Andrés Kusminsky[1]
Patricius, cuando escribe sobre la educación de los príncipes, no quiere que sean grandes estudiantes. Puesto que (como sostiene Maquiavelo) el estudio debilita sus cuerpos, embota sus espíritus y abate su fuerza y coraje; y los buenos literatos nunca son buenos soldados, cosa que cierto Godo comprendió bien, ya que cuando sus compatriotas llegaron a Grecia y se proponían quemar todos los libros, los detuvo a gritos, no debían hacerlo, “déjenles esa plaga, que con el tiempo consumirá todo su vigor y espíritus marciales
Robert Burton, Anatomía de la Melancolía
¿No está bien fundada la sospecha de que todos los filósofos, en la medida que eran dogmáticos, no entendían mucho sobre mujeres?
Nietzsche, Más allá del bien y del mal
Venía preparado para paradojas, por lo que nos dijo Malachi Mulligan, pero debo igual advertirle que si quiere sacudir mi creencia de que Shakespeare es Hamlet tiene una dura tarea por delante
James Joyce, Ulysses
La idea es simple y fundamentada filológicamente. En la segunda escena del tercer acto, Hamlet recibe a una compañía de actores en Elsinor. El ambiente se vuelve más festivo. Es la compañía que actuaba cuando Hamlet estaba en la órbita del viejo rey, antes del viaje a Wittenberg, buenos tiempos. Pero Hamlet lo arruina en seguida. Empieza a dar a los actores indicaciones que algunos leen como si Shakespeare estuviera exponiendo sus ideas sobre el teatro. El primer actor asiente y contesta con esa mezcla de extrañamiento, tedio y adulación que adoptan más y más los que rodean al príncipe. La situación se repite justo antes de la play-scene. Hamlet reprende a los bufones que interrumpen el curso necesario de la acción. Sabemos que Shakespeare actuaba personajes menores. Se presume que uno de los papeles de Shakespeare en Hamlet, además del fantasma, era el primer actor, que ahora debe escuchar a un príncipe scholar dando lecciones sobre cómo hacer teatro. Shakespeare no era ni noble ni scholar, sobre todo comparado con los university wits, que a veces eran las dos cosas. Desde que conoce el secreto del fantasma hasta que llega la masacre del quinto acto, Hamlet hace todo menos lo que debe hacer. En ese interín se come la obra y hace polvo la convención aristotélica. Es decir, Hamlet le pide al primer actor (¿a Shakespeare?) que nadie se recorte de la acción, pero el protagonismo que le da Shakespeare es por completo a expensas de la acción. Es como si el personaje se recortara de la trama. No se trata de hablar de la modernidad o del rupturismo de Hamlet. Para quienes querían usarlo, el clasicismo de la época, sobre todo en Inglaterra, era aspiracional, sui generis. Pero Hamlet es una clara inversión de las reglas. Es casi un héroe cómico atrapado en una tragedia de venganza. Y la poética de la obra invierte punto por punto el clasicismo del príncipe.
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La primera vez que vemos al fantasma, en la primera escena, Marcelo le dice a Horacio en medio de la conmoción: “Thou art a scholar, speak to it Horatio”. Como si hubiera que cursar estudios universitarios para hablar con el fantasma. Pero el fantasma (¿Shakespeare?) no habla.
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Shakespeare era un joven provinciano de Stratford-upon-Avon cuando llegó a Londres. Ya existía una pequeña bohemia de poetas, algunos de los cuales escribían para el teatro. Dice Stephen Greenblatt, en una biografía conjetural excelente sobre Shakespeare: “El grupo compartía una combinación de extrema marginalidad y arrogante esnobismo”. Los ingenios universitarios o university wits eran Christopher Marlowe, Thomas Watson, Thomas Nash, George Peel, Robert Greene, etc. En sus ratos libres se dedicaban al muy útil ejercicio de traducir Petrarca del italiano al griego o Antígona del griego al latín. Todos estos poetas-scholars rebeldes tuvieron una vida oscura y murieron jóvenes. Menos Thomas Lodge, que sobrevivió los treinta años, abandonó la literatura, se dedicó a la medicina y vivió lo que para la época era una vida larga, hasta los 67 años. La figura central de este grupo, menos por su obra que por su personalidad, era Robert Greene, autor del Pandosto, texto-fuente que usa Shakespeare para Cuento de Invierno. Para Stephen Greenblatt, Greene es el modelo de Falstaff. Greene era tremendamente ingenioso, gracioso y disoluto.
Shakespeare no era un chico de Oxford ni de Cambridge, no había ido a la universidad. Había cursado primeras letras —latín, literatura latina, etc.— en una escuela de gramática en Stratford. Para estos bohemios eruditos y snobs Shakespeare era “an upstart Crow, beautified with our feathers”. Un cuervo arribista hermoseado con nuestras plumas. La frase es de Robert Greene, escribiendo sobre Shakespeare a principios de los noventa. Greene tenía, además de su prestigio como figura central de los university wits, el prestigio de una muerte reciente: el libro en que figuraba la frase, A Groatsworth of Wit, había sido publicado dos semanas después de su entierro, en 1592. Pero la verdad es que beautified no suena muy bien, parece una mala frase. O como dice Polonio, “a vile phrase”.
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Shakespeare escribe la escena de Polonio casi diez años después de leer el insulto de Robert Greene. ¿De qué está hablando Polonio? De una carta de Hamlet para su hija, the most beautified Ophelia. En vez de explicar a los reyes “la causa” de la melancolía de Hamlet, Polonio se demora censurando su estilo, impacientando a todos. De Polonio es fácil reírnos, como de cualquier viejo tedioso y pedante. Pero la escena es además una devolución de cortesías. El humor gira en torno a la palabra beautified, que figura pocas veces más en el corpus shakesperiano (y con ironía). La alusión podría ser inconfundible para los university wits que se mezclaban entre el público del Globo. Pero Greene había muerto hacía años, lo que convertía todo el gesto en un intrincado y tardío esprit d’escalier. Definitivamente Hamlet tiene algo del lenguaje de Greene. O sea, Polonio es la parodia de la parodia de high-brow que es Hamlet. Un ejemplo obvio de esto es de nuevo la escena con los actores:
O, it offends me to the soul to hear a robustious periwig-pated fellow tear a passion to tatters, to very rags, to split the ears of the groundlings, who for the most part, are capable of nothing but inexplicable dumb-shows and noise.
Shakespeare hace que Hamlet trabaje al público en su contra. Escuchando esto, por lo menos con una media sonrisa, porque entienden que el autor busca su complicidad, están los groundlings, los que están parados en la platea del Globo mirando una obra a la que no le falta nada de dumb-shows and noise. Marineros, soldados, tenderos, todos los desdentados de Londres. Son los que llenan el teatro.
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Hay algo fuera de lugar en Hamlet, en su ingenio, su narcisismo intelectual. Podríamos encontrar personajes así en las comedias de Shakespeare, pero nada parecido en las tragedias. Pensemos en el esnobismo de Hamlet contra la costumbre de los festejos daneses, cuando los escuchan desde la explanada mientras esperan al fantasma. “It is a custom / More honoured in the breach than the observance”. Hamlet se aliena de su propia cultura, es amanerado y extranjerizante. ¿Qué diría Hamlet padre de este triste filósofo y snob? ¿Qué ha resultado de mandarlo a la ilustrada Alemania, a Wittenberg? Pero justamente sabemos qué diría. If thou hast nature in thee, dice el fantasma. Le pide a Hamlet que actúe si le queda naturaleza, lo desafía. Cuando el fantasma se va, Hamlet se promete borrar de la mente todo lo que no sea la venganza. Pero en seguida se le ocurre un epigrama moral –that one may smile and smile and be a villain. En medio del subidón maníaco vemos hasta qué punto Hamlet es un animal universitario, con su commonplace book para anotar observaciones, recuerdos, etc. Traiciona la promesa de inmediato. Hamlet no puede con su genio. Shakespeare podría darnos sencillamente una tragedia de venganza, pero entre el final del primer acto y la última escena del quinto se desarrolla una especie de comedia negra del scholar, con consecuencias cada vez más desastrosas.
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¿Cuál es esa tragedia de venganza que Shakespeare se rehúsa a darnos? Después de todo, no es un misterio. Shakespeare se documenta, como siempre. Como siempre, hace lo que quiere con sus fuentes. ¿Pero qué quiere? En el siglo XII, Saxo Grammatico cuenta la historia de Hamlet en su volumen Gesta Danorum. En el XV Belleforest la recoge en el quinto libro de sus Historias Trágicas. En ambas versiones, un Fengon asesina a su hermano, rey de Dinamarca y padre de Hamlet. Lo saben todos, pero Fengon convence a la corte de que lo hizo para salvar a Gertrude. Hamlet finge estar loco para evitar persecuciones y salvar su vida. Fengon quiere saber si la locura de Hamlet es fingida. Si descubre que no está loco, está decidido a matarlo. Entonces usa como anzuelo a una mujer. Hamlet es advertido y se salva. Después Fengon hace que un consejero se esconda detrás de un tapiz para espiarlo en conversación con la reina. Hamlet sospecha y empieza a cacarear como una gallina, aleteando y tocando con los codos los tapices. Así hasta que algo tiembla, saca su espada y mata al espía al grito de “¡Una rata!”. Con el mismo tono de repulsión moral que vemos en Shakespeare, Hamlet le dice a su madre que está esperando el momento para matar a Fengon, pero que aún no tiene fuerzas ni recursos para hacerlo. Es gracioso: en Shakespeare, en la misma secuencia, Hamlet acaba de tener una oportunidad inmejorable para matar al rey. Tiene todo lo que necesita, cause and will and strength and means / To do’t. Fengon manda a Hamlet a Inglaterra con dos mensajeros y cartas selladas para el rey, pidiendo que ejecute a su sobrino. Hamlet lee y cambia las cartas ordenando que maten a los mensajeros. En esto Shakespeare sigue de cerca a Belleforest. Pero después se aparta.
En Belleforest, además de matar a los mensajeros, el rey de Inglaterra debe casar a Hamlet con su hija. Después de un año, casado y con el apoyo de un rey, Hamlet regresa. En Shakespeare, Hamlet se salva de la muerte por un pelo gracias al secuestro ex machina de los piratas. Vuelve a Dinamarca en seguida. Recortado del mundo, su único apoyo es Horacio, compañero de estudios de Wittenberg. Difícilmente el hombre indicado para ayudarlo. En Belleforest, Hamlet vuelve cuando están celebrando su funeral, para sorpresa de todos. El funeral se convierte en falso homenaje. Cuando están borrachos, Hamlet hace caer del techo los tapices, los clava al suelo para atrapar a los cortesanos y prende fuego el lugar. Después se va a buscar a Fengon y le corta la cabeza. De lejos, el castillo se ve en llamas, el pueblo se inquieta, acude en multitud y Hamlet empieza a hablar en medio de todos. Mostrando el cuerpo decapitado, les recuerda el asesinato de su padre Horvendille. El cuerpo de Fengon, dice, no es el de un rey, sino el de un usurpador y un fratricida. Dice que los redimió de una servidumbre vil. Es coronado rey de Dinamarca. Después pasan otras cosas, ya fuera del rango de nuestra historia.
Es común para los dramaturgos hacer modificaciones menores en las fuentes, insertar subtramas, episodios de comic relief, etc. Pero lo que hace Shakespeare es desconcertante. Mientras que en el texto-fuente la astucia de Hamlet permite consumar la venganza matando solamente al rey y a sus acólitos, en Shakespeare mueren siete personas inocentes. Hamlet no consuma su venganza, Claudio muere sin saber que Hamlet sabe. Y la diferencia fundamental: Hamlet no es el héroe nacional que libera a Dinamarca del usurpador. La obra termina con la cesión del territorio y la corona a un barón noruego, Fortinbras.
Es decir, Shakespeare está especialmente interesado en el fracaso total de Hamlet. Lo priva a Hamlet de su destino heroico original. Todo lo que nosotros pensamos sobre la potencia de Hamlet está en el original. Hamlet podría ser el héroe. Podría ser el justo vengador, podría ser el reformador moral. Lo es en la leyenda danesa. Pero Shakespeare decide que no lo sea. Es Shakespeare el que lo convierte en un estudiante de Wittenberg. El Hamlet de Shakespeare anhela ser otro. Un hombre de sentencias, de libros y de dictámenes. Su destino como héroe danés es para él pura alienación.
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Una ilusión cómica se adueña brevemente de la escena. Aunque muy por debajo de su rango, los reyes esperan que Ofelia sea causa y remedio de la melancolía de Hamlet. Están a punto de convertirla en una heroína romántica, el giro cómico es creíble para ellos. Cuando escribía Hamlet, el nombre de Shakespeare todavía estaba asociado a comedias y dramas históricos. Había escrito pocas tragedias. De hecho, Polonio es un viejo conocido. Es el padre celoso de las comedias, que al final cede. Ahora no sólo cede, persigue, insiste en resolverlo todo con una boda real. Hamlet es perseguido por la posibilidad cómica. Pero como si fuera basura, Polonio es casi literalmente barrido debajo de la alfombra. Y hay otra comedia romántica. Está embebida en la leyenda danesa, el desembarco en Inglaterra, donde Hamlet termina casado con la hija del rey. Pero irónicamente, Hamlet no pisa Inglaterra, Shakespeare escamotea ese material. En Inglaterra “recuperaría los sentidos, o su locura no tendría importancia”, “ahí todos están más locos que él”. Es del enterrador el chiste, cuando habla con Hamlet sin reconocerlo, porque lo cree en Inglaterra. Pero Hamlet está con él, en Dinamarca, asomado a la tumba –aunque no lo sabe, la tumba es de Ofelia. En un gesto, Shakespeare distrae al público de Londres y entierra dos comedias románticas –la inglesa y la danesa. Porque si hay algo que cae, que está quebrado para Hamlet, es el ideal del que se nutren las comedias. “Man delights not me –nor woman neither”, dice Hamlet a Rosencrantz y Guildenstern, falsos amigos que luego manda a ejecutar y que “no están ni cerca” de su consciencia. Las mujeres se llevan la peor parte. Y lo último que hay en las intenciones de Hamlet es una boda real. “Those that are married already –all but one– shall live. The rest shall keep as they are.”
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Ofelia es la altura desde la que el príncipe cae, su lenguaje es imprescindible.
O what a noble mind is here o’erthrown:
The courtier’s, soldier’s, scholar’s, eye, tongue, sword;
The expectancy and rose of the fair state,
The glass of fashion and the mould of form,
The observ’d of all observers, quite, quite down!
And I, of ladies most deject and wretched,
That suck’d the honey of his music vows,
Now see that noble and most sovereign reason,
Like sweet bells jangled, out of tune and harsh;
That unmatch’d form and feature of blown youth
Blasted with ecstasy: O! woe is me,
To have seen that I have seen, see what I see!
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¿Puede ser que todavía podamos descubrir algo en el monólogo más famoso de la literatura universal? En la quinta escena del acto cuarto, Ofelia entra conmoviendo a toda la corte con su locura. Es una locura real, no actuada, no afectada y que tiene que ver con la muerte de su padre –evidente juego de reflejos, que incluye a la subtrama de Laertes. El lenguaje de Ofelia es extrañado y ominoso. Dicen que el búho era la hija del panadero, dice. Después dice: We know what we are, but know not what we may be. En su versión negativa, la frase es una fórmula de la pesadilla y de la paranoia. Somos esto, pero podríamos ser otra cosa. Lo que tememos. Lo que nos repugna. En el mundo de Hamlet nada es firme. Las peores pesadillas podrían volverse realidad. Pero la fórmula de la pesadilla puede ser también la del ideal.
La ambivalencia de lo que podemos ser convierte a la frase de Ofelia en el mejor contexto para el monólogo de Hamlet. Están cerca, comparten un universo de palabras y resonancias, algo que Shakespeare hace con frecuencia en su teatro maduro. ¿Cómo iba a ser simplemente una forma rara de decir To live or not to live? En su agramaticalidad, a la frase le falta algo, como cuando uno se resume o interrumpe porque ya es obvio lo que sigue. Ser o no ser eso. Lo que debo ser. Lo que podría ser. Lo que temo ser. La alternativa no es entre vivir o morir. La alternativa es entre ser el hombre de letras o el hombre de energía, el filósofo o el héroe. Whether ‘tis nobler in the mind to suffer / the slings and arrows of outrageous fortune / Or to take arms against a sea of troubles / and by opposing end them. El suicidio que rumiaba el luctuoso y depresivo Hamlet antes de conocer el secreto del fantasma, antes de llenarse de propósito e intención, aparece de nuevo pero como un afterthought, como una tercera alternativa.
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En el prólogo a Menaphon de su amigo Robert Greene, Thomas Nash dice algunas cosas que no podían dejar indiferente a Shakespeare. El prólogo se llama To the Gentlemen Students of both Universities, e introduce un libro que el propio Nash presenta como University entertainment. Por supuesto, el libro que el lector tiene en sus manos no es como las “imitaciones secundarias” de literatura que proliferan bajo la influencia de cierto teatro a la moda. Nash es duro en su ataque contra un teatro escrito por personas “sin instrucción ni arte”, “a la merced de su lengua madre” y que “se alimentan de las migajas que caen de la mesa del traductor”. Un teatro malo, es cierto. Torpemente retórico, ilegible para nosotros. Pero el lugar desde el que lo critica es el de otra convención artística, con la toga de Saint John, que tanto él como Robert Greene habían usado en sus años de Cambridge. Para Nash, el adagio latino Asinus ad Lyram aplica a todo poeta que no haya ido a la universidad. Cuando leía el prólogo de Nash, Shakespeare no había escrito casi nada. Pero sabía de qué lado estaba. Si seguía leyendo el prólogo se iba a encontrar con más incomodidades. ¿Cómo pueden ocuparse de las Artes personas que a duras penas podrían recitar de memoria el neck-verse? O sea, el versículo latino de la biblia con el que los condenados podían salvarse de la horca pidiendo “beneficio de clero”. Personas que “en una mañana helada pueden escribir Hamlets enteros”. Es claro, no sólo estaba el Hamlet de Saxo Gramático y el Hamlet francés de Belleforest. Había también un Hamlet en la escena isabelina de finales de los ochenta. Un Ur-Hamlet probablemente cercano a los textos-fuente, puesto en duro verso blanco. Hay dudas sobre si este Ur-Hamlet es una primera versión de Shakespeare. Preferiríamos no hacerlo, pero podríamos imaginarla al estilo de los primeros dramas shakesperianos, como Tito Andrónico. El consenso mayoritario es que no, que el autor de esta obra desaparecida era Thomas Kyd. Si el autor fuera Shakespeare, el insulto directo de Robert Greene no sería nada comparado con el de Thomas Nash. En todo caso, en el ataque a los poetas no universitarios y al Ur-Hamlet había un guante que levantar. Y Shakespeare lo levantó a finales de los noventa.
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En la saga, el héroe llega a ocupar por fin el lugar de su padre en el trono. En Shakespeare, el estudiante de Wittenberg está siempre too much i’the sun, que en el teatro suena igual que son. Hamlet es demasiado hijo. Shakespeare era un hombre con ciertas responsabilidades. Era padre de tres. Susanna y los mellizos Judith y Hamnet, en homenaje a sus vecinos de Stratford, los Sadler. Hamnet es grafía alternativa de Hamlet. Esto antes de asentarse en Londres. Antes de las rivalidades literarias. Antes de que Hamnet muriera a los once años y mucho antes de imaginar una obra de teatro sobre Hamlet. Pero la vieja familiaridad con la historia del príncipe es casi segura. Una historia en la que un hijo debe enmendar una injusticia contra su padre.
En la leyenda danesa no hay fantasma ni secreto. Todo ocurre a la luz del día. El fantasma existe porque un padre tiene que decirle algo a su hijo. ¿Qué es más improbable? ¿Que Shakespeare contara o no a Hamnet la historia del héroe danés que llevaba su nombre? ¿Cuántas versiones habrá probado? ¿Con o sin fantasma? En la obra, el viejo rey no es de los que callan y se dicen: “tarde o temprano, los hijos se dan cuenta de todo”. El secreto que necesita contar es un infierno doméstico peor que los tormentos purgatoriales. El hijo tiene que saber. Si el escape de Stratford a Londres es sugestivo de un fracaso conyugal, podemos decir que Shakespeare imaginaba a Hamnet de su lado. Tan de su lado que después de hablar, el fantasma debe moderar la agresividad de Hamlet contra su madre. En este juego de transferencias imaginarias, es como si Hamlet fuera una caja en la que poner todos los resentimientos.
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Además de padre, Will Shakespeare era hijo de John Shakespeare, primero prestigioso alcalde de Stratford, después persona non grata, deudor, dilapidador de la fortuna de su mujer, prestamista, traficante de lana. De buena gana o no, Will debía dar por sentado que entraría en Oxford o en Cambridge. La caída del padre cierra esa posibilidad y lo priva de una herencia, la de los Arden, baja gentry de Warwickshire, de donde venía la madre de Will, Mary Arden. En todo caso, lo priva del lujo de Greene y Nash, que gastan los costosos títulos pagados por sus padres en una vida de coterie. Hijos pródigos. Pero Shakespeare es el hijo del hijo pródigo. Cuando escribía Hamlet, Shakespeare ya era un exitoso empresario teatral. En 1596 había comprado un escudo de armas con la enfática inscripción “non sanz droict”, no sin derecho. Una frase reactiva, como si tuviera que defender el honor de su nombre y su línea. La inscripción lo mostraba sensible donde habría sido prudente fingir indolencia. Shakespeare debió tolerar incluso el fuego amigo de Ben Jonson, en la comedia Every Man out of his humour, en donde un Sogliardo, rústico de provincia, muestra el grotesco escudo de armas que compró por treinta libras, mientras un afectado Puntarvolo se burla y sugiere como motto: “Not without Mustard”, no sin mostaza. Un viejo trámite iniciado por John Shakespeare en 1575 es empujado por Will Shakespeare en octubre de 1596. Pocos meses antes, en agosto de 1596, había muerto Hamnet, único hijo varón. La línea masculina se corta pero Shakespeare se apura en comprar un símbolo sobre la continuidad y la dignidad del nombre. Si había concebido el proyecto con anterioridad, también lo había seguido como si Hamnet no hubiera muerto. Hacia delante, el espejo de las generaciones estaba roto. Hamnet habría llevado y pasado nombre y escudo, él habría tenido derecho. No así Susanna y Judith, que lo pasarían partido o cuartelado con los escudos de sus maridos, si eran armígeros. Si estuviera vivo. ¿Qué habría hecho Hamnet si estuviera vivo? Aunque Hamnet y Robert Greene sólo tenían en común haber muerto antes de tiempo, los padres se hacen preguntas. ¿No era obvio que el único hijo varón de un nuevo rico debía ir a la universidad? ¿Con su escaso latín y menor griego, Shakespeare iba a financiar a otro snob de Saint John?
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Ampliada por Lacan, la hipótesis básica de Freud me parece fuera de discusión. Hamlet es una versión negativa del mito de Edipo. No matar al padre, pero con una complicación: tampoco matar al que ocupa su lugar, es decir, no ocupar su lugar. Sin embargo, Hamlet es también una respuesta a los poetas-scholars. La primera parte de una respuesta que tiene a La Tempestad como segunda parte. Porque ahí también hay uno que perdió el mundo “arrebatado en estudios secretos”. La mediación de la cultura y la pasión de los libros, la voluntad de saber: sus consecuencias son devastadoras. Arrastran a las familias. Pero Próspero no está dentro de una tragedia. El tiempo juega a su favor. Entonces las cosas se arreglan.
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Hamlet no es una obra à clef y no exigía ninguna reconstrucción contextual para sus contemporáneos. Estas notas no son necesarias. Pero asumamos que el príncipe Hamlet era una presencia en Stratford. Que enrareciendo el ambiente familiar, como Hamlet, el padre había jugado con el poder de un relato para decir algo sin terminar de revelarlo. Si la vieja leyenda era para Shakespeare una forma privada de justicia poética, ¿cómo cambia las cosas la muerte de Hamnet? ¿Qué queda en pie? Ya no el héroe estilizado por la saga. ¿No es Hamlet un duelo? Pero no el del padre, salvado simbólicamente por el hijo vengador –ese papel no puede ser actuado por nadie más. Hay otro duelo. Una forma de poner de pie al hijo, con la imaginación exigente del que ve un objeto desde todos los ángulos, hasta los más duros. Cómo habría sido, demorarse en la representación, casi olvidarse de la trama, para luego dejar que se vaya, arrasando con todos los personajes, con la misión sin cumplir.
[1] Este artículo fue publicado en la edición impresa de Hablar de Poesía 50 (Diciembre 2024).