moteados son peculiares;
difíciles de distinguir entre los abedules, los helechos y las ninfeas,
las azucenas del alud, los pinceles indios,
las orejas de osos y las colas de gatitos,
y los desfiles en miniatura de hongos sin clorofila,
engrandecidos de perfil sobre los lechos de musgo como piedras de la luna en el agua;
el desfile del calicó que compite
con la genuinamente americana casa de fieras de los estilos
entre las flores blancas del rododendro que coronan las rígidas hojas
sobre las que la humedad lleva a cabo su alquimia
y trasmuta el verdor en ónix.
“Como las almas felices en el infierno”, que disfrutan de las dificultades mentales, los griegos
se entretenían con un comportamiento delicado
porque era “tan noble y justo”;
no se preparaban para aplicar su inteligencia
a las trampas de águilas ni a los zapatos de nieve,
a los bastones de montañeros ni a otros juguetes inventados por aquellos
“atentos a las ventajas de estimular los placeres”.
Arcos, flechas, remos y paletas, para los que los árboles facilitan la madera,
en nuevos países más elocuentes que ningún otro…
que refuerzan la afirmación, humana en esencia, de que:
“el bosque proporciona madera para viviendas y, con su belleza,
estimula la fuerza moral de sus ciudadanos”.
A los griegos les gustaba la tranquilidad, desconfiando del fondo
de lo que no se podía ver con claridad
y concluyendo con una benevolencia decisiva:
las “complejidades continuaran siendo complejidades
mientras el mundo perdure”;
imputando lo que torpemente denominamos felicidad
a “un accidente o un don,
a una sustancia espiritual o a la propia alma,
a un acto, una disposición o un hábito,
a un hábito infundido—por lo que el alma se ha convencido—
a algo distinto a un hábito, un poder”:
un poder tal como el que tenía Adán y del que continuamos desprovistos.
“Emocionalmente sensibles, sus corazones eran duros”;
su sabiduría estaba muy lejos
de estos extraños oráculos del frío sarcasmo oficial,
sobre este coto de caza
donde “pistolas, redes, jábegas, trampas y explosivos,
vehículos alquilados, el juego y las bebidas alcohólicas están prohibidos;
a los desobedientes se los expulsa de forma sumaria
y no se les permite volver sin un permiso escrito”.
Es obvio
que es espantoso que todo nos tenga miedo;
que debamos hacer lo que se nos diga
y comer arroz, ciruelas, dátiles, pasas, galletas y tomates
si fuéramos a “conquistar el pico más alto del Monte Tacoma”,
esta flor fosilizada sucinta sin estremecimiento,
intacta cunado se corta
y condenada por su sacrosanto aislamiento…
como Henry James “al que el público condena por su dignidad”;
no dignidad, más bien discreción;
es el amor por las cosas difíciles
el que las ha rechazado y desgastado: un público que no se compadece con esmero.
¡Esmero de la obra acabada! ¡Esmero de la obra acabada!
Una precisión cruel es la naturaleza de este pulpo
con su capacidad para la realidad.
“Deslizándose despacio—como con cautela meditada—
sus patas parece que se acercan por todos lados”,
nos recibe bajo vientos que “deshacen la nieve en pedazos
y lanzan como un chorro de arena
cortando ramas y cortezas despegadas de los árboles”.
¿Se llaman árboles estas cosas
“pegadas a la tierra con las cepas”?
Algunos “se doblan formando un medio círculo con las ramas hacia un lado,
pareciendo plumeros más que árboles;
otros encuentran fuerza en la unión y forman macilentas arboledas,
con sus tumbadas marañas de ramas apelotonadas al intentar escapar”
de la dura montaña “ideada por el hielo y pulida por el viento”:
el blanco volcán sin costado de barlovento;
los destellos de luz en la falda,
la lluvia que cae en los valles y la nieve sobre el pico…
el vidrioso pulpo simétricamente puntiagudo,
su tentáculo cortado por la avalancha
“con un sonido parecido al chasquido de un rifle,
bajo una cortina de nieve en polvo lanzada como una cascada”.       

(Traducción de Lidia Taillefer de Haya, Hiperión 1996)

 

AN OCTOPUS

of ice. Deceptively reserved and flat,
it lies “in grandeur and in mass”
beneath a sea of shifting snow-dunes;
dots of cyclamen-red and maroon on its clearly defined
pseudo-podia
made of glass that will bend—a much needed invention—
comprising twenty-eight ice-fields from fifty to five hundred
feet thick,
of unimagined delicacy.
“Picking periwinkles from the cracks”
or killing prey with the concentric crushing rigor of the python,
it hovers forward “spider fashion
on its arms” misleading like lace;
its “ghostly pallor changing
to the green metallic tinge of an anemone-starred pool.”
The fir-trees, in “the magnitude of their root systems,”
rise aloof from these maneuvers “creepy to behold,”
austere specimens of our American royal families,
“each like the shadow of the one beside it.
The rock seems frail compared with the dark energy of life,”
its vermilion and onyx and manganese-blue interior expensiveness
left at the mercy of the weather;
“stained transversely by iron where the water drips down,”
recognized by its plants and its animals.
Completing a circle,
you have been deceived into thinking that you have progressed,
under the polite needles of the larches
“hung to filter, not to intercept the sunlight”—
met by tightly wattled spruce-twigs
“conformed to an edge like clipped cypress
as if no branch could penetrate the cold beyond its company”;
and dumps of gold and silver ore enclosing The Goat’s Mirror—
that lady-fingerlike depression in the shape of the left human
foot,
which prejudices you in favor of itself
before you have had time to see the others;
its indigo, pea-green, blue-green, and turquoise,
from a hundred to two hundred feet deep,
“merging in irregular patches in the middle of the lake
where, like gusts of a storm
obliterating the shadows of the fir-trees, the wind makes lanes
of ripples.”
What spot could have merits of equal importance
for bears, elks, deer, wolves, goats, and ducks?
Pre-empted by their ancestors,
this is the property of the exacting porcupine,
and of the rat “slipping along to its burrow in the swamp
or pausing on high ground to smell the heather”;
of “thoughtful beavers
making drains which seem the work of careful men with shovels,”
and of the bears inspecting unexpectedly
ant-hills and berry-bushes.
Composed of calcium gems and alabaster pillars,
topaz, tourmaline crystals and amethyst quartz,
their den in somewhere else, concealed in the confusion
of “blue forests thrown together with marble and jasper and agate
as if the whole quarries had been dynamited.”
And farther up, in a stag-at-bay position
as a scintillating fragment of these terrible stalagmites,
stands the goat,
its eye fixed on the waterfall which never seems to fall—
an endless skein swayed by the wind,
immune to force of gravity in the perspective of the peaks.
A special antelope
acclimated to “grottoes from which issue penetrating draughts
which make you wonder why you came,”
it stands it ground
on cliffs the color of the clouds, of petrified white vapor—
black feet, eyes, nose, and horns, engraved on dazzling ice-fields,
the ermine body on the crystal peak;
the sun kindling its shoulders to maximum heat like acetylene,
dyeing them white—
upon this antique pedestal,
“a mountain with those graceful lines which prove it a volcano,”
its top a complete cone like Fujiyama’s
till an explosion blew it off.
Distinguished by a beauty
of which “the visitor dare never fully speak at home
for fear of being stoned as an impostor,”
Big Snow Mountain is the home of a diversity of creatures:
those who “have lived in hotels
but who now live in camps—who prefer to”;
the mountain guide evolving from the trapper,
“in two pairs of trousers, the outer one older,
wearing slowly away from the feet to the knees”;
“the nine-striped chipmunk
running with unmammal-like agility along a log”;
the water ouzel
with “its passion for rapids and high-pressured falls,”
building under the arch of some tiny Niagara;
the white-tailed ptarmigan “in winter solid white,
feeding on heather-bells and alpine buckwheat”;
and the eleven eagles of the west,
“fond of the spring fragrance and the winter colors,”
used to the unegoistic action of the glaciers
and “several hours of frost every midsummer night.”
“They make a nice appearance, don’t they,”
happy see nothing?
Perched on treacherous lava and pumice—
those unadjusted chimney-pots and cleavers
which stipulate “names and addresses of persons to notify
in case of disaster”—
they hear the roar of ice and supervise the water
winding slowly through the cliffs,
the road “climbing like the thread
which forms the groove around a snail-shell,
doubling back and forth until where snow begins, it ends.”
No “deliberate wide-eyed wistfulness” is here
among the boulders sunk in ripples and white water
where “when you hear the best wild music of the forest
it is sure to be a marmot,”
the victim on some slight observatory,
of “a struggle between curiosity and caution,”
inquiring what has scared it:
a stone from the moraine descending in leaps,
another marmot, or the spotted ponies with glass eyes,
brought up on frosty grass and flowers
and rapid draughts of ice-water.
Instructed none knows how, to climb the mountain,
by business men who require for recreation
three hundred and sixty-five holidays in the year,
these conspicuously spotted little horses are peculiar;
hard to discern among the birch-trees, ferns, and lily-pads,
avalanche lilies, Indian paint-brushes,
bear’s ears and kittentails,
and miniature cavalcades of chlorophylless fungi
magnified in profile on the moss-beds like moonstones in the water;
the cavalcade of calico competing
with the original American menagerie of styles
among the white flowers of the rhododendron surmounting
rigid leaves
upon which moisture works its alchemy,
transmuting verdure into onyx.
“Like happy souls in Hell,” enjoying mental difficulties,
the Greeks
amused themselves with delicate behavior
because it was “so noble and fair”;
not practised in adapting their intelligence
to eagle-traps and snow-shoes,
to alpenstocks and other toys contrived by those
“alive to the advantage of invigorating pleasures.”
Bows, arrows, oars, and paddles, for which trees provide the
wood,
in new countries more eloquent than elsewhere—
augmenting the assertion that, essentially humane,
“the forest affords wood for dwellings and by its beauty
stimulates the moral vigor of its citizens.”
The Greeks liked smoothness, distrusting what was back
of what could not be clearly seen,
resolving with benevolent conclusiveness,
“complexities which still will be complexities
as long as the world lasts”;
ascribing what we clumsily call happiness,
to “an accident or a quality,
a spiritual substance or the soul itself,
an act, a disposition, or a habit,
or a habit infused, to which the soul has been persuaded,
or something distinct from a habit, a power”—
such power as Adam had and we are still devoid of.
“Emotionally sensitive, their hearts were hard”;
their wisdom was remote
from that of these odd oracles of cool official sarcasm,
upon this game preserve
where “guns, nets, seines, traps, and explosives,
hired vehicles, gambling and intoxicants are prohibited;
disobedient persons being summarily removed
and not allowed to return without permission in writing.”
It is self-evident
that it is frightful to have everything afraid of one;
that one must do as one is told
and eat rice, prunes, dates, raisins, hardtack, and tomatoes
this fossil flower concise without a shiver,
intact when it is cut,
damned for its sacrosanct remoteness—
like Henry James “damned by the public for decorum”;
not decorum, but restraint;
it is the love of doing hard things
that rebuffed and wore them out—a public out of sympathy
with neatness.
Neatness of finish! Neatness of finish!
Relentless accuracy is the nature of this octopus
with its capacity for fact.
“Creeping slowly as with meditated stealth,
its arms seeming to approach from all directions,”
it receives one under winds that “tear the snow to bits
and hurl it like a sandblast
shearing off twigs and loose bark from the trees.”
Is “tree” the word for these things
“flat on the ground like vines”?
some “bent in a half circle with branches on one side
suggesting dust-brushes, not trees;
some finding strength in union, forming little stunted grooves
their flattened mats of branches shrunk in trying to escape”
from the hard mountain “planned by ice and polished by the wind”—
the white volcano with no weather side;
the lightning flashing at its base,
rain falling in the valleys, and snow falling on the peak—
the glassy octopus symmetrically pointed,
its claw cut by the avalanche
“with a sound like the crack of a rifle,
in a curtain of powdered snow launched like a waterfall.”


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