“Respeto por las cosas como son” es un ensayo de John Ashbery sobre la obra del pintor norteamericano Fairfield Porter (1907-1975). Fue escrito en 1982 para el catálogo de una muestra retrospectiva en Boston.
El ensayo nos fue enviado por los amigos de Fadel&Fadel, y es uno de los fascículos de su colección Poets on Painters, Buenos Aires, 2017, que aprovechamos para recomendar calurosamente (vienen con reproducciones de trabajos de los pintores antologados, y hay un imperdible ensayito de W.H. Auden sobre las cartas de Vincent van Gogh, entre otras cosas).
El fascículo comienza con esta descripción de la obra de Porter:
Fairfield Porter (1907-1975) elaboró un estilo de pintura conocido como “realismo pictórico”. En un período dominado por el expresionismo abstracto en Estados Unidos, él se aferró tercamente a su propia visión pictórica intimista, suave, de las cosas: retratos de su mujer, niños y amigos; naturalezas muertas domésticas; paisajes cerca de su casa en Long Island y en Great Spruce Head Island, en Maine, esta última, una propiedad familiar que también mostró su hermano, el fotógrafo Eliot Porter. Sin embargo, su gusto con respecto al arte fue amplio y heterodoxo, y valoró la obra de varios expresionistas abstractos, particularmente la de De Kooning, por encima de muchas otras de sus contemporáneos realistas. Escribió crítica de arte, mayormente para las revistas Art News y The Nation, aunque su verdadera importancia como crítico se estableció recién después de la publicación póstuma de sus reseñas y ensayos en la antología Art in Its Own Terms.
RESPETO POR LAS COSAS COMO SON
por John Ashbery
En su introducción a la antología póstuma de los ensayos de Fairfield Porter (Art in Its Own Terms), Rackstraw Downes cita un comentario del pintor durante una de las discusiones tal vez más bizantinas del Artists’ Club de la Eight Street, circa 1952. Sus miembros estaban discutiendo si firmar las pinturas era un acto de vanidad o no. Con la lucidez exasperada de Alicia en la corte, Porter desarmó de una vez por todas ese nudo gordiano: “Si sos vanidoso, firmarlas es un acto de vanidad y no firmarlas también. Si no lo sos, firmarlas no es un acto de vanidad y no firmarlas tampoco”. No sabemos cuál fue la reacción de sus colegas; tal vez ignoraron el comentario como ya habían ignorado otras verdades apremiantes, evidentes pero difíciles de digerir, expresadas con insistencia por Porter en sus escritos sobre arte, durante una época de facciones particularmente rabiosas. A nadie le gusta que le recuerden lo evidente, en especial cuando las verdades a medias son mucho más abundantes y provocativas; ser el moscardón de Molière fue el destino de Porter como crítico y pintor, un Alcestes o Clitandro en una sociedad de précieuses ridicules gritonas. Y, en cierta medida, su reputación de excéntrico se mantiene hasta hoy, resultado de esta insistencia en decir la verdad. La belleza está en los actos, una acción vale más que mil palabras: ¿quién iba a pararse a escuchar estas pavadas en el medio de una sesión turbulenta del Club de Artistas?
Conocí esa frase suya gracias al prefacio de Downes, pero me acomodó todos los recuerdos de ese hombre al que conocí tan bien durante más de veinte años (sin pararme nunca, ay, a escuchar o mirar bien). Claramente Porter fue sólo el último de una larga fila de ignorantes brillantes que, cada tanto, encarnan el genio estadounidense, desde Emerson y Thoreau pasando por Whitman y Dickinson hasta Wallace Stevens y Marianne Moore. El título de un poema de esta última, “Desconfianza al mérito”, los representa a todos; su preferencia por el invierno en vez del verano me recuerda otra frase del pintor en una carta a un amigo: “En Long Island, una de las mejores épocas del año es noviembre, cuando ya se cayeron las hojas. Me gusta cuando los árboles dejan de tapar la luz”. Y me di cuenta, después de tanto tiempo de conocerlo, de que sus pinturas, amenas pero difíciles de comentar (¿son lo suficientemente modernas? ¿demasiado francesas? ¿demasiado agradables? ¿esto no se hizo antes?), son parte de la estructura intelectual subyacente a sus opiniones, sus conversaciones, su poesía y forma de ser. Son intelectuales en la tradición clásica de los escritores ya mencionados porque no hay ideas en ellas, es decir, no hay ideas que se puedan separar del resto. Son idea, o conciencia, o luz, o lo que sea. Las ideas las rodean pero no se insertan en el ser del arte, como la naturaleza que rodea al frasco de Stevens en Tennessee: un artefacto, paradójicamente más natural que la naturaleza “descuidada” que se le acerca y a la cual “domina”. Porter escribe sobre De Kooning: “El significado es justamente que las pinturas no tienen significado… Dejan un vacío tras de sí, un vacío de logros, de trascendencia y de autenticidad”; y sus palabras como crítico nos sirven para pensar también su propia obra.
Porter aborrecía el “arte como sociología”, al artista para quien “el arte es la materia prima de una fábrica que produce una mercancía llamada comprensión”. Porque el arte y esa mercancía son una sola cosa. El arte que explica una idea, por más remota o tangencialmente que lo haga, pierde el derecho a ser considerado arte porque genera un conflicto fatal en aquello que sólo puede ser una unidad entera. “No quiero desviar la máxima atención posible de lo que estoy haciendo por evaluarlo antes de tiempo”, le escribió en una carta a la crítica Claire Nicolas White. “Lo real es aquello a lo que uno le presta atención (es decir: la realidad nos llama la atención) y la realidad es todo. No es sólo la mejor parte, no es una esencia. Ese todo incluye tanto al pigmento como al lienzo y al tema.” Y si bien la obra de Porter es el producto de una idea (la de que en el arte no hay lugar para las ideas, o al menos que no tienen una vida propia en él, ninguna autonomía que pueda drenar parte de la “realidad” del conjunto), ésta concuerda, aunque no lo parezca, con la obra más “avanzada” de los contemporáneos a los que admiraba. De Kooning, Johns, Lichtenstein, Brice Marden, la música de Cage y Feldman: artistas cuyo trabajo parece, a primera vista, estar muy lejos de los patios y mesas de desayuno que eran los temas de Porter, si bien eran sólo una parte de este “todo”. Todavía hoy hay admiradores de sus pinturas desconcertados por su gusto artístico, en apariencia caprichoso, así como también hay quienes no pueden entender cómo Cage y Virgil Thomson pudieron admirarse mutuamente: olvidan que el arte diluye categorías. “Prestarle atención a los hechos es la única manera de oponerse a la generalidad”, sigue Porter, “entonces la estética es lo que nos conecta a las cuestiones de hecho. Es antiideal, es materialista. No supone aprobación, sino respeto por las cosas como son”. Este último punto es difícil de digerir para los artistas que creen en el arte como “materia prima de una fábrica que produce una mercancía llamada comprensión”. Por eso los artistas “comprometidos” siguen haciendo cuadros que muestran los horrores de la guerra, la crueldad del hombre para con el hombre; las artistas feministas exaltan a la mujer en sus obras y creen que hicieron algo útil; y habrá, sin duda, una cantidad de espectadores que necesiten un recordatorio de lo mucho que hay para mejorar en el orden existente de cosas. Sin embargo, el asunto secreto del arte se lleva a cabo de acuerdo con misteriosas reglas propias, más allá de los confines angostos del “tema” (que es sólo uno, señala Porter, de varios elementos de igual importancia en una obra de arte). En este contexto más amplio, la ideología no funciona como debería, o directamente atenta contra la obra de arte, la banaliza y banaliza también la importancia de las ideas que quiere mostrar.
Para Porter el enemigo era el “idealismo”, cercano a algo llamado “tecnología”. Como ciudadano, las cuestiones de ecología y política lo preocupaban hasta la obsesión. Tenía ideas políticas peculiares: había sido un poco marxista a los treinta, y años después sus declaraciones podían virar de la extrema izquierda a la extrema derecha sin transición. Durante una conversación podía violentarse con temas como el uso de pesticidas o la fluoración del agua, a un punto tal que sus amigos solían ahogar risas o quejidos, pero siempre había que darle la razón; y los años posteriores a su muerte en 1975 demostraron que tenía más razón de la que él mismo creía. Así y todo, este hombre intensamente idealista se sentía amenazado por el idealismo. “La tecnología (…) sólo se relaciona con lo útil y lo evaluable, es lo que amenaza a todas las formas de vida de este planeta. Es el idealismo llevado a la práctica.” Si entiendo bien, lo peligroso no era el idealismo, sino el idealismo corrompido y destruido por hacerlo “útil”. Su inutilidad es sagrada, como lo son las pinturas de Porter: vacías de mensaje y (en muchos casos) limpias gracias a la luz clara y desnuda de noviembre, despojada ya de la máscara del follaje romántico.
En una carta anterior a la Sra. White, Porter se queja de varias frases de un artículo que ella escribió acerca de él y que le envió antes de su publicación. Una de ellas era: “Como no le gusta la luz blanca y brumosa del verano en los Hamptons, se va a una isla en Maine en verano”. Esto lo irritó: “En realidad vamos a Maine porque desde que tengo seis años veraneo ahí. Es mi hogar más que cualquier otro lugar, es mi lugar… Una luz blanca y brumosa jamás sería una razón para hacer nada”. Y es inconcebible, sin duda, pensar que viajaría para pintar en un lugar donde la luz fuera mejor, ya que el punto era registrar las cosas como estuvieran dondequiera que se encontrara, no con aprobación, sino con respeto. “El tema debe ser normal, en el sentido de que no parezca que se lo haya buscado, sino de que le haya sucedido a uno”, escribe Finkelstein, en una de las mejores discusiones que yo haya leído sobre la técnica y el contenido de las pinturas de Porter (y aquí Finkelstein no quiere dar una receta, sólo caracterizar la “naturalidad” del pintor).
También objetó otra oración del artículo de White: “Los Porter son callados e intensos y parecen vivir en su propio planeta encantado”. No explicó esta objeción, y tal vez no hacía falta. Pero la Sra. White no tuvo la culpa de esta valoración: tenía algo de verdad, a pesar de la incomodidad que le generara a Porter. Su casa en Southampton era un lugar cautivante: enorme y elegante pero siempre un poco revuelta y adorablemente destartalada. Uno de los baños parecía un cuarto, mientras que arriba, en uno de los pasillos, el empapelado colgaba en tiras y a nadie parecía importarle. Sus hijos tenían una belleza extraña, los ojos muy abiertos, eran retraídos y hablaban como adultos. En las paredes había una selección idiosincrática de pinturas de De Kooning, Larry Rivers y Leon Hartl (un artista poco conocido pero muy admirado por Porter), junto con grabados de Audubon y ukiyo-e, y un dibujo extraño de Turner; por toda la casa flotaba un aroma agradable a buena cocina, pintura al óleo, libros y aire fresco de mar. Tal vez todo eso permitía pensar a Porter como un intimista, y esta forma de verlo cobraba más fuerza a partir de su conocida admiración por Vuillard (aunque, fiel a su carácter, prefería los cuadros borrosos de la última época y no los cuadros tempranos que les gustan a todos). Y es posible que ese rechazo sin explicación a lo del “planeta encantado” de la Sra. White tuviera origen en una renuencia a que se interpretara así su obra y se la minimizara en consecuencia.
Y cuanto uno más mira sus pinturas, menos parecen celebraciones de climas y momentos y más se vuelven fuertes, polémicas, espinosas. Pintaba su entorno como lo veía y daba la casualidad de que su entorno era confortable. Pero se trata de un confort engañoso: reverbera en el tiempo igual que las melodías inciertas de la sección “Los Alcott” en la sonata para piano n.° 2 de Ives. El color local es transparente y poroso, permite que se muestre la luz oscura del espacio. El cuadro tiene la vehemencia de la abstracción, si bien habla en otro idioma.
En la misma carta, el pintor cita de memoria una frase de Wittgenstein que le parecía fundamental para su propia estética: “Toda oración de nuestro lenguaje está en orden tal como está”. Y profundiza esta idea: “El orden viene de la búsqueda del desorden, y la torpeza, de la búsqueda de armonía o de similitud, o por seguir un sistema. El orden más genuino es el que ya encontrás ahí, o el que encontrarás cuando no lo busques. Cuando ponés las cosas en orden, fracasás”. Creo que debemos mirar la obra de Porter a la luz de estas declaraciones, preparados para encontrar el orden que ya está ahí, no el que debería estar, sino el que está.
(Traducción de Guadalupe Alfaro)