Homenaje a Alejandro Nicotra

Hace una semana nos enteramos de la muerte de uno de los poetas indudables de la Argentina: el cordobés Alejandro Nicotra (1931-2024). Un poeta al que queremos mucho. En Hablar de Poesía hemos publicado en más de una oportunidad poemas suyos, y su poesía fue objeto de distintas intervenciones críticas. Compartimos a continuación tres de esas publicaciones, que pueden servir de excelente puerta de entrada para empezar a leerlo, o también como excusa para seguir releyéndolo: (i) de Hablar de Poesía 25 (julio 2012), una introducción a su obra y una selección de siete poemas a cargo de Ricardo Herrera; (ii) diez poemas que se publicaron en Hablar de Poesía 41 (agosto 2020); y (iii) un recorte de la nota editorial de Hablar de Poesía 27 (julio 2013), también firmada por Ricardo Herrera y en la que Nicotra recuerda y recita unos versos de Baldomero Fernández Moreno.

 

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DE HABLAR DE POESÍA 25 (JULIO 2012): PRESENTACIÓN Y SELECCIÓN DE POEMAS A CARGO DE RICARDO HERRERA

En lo que hace a finura expresiva, la obra de Nicotra se destaca de la de sus coetáneos. Por trabajar sobre superficies desmesuradamente blancas (devastadas por la soledad) y en el interior de formas breves, su trazo tiene el acabado de una caligrafía impecable. Cada palabra, cada silencio, han sido sopesados a conciencia antes de hallar su lugar en la página. El sonido y la grafía se reparten equitativamente su parte de responsabilidad estética a la hora de emprender la tarea de darle cumplimiento al poema. Su uso del color es mesurado, también el uso de la imagen lo es; la mesura constituye una característica evidente de la personalidad poética de Nicotra, una mesura innata tal vez, pero sostenida a fuerza de tenacidad a lo largo de una época fanática, violenta, caótica. La imagen contenida en el final del poema titulado “El canto del grillo en la casa” ofrece un equivalente sobrio de su lucha de toda la vida. Escribe allí: “El puro objeto lírico, / a un costado del trueno.” El grillo es símbolo tradicional de la figura del poeta, pero ese trueno que está a su vera, esa única y ominosa compañía, renueva el simbolismo de raíz, dotándolo de una vibración de vida trágicamente agónica. El trueno puede ser imagen de la muerte, de la demencia o de la violencia de la historia. En el poema “Las nubes”, sin duda es la historia, nuestra historia reciente, la que deja una huella imborrable sobre la página.

        El tema de la función de la poesía, o, mejor dicho, de la falta de función social de la poesía, ha atormentado secretamente al poeta por años; “los perdidos, nosotros…”, dice, para definirse. Es un tema que una y otra vez se pone de manifiesto en su obra. Finalmente, el vacío circundante se desplaza al interior mismo del poeta. De ahí su angustiosa pregunta: “Ahora, ¿en dónde te pondremos, / antigua imagen, / pasión de nuestras vida inútiles, / hermosa y sucia como un vicio?” Cada nuevo poema ensaya una nueva estrategia para obturar ese vacío. Pero no hay escapatoria, no se puede eludir el destino de vivir al límite. Y no se puede eludir porque es la constante obra destructiva de la muerte la que despierta y pone en movimiento a la poesía. “Alimentada de muerte, / en uno y otro día, / aunque quisiéramos, / ninguno te podrá abandonar”, anota Nicotra, con lucidez y economía. Ante el vacío, a fin de eludir el estado de vértigo, el hombre actúa. Pero actúa religiosamente, poéticamente. Cualquier otro tipo de acción tendría las características de una petición de anestesia total, de un penoso escapismo.

        “La casa del maestro” es otra muestra cabal del arte de Nicotra. Conozco esa casa: está en Merlo, en la provincia de San Luis, al pie de las Sierras Grandes. Antes de que se desarrollase a pleno la depredación turística, debe haber sido una bella casa solariega; actualmente es un museo. La vivienda perteneció a Antonio Esteban Agüero, poeta puntano de la generación del cuarenta. Nicotra lo frecuentó mucho en su juventud; pudo seguir de cerca el ascenso y descenso por la belleza de la mano de su maestro, alcohólico perdido en sus últimos días. Agüero evidentemente ha muerto mucho antes de que Nicotra hiciese la visita que registra el poema; visita (imagino que tardía) a esa especie de Ítaca de su vocación que fue la casa del maestro, para buscar en ella algún resto vivo de su pasado. No hay nada más peligroso que esos retornos. En la memoria la ausencia trabaja positivamente, pero en la realidad produce un desconcierto anonadante. De eso trata el poema. Que Nicotra logre sobreponerse a la brutal embestida del vacío a la hora de rememorar su total desencuentro con el tiempo pretérito, nos dice bien a las claras cuál es el temple de su personalidad. Lector apasionado de Rilke, de seguro tiene grabada a fuego en su corazón la sentencia final del Réquiem: “¿Quién habla de victorias? Sobreponerse es todo.” Eso hace Nicotra, y lo hace impecablemente. La prueba de ello es el logro estético del poema, de un admirable equilibrio. Como detalle de auténtica maestría, señalo en el endecasílabo que cierra el poema “el grito, agrio de luz, de una cigarra” que brota entre las ruinas. Nuevamente, en el amenazante silencio, deja oír su canto un insecto emblemático de la figura del poeta. La aliteración “grito/agrio” es un hallazgo, da con la nota opaca y estridente que hace sonar la cigarra en las ardientes siestas serranas; también es un logro haberle dado una coloración solar a esa nota, expresa muy bien el espíritu del lugar, la aridez de esa tierra.

        “La casa del maestro” en cierto modo se continúa en el texto titulado “Paisaje”. Es como si Nicotra, ya fuera de la añosa y querida casa que lo cobijó en la juventud, abriese su desamparo interior a la desolación circundante. En su simbiosis de austeridad expresiva y pobreza natural, el esbozo casi abstracto del valle de San Javier –con sus toques de verde pálido y de azul tenue– tiene algo casi de incorpóreo a fuerza de luminosidad; como si ese despiadado sol mediterráneo convirtiese en polvo toda forma de vida, dejando en pie tan sólo los contornos de las Sierras Grandes. Al agregarle a esa aridez la suya propia, Nicotra se funde a su paisaje, desaparece borrado por él.

        Los dos poemas finales –“Las nubes” y “Preguntas retóricas”– establecen un contrapunto entre dos percepciones antitéticas de la realidad. En el primero, lo real son los hechos. En el segundo, lo real es el lenguaje. De los siniestros hechos locales mentados en “Las nubes” no hay mucho que decir: es el lugar donde las palabras mueren. De las palabras de “Preguntas retóricas”, en cambio, se puede afirmar que constituyen una liberación. Impulsadas por una suerte de fototropismo, las preguntas proliferan sobre la página como las plantas en el patio de la casa del poeta: buscan la luz y, al mismo tiempo, nos deslumbran con su suntuosa carnalidad. Lo que (merced al ambiguo título del poema) podría leerse equivocadamente como una regresión barroca, es en verdad un momento órfico de insólita energía: una lúcida incursión en la zona del espíritu donde todo es lenguaje, el así llamado “país de las maravillas”.

 

LA CASA DEL MAESTRO

Es una galería simplemente sin nadie,
pero allí donde él solía sentarse algunas horas
en las mañanas de los últimos veranos
la solitaria luz se adelgaza: es ausencia.

Por otra parte,
uno ve los pilares roídos,
el techo que declina sus tejas
hacia un patio con un aljibe ciego,
ve una jaula vacía, un farol,
unas puertas cerradas por candados.

Nada más,
y a lo mejor uno se queda diez minutos
si es que oye
brotar entre esas ruinas
el grito, agrio de luz, de una cigarra.

 

OPINIÓN SOBRE POETAS

–Creía en ellos,
con alguna vacilación, es cierto,
como se cree en quienes han hablado con Dios,
          en sus montañas,
y cuentan el secreto;
pero un día
renegué de sus bocas de pájaros mentirosos;
después, los vi morir
en una choza sucia,
ciegos y balbuceando palabras sin sentido.

Entonces volví a creer en ellos,
en su sabiduría rota,
ya sin ninguna sospecha de cordura.

 

PAISAJE

Las lomas verdes y, más lejos, las montañas
azules,
            límites o mitos
del valle un poco pálido de polvo
hoy,
        y nosotros, de verdad polvorientos
bajo el sol que nos mira, sol sin párpados:
        espacio, instante,
harapos de realidad, desierto
por donde cruza (sola sombra de agua)
como un deseo, la posibilidad.

 

EL CANTO DEL GRILLO EN LA CASA

El canto del grillo en la casa,
en hora de tormenta e insomnio–
canto de condenado a muerte,
sin infancia, sin cántaro, sin crepúsculo:

el puro objeto lírico,
a un costado del trueno. 

 

EN UNO Y OTRO DÍA

Y ahí, el panorama de la gran ciudad
donde caminan los perdidos, nosotros,
los que creyeron que hallarían
casa, oficio, nombre.

Ahora, ¿en dónde te pondremos,
antigua imagen,
pasión de nuestras vida inútiles,
hermosa y sucia como un vicio?

Resistirás,
sin embargo.

Alimentada de muerte
en uno y otro día,
aunque quisiéramos,
ninguno te podrá abandonar.

 

LAS NUBES

Van muy altas las nubes
                                       –sólo
para los ojos y los dedos del sol.

Sobre el humo
y las plazas que balbucean árboles
o el cuarto blanco y negro –de quién
o las esquinas de ira fija
sin párpados.

Lejos,
sobre los baldíos del amanecer
y el cadáver de turno.

Van muy altas,
con su arco iris y sus liras,
y nadie sabe ya por qué
ni cuándo ni cómo.

 

PREGUNTAS RETÓRICAS

                                                     (Patio)

¿A quién atormenta la buganvilia violácea
con su cuerpo profuso y sus garfios de hembra?
¿De qué noche ha llorado el jazmín
su vía angélica, descendida
pena tras pena?
¿Cuál es el corazón que entrega el granado
al diente agridulce de la sed?
¿A quién finge el laurel, rosa y hierro,
mesura clásica
bajo el cielo?
¿De qué día imposible expone el sol
la retama amarilla,
tu Amarylis?

 

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DIEZ POEMAS PUBLICADOS EN HABLAR DE POESÍA 41 (AGOSTO 2020)

EL LLAMADO

Llamo a las palabras
como a los pájaros en el jardín, ofreciéndoles
agua y pan de un silencio,
que se parece a mi vida.

Ellas vendrán,
si vienen, a decir su aleteo,
su trino alegre o lúgubre
en torno a mi mano:

para que yo sepa, de verdad, escuchándolas,
cuál ha sido la ofrenda.

 

MAÑANAS

1

Los grandes titulares, las montañas: hay nieve.
Y la escueta noticia, en un rincón
del valle:
               la flor primera,
la del durazno.

2

Densidad de distancias y mañanas maduras
−a espaldas dela casa,
en las quintas sin nadie−:

muerdo en las frutas, tu sabor.

 

LUGAR DE REUNIÓN

El hombre que ahora escribe,
con mano que se cierne mortal,
escribe para los ojos de su muerte.

Busca un lugar de reunión.

Árboles desaparecidos y futuros,
las fuentes que no cesan, circulares,
tus ojos y su boca:
                              ¿hay una plaza
sin nombre, a donde dan todos los
días?

Busca un lugar de reunión,
escribe para los ojos de su muerte.

 

VENUS

Cuando llegas, nadie te anuncia,
aún oscurece piedra y piedra la tarde
y apaga arriba o halcón o paloma,
sus animales de fuego.

Y los árboles ya son objetos de la noche.

Todo cicatriza, como un párpado;
damos la espalda al cielo.

Pero tú abres puertas,
te instalas y desnudas,
e inicias, en los declives de la sombra
−fijo planeta, rara diosa−,
el esplendor de la mujer y el rocío…

 

EL ANILLO DE PLATA

He puesto en tu mano
una suerte de anillo
de sustancia lunar.

(Aunque brille en tu día,
su secreto prestigio
pertenece a la noche.)

Un anillo de metal paradójico,
que exalta y condena;
ligero como un sueño o tu gracia,
pálido como un adiós.

 

ESTÁ NEVANDO

Es la visita,
esta vez no esperada, de la nieve:
el día yermo, afuera.

(Así un país, de pronto
desconocido.)

Pero yo salgo
a recibir el don, el roce incierto
−tan real, sin embargo−,
de su virgen del frío.

 

ESTELA

                    A Manchita, su gata

La poesía, como el ángel
de Rilke, no distingue
entre vivos y muertos:
                                    así,
aún te habla, en esta noche,
tal como si estuvieras, dormitando,
cerca del fuego.
(Y dice que mi mano, en su verdad,
te acaricia.)

 

GOLONDRINA

                             (Últimos días)

Aún la puedes ver,
                    oblicua el ala,
surcar al sesgo el sur
de su partida:
                      ambigua
poesía, de presencia y adiós,
que reconoce el ojo
−y que agradece.

 

LLUEVE

                          A Ricardo Herrera

Palabras de la lluvia en la noche del valle,
que escucho –escucho,
sin alcanzar a traducir:
                                     diría,
es la respuesta a una plegaria
ignota. (Que hace suya,
ahora, mi aridez.)

Sí, lluvia: igual a gracia
de absolución.

 

MADRUGADA DE INVIERNO

                                                       (Viejo poeta)

Ha cerrado la puerta.

Atrás, queda la noche,
con su árbol escalofrío,
su calle escarcha.

Aquí, la espera
−es un adiós− del ascua última:
él se entrega a su hora,

y en la sala en penumbra,
figura del olvido,
deja vagar la estrofa
que abandona el azar.

 

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DE LA NOTA EDITORIAL FIRMADA POR RICARDO HERRERA EN HABLAR DE POESÍA 27 (JULIO 2013)

En el momento de intentar definiciones de la poesía hay reliquias de la lengua que resisten la embestida del tiempo y vienen en nuestra ayuda: versos que no se dan por vencidos, que retornan una y otra vez a nuestra mente, fragmentos vivos de realidades rotas, incluso pulverizadas. Cuando además de lecturas hay memoria, el oído alberga milagrosas supervivencias sonoras de voces que grabaron en nuestra literatura una Inicial de oro. Tal el título del primer poema de la obra ordenada de Fernández Moreno, poema que comienza con una humilde declaración de amor al país natal: “Nací, hermanos, en esta dulce tierra argentina…” Al tiempo que expresa voluntad de arraigo, Inicial de oro propone una renovación de la alianza con la lengua madre, ya que el poema concluye con un elogio del idioma español: “un divino parlar. / Un parlar montañés… / (…) / El mismo que ennoblece, hermanos, mi cantar”. Veinticuatro años después de escrito ese soneto inaugural, en un extenso poema-prólogo a Gallo ciego, el primer libro de su primogénito, también poeta, vuelve a aparecer la palabra “oro”, otra vez puesta en relación con el idioma, considerado como un tesoro: “En cuanto a idiomas, todos, pero ama el español, / ese lingote de oro disperso bajo el sol…” Tal el mandato del padre al joven poeta que se lanza a la arriesgada aventura de escribir la vida en versos. Esa prescripción –amor al idioma– puede que constituya la base más sólida a la hora de intentar establecer qué es poesía. Fernández Moreno no ignoraba el riesgo que corría al escribir esas líneas; no por nada afirma en el poema: “Nunca un poeta joven sabré como me mira: / si con admiración, con desdén o con ira…”

       Junto a esos y otros versos de igual temple, también siguen latiendo en nuestra memoria las viejas formas, los viejos metros, las estructuras verbales que a lo largo de los siglos han ido pasando de un pueblo a otro, de una lengua a otra, pautando lo que hasta hace apenas pocas décadas fue tenido por música de la poesía. No obstante esa historia milenaria, todo parece indicar que la noción de verso atraviesa una de las peores crisis de su larga existencia. Tal vez exagero; en todo caso, es razonable suponer que difícilmente la historia de la poesía continúe siendo considerada como transmisión de formas en el futuro.

       En relación con el progresivo deterioro de la dimensión formal de la poesía –que no es total ni mucho menos, ya que tiene sus fieles– hace poco participé en una experiencia impremeditada que me ayudó a fortalecerla. N., un amigo, con la intención de ponerle un límite a las constataciones de la crisis, me propuso ilustrar la virtud de la lírica recordando un poema de Fernández Moreno, un poema ocasional dedicado a un fortuito compañero de bohemia. Su propósito, presumo, era poner de manifiesto lo que el amor al idioma y a la forma puede llegar a generar a partir de un acontecimiento mínimo. El poema en cuestión, un soneto, data de 1932; supera por lo tanto holgadamente el medio siglo de añejamiento, lapso que alguna vez se consideró necesario para juzgar con imparcialidad la salud de un texto literario. Aunque tengo buena memoria y suelo recordar los versos que me atraen, no soy afecto a las recitaciones, ni siquiera a las que se generan de modo casual en un encuentro de devotos del oficio. Sin embargo, sustraerme a la propuesta de mi amigo era imposible, de modo que me entregué a ella, fiel y respetuosamente.

       Antes de comenzar, N. alzó la vista hacia el ventilador del cielo raso de la sala de su casa y, tomando aliento, como quien remueve escombros literarios en la memoria hasta dar con el tesoro buscado, escandió lentamente los primeros versos del poema:

 

No habíamos hablado dos veces en la vida.
La noche que supimos la muerte de Darío
te encontré en el café de Perú y Avenida
y esa noche rodó tu llanto con el mío.

 

       Al hacer el silencio de la pausa, N. no pudo contenerse y celebró la calidad del arranque. Repitió con estupor el verso de apertura: “No habíamos hablado dos veces en la vida… ¡Qué comienzo magistral!” Extraordinario, en efecto: un súbito salto al corazón del tema, hecho desde un ángulo impensado. La sola mención del nombre de Darío basta para hermanar las almas de dos hombres que –casual o intencionadamente– se ignoraron hasta esa desolada noche de duelo.

       El segundo cuarteto estaba enterrado en un estrato bastante más profundo de la memoria de N., de modo que surgió con algunos contratiempos. Los reproduzco gráficamente a continuación, dilatando los espacios en blanco y abusando del uso de corchetes y puntos suspensivos, con el propósito de dar una idea del tempo en que se desarrolló la recitación:

 

Y  […]  caminamos juntos  […]  por la ciudad dormida,
bajo el cielo de estrellas  […]  calientes  […]  del estío.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Ya venía la luz  […]  por el lado del río
cuando te dejé solo  […]  en la hora  […]  perdida.

 

       Al igual que la incipiente claridad del alba, la criatura poética nacía con dificultades, entre pausas de angustiosa oscuridad y repentinos fulgores de sentido. Esta dificultad para nacer (o renacer) “en la hora perdida”, comenzó a seducir mi atención. En sus convulsiones por alcanzar la vida, por sobreponerse al peso de sus ochenta años de edad, el cuerpo del poema rejuvenecía, adquiría presencia. Otro tanto sucedía con N., ya que también él anda por los ochenta. El arcaico prodigio de la transmisión oral se estaba llevando a cabo como en la antigüedad, en una apacible y calcinante tarde serrana de enero de 2013, con las obligadas dudas y variantes de vocablos que toda transmisión oral trae aparejada. Mi oído escéptico y agnóstico recuperaba poco a poco la fe en la palabra poética.

       Al llegar al primer verso del primer terceto, la memoria de N. flaqueó un momento; reemplazó un hueco en el alejandrino con un tarareo que imitaba el ritmo del verso. Atravesamos a saltos esa laguna (“despertaba [ta-tá-ta] – el alba bulliciosa”) que, después se supo, rezaba como sigue:

Despertaba en carritos el alba bulliciosa

y rápido pisamos la tierra firme de los dos versos siguientes, que completan la apertura de la escena crepuscular del teatro del mundo:

y el fondo de la calle era un telón de rosa.
Me volví para verte, deja que lo recuerde:

       Tras un breve intervalo, la estrofa final despuntó en lejanía, sin contracciones ni dolores de parto, muy lentamente:

los pantalones flojos, las piernas vacilantes,
y en las manos nerviosas el bastón y los guantes.
El sol manchaba de oro tu viejo chaqué verde.

 

       No obstante todo el arte que comporta su hechura, el terceto posee la gracia de una instantánea tomada al pasar. La pincelada dorada de la última línea le confiere una especie de riqueza simbólica a la figura vencida del amante de la poesía.

       El poema, un tácito homenaje a Darío, fue interpretado por N. recalcando el valor de cada palabra, de cada sílaba, como si se tratase de un estudio musical. Fue una interpretación ardiente pero contenida, que se abstuvo por completo del uso del pedal. En los balbuceos de la pausada y persuasiva recreación sonora, el poema dejó atrás su aire de época, transformándose en una proeza idiomática. Uno de los presentes alabó el logrado perfil chaplinesco del destinatario de la composición, Carlos de Soussens, otro la calidad plástica del amanecer esbozado por el poeta. Tras esas moderadas exaltaciones, se procedió a buscar la página del libro de Fernández Moreno que contenía la obra, a fin de realizar una lectura formal. Se hizo, pero con otra voz. Curiosamente, la lectura me resultó menos feliz que la anterior rememoración. Distanciado del trabajoso parto de la memoria, el soneto me sonó más rotundo, más sólido, menos incorpóreo, menos vago. Cesó su musical oscilación de sonámbulo, la perfección de la forma acusó en algún momento la rigidez de una estatua conmemorativa dedicada a la fugacidad de un instante ido.

       La poesía nace en la voz y reclama el oído para ser juzgada, sobre esto no caben dudas, pero la recitación, aun siendo sobria, comporta una impostación de la voz que puede llegar a extraviar la naturaleza del silencio que la poesía demanda para existir. La forma construye y destruye, da vida y da muerte, a veces traza una línea demasiado neta entre la irrupción del espíritu de la voz atesorado por la escritura y las ocasionales cuerdas vocales que llevan a cabo la representación de su presencia viva. Estas conclusiones provisorias y personales me devuelven a la inquietud con la que comencé esta nota: ¿qué es poesía? A la luz de lo narrado, diría que constituiría un error considerarla un mero hecho libresco, ya que la poesía vive –cuando vive– fuera del libro: vaga en el silencio de la mente (el más acogedor de los silencios) como una especie de mantra que el solitario repite a fin de recrear momentos de felicidad verbal, de plenitud vital de la palabra. Es también escritura indeleble en la memoria, y, cuando no hay memoria, es simiente o ceniza en la paz de la página.


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