Hace pocos días nos enteramos de que ya está en imprenta un nuevo libro de Ricardo H. Herrera (n. 1949), quien dirigiera Hablar de Poesía durante sus primeros 35 números, desde 1999 hasta 2017. El libro se llama Solsticio de verano y será publicado por la editorial cordobesa Alción. Tenemos el gusto de adelantar aquí el fragmento de la nota introductoria que figurará en la contratapa, y tres de los poemas.
*
Ya que en primera instancia la poesía se alimenta de poesía, sin darle excesivo peso o creerlo determinante, viene al caso recordar que mis primeras lecturas adolescentes fueron de literatura gauchesca: obras de Hidalgo, Ascasubi y Hernández. Pero también, junto a ellos, siguiendo la línea, Lugones con sus Romances de Río Seco y Borges con sus milongas de Para las seis cuerdas, publicadas cuando yo tenía dieciséis años. Me atraía la frescura de la música verbal, la fluidez narrativa de la versificación. Esa experiencia quedó sepultada por infinitas lecturas de otra índole a lo largo de más de medio siglo; pero ahora, al preludiar este verano, de un modo no premeditado sino reflejo, creo haber rozado la desenvoltura de aquella musicalidad al escribir este libro que de gauchesco no tiene nada, aunque intenta emparentarse con la eufonía del cantar reflexivo, a veces irónico, en general conciliador. Tanteos ensayísticos y tonadas rústicas pues, sin que falte la espina clavada en la carne y un reiterado reencuentro con todo lo que me dio argumento para estimular la inspiración y continuar escribiendo poesía, siempre con gratitud por el don, ya sea que este provenga de viejas lecturas o de una oculta y favorable deidad.
*
HAMBRE
He releído Hambre en estos días,
el libro de Knut Hamsun. Voy como él,
pero con hambre de poesía, a la caza
de nimias ocasiones epifánicas.
Ayer fue Nochebuena y abrumé
a mi nieta con este plan absurdo.
“¿Con hambre de poesía?”, preguntó,
señalando los platos de la mesa.
Diversos entremeses: aceitunas,
escabeches surtidos, ensaladas.
Hay por cierto atractivo en los sabores
de los frugales platos de la entrada;
gastronómicas voces tentadoras
para el hambre de Hamsun, para el mío
son apenas sonidos y colores.
Aunque tal vez la situación me sirva
para hacer un poema de ocasión.
¿Cómo explicar el alma que pretendo
fundar con versos que tal vez me ayuden
a abandonar la vida más conforme?
¿Podrá entender Pilar que esas palabras
sólo sacian mi hambre metafísica,
sin que por ello estorben mi apetito
bien dispuesto a dar cuenta del menú?
En la noche bullía el regocijo;
la sala estaba llena de un olor
a comida caliente, olor perenne
e inolvidable de las Navidades.
Y yo fuera del tiempo, ensimismado,
sin lograr entregarme al vivo encanto
de la fiesta en que todos participan
en cuerpo y alma, con exultación.
No es para mí el confuso aturdimiento,
ese “pasarla bien” de lo mundano.
En verdad, no me atrae la diversión,
busco el diálogo a solas, mano a mano.
¿Es un poema esto? ¿Salva mi alma?
Condensa la penuria de mis años
y mi afán. Una efímera beldad
sobrevuela sencilla el frágil cuadro.
UNA GEÓRGICA
Ayer, en un corral, día de Reyes,
nació un potrillo en plena madrugada.
Cuando lo vi a la tarde ya se erguía,
ya olisqueaba la hierba y la lamía.
¡Milagroso animal! Mi hijo mayor,
que es criollo hasta la médula, sonríe;
dueño y señor de ese corral situado
en un bajío de su propiedad.
Su expresivo mutismo satisfecho
es lo habitual en él, sobrio en palabras
porque su sentimiento es pudoroso;
sus fuertes son la risa y la ironía.
Diría que tiene algo de centauro.
Hermanado a la yegua parturienta
por un pacto de sangre entre dos razas,
de algún modo el potrillo es hijo suyo.
Yo, con la poesía, en las antípodas,
intento incorporar a la palabra
el vigor de su ser, que es innegable,
y manifiesta el temple de su estirpe,
que como he dicho es criolla, casi gaucha.
Hay empuje y paciencia en su carácter
generoso y cordial, hombre a la antigua
de silencio elocuente y verba breve.
Con pocos trazos hago este boceto
en esta pastoral improvisada
que se vincula con mi actual poética:
huir del hermetismo y ser realista.
Las personas amadas son bocetos
de posibles pinturas, dijo un poeta;
algo que aquí vislumbro vagamente,
pero que de momento me contenta.
EL HUÉSPED DE LA MELANCOLÍA
Oyó un toc-toc en plena medianoche
y le dijo a su esposa: “es la madre
de Borges que ha venido a despedirse”.
Y, en efecto, Leonor murió ese día.
Este tipo de vínculos con muertos
fue en Molinari de lo más común.
La muerte fue su musa desde siempre,
sus diálogos con ella son su obra.
“¡El negro Molinari en la Academia!”
Reía de sí mismo y de la AAL.
Su humor era porteño, ponía motes
y raramente conversaba en serio.
Hablando de poetas españoles
le pregunté por el autor de Cántico;
me respondió que ya no soportaba
su formalismo rígido, opresivo.
“Me gusta la poesía hecha con sangre”,
afirmó de inmediato. Hecha con muerte,
traduje para mí, sin comentarios.
“Se creen que soy un lirio con sombrero”,
fue otra de las perlas de ese encuentro.
Era de Villa Urquiza y tenía modos
de orillero en el habla cotidiana;
su poesía era todo lo contrario.
Era un poeta mago y me hechizó
con gran poder hipnótico su fabla.
Mi ensoñación se emparejó a la suya
leyendo Mundos de la madrugada.
Amaba del país su geografía,
los cielos nacarados del ocaso
en las vastas llanuras patagónicas
y las constelaciones en la noche.
No sé si alguien lo lee en estos días;
la oda y la elegía no prosperan.
También yo me he alejado de la queja
de su voz de ultratumba enamorada.
Vaga su aparición de penas áridas
hostigada por el desasosiego,
la hoguera transparente de su acidia
templada por los soplos del Pampero.
Clamor de soledad, clamor de olvido.
Cuando Juan Rulfo vino a la Argentina,
fue verlo a él lo único que quiso;
otro huésped de la melancolía.
Dos huérfanos quebrados por la ausencia
sobreviviendo entre hijos de las furias;
compartiendo su apego a los espacios
desolados, las fértiles penurias.