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Cuncta resigno: Horacio y la libertad

Cuncta resigno: Horacio y la libertad

Esta entrada del Portal Web es un fragmento del comienzo del artículo “Cuncta resigno: Horacio y la libertad”, publicado en el número 46 en papel de Hablar de Poesía (diciembre 2022), en el que Alejandro Bekes analiza cómo se muestra a sí mismo en sus poemas, en relación con la libertad, el célebre poeta latino Quinto Horacio Flaco.

El prólogo del Quijote es, como corresponde, la parodia de un prólogo. En medio de las citas diversas y entreveradas que lo pueblan, hay una que dice: Non bene pro toto libertas venditur auro –“no se vende bien la libertad por todo el oro del mundo”–, atribuida allí vagamente “a Horacio, o a quien lo dijo”. En realidad, al hexámetro lo escribió un fabulista medieval, Gualterus Anglicus, y es el penúltimo verso de su fábula De Cane et Lupo, “El perro y el lobo”, recreada a partir de Fedro. El verso último dice: Hoc celeste bonum preterit orbis opes, “este don del cielo excede las riquezas del mundo”. El lobo hambriento y ruinoso, en la fábula, prefiere su áspera libertad antes que el bienestar del perro gordo y lustroso, que tiene la marca del collar en el cuello. Es claro que la libertad se define mejor como aquello que todo prisionero desea. Y esto sí puede atribuirse sin error a Quinto Horacio, el poeta.

Horacio era hijo de un liberto. Esto quiere decir que su padre había sido esclavo. En la Roma de los Césares, un esclavo podía ganar su libertad por algún mérito que su amo tuviera a bien reconocerle, o comprarla, invirtiendo en ella su peculium, el pequeño ahorro que había ido formando con propinas y changas. Lo cierto es que el padre del poeta, ya hombre libre, se ganaba el pan como exactionum coactor (recaudador de impuestos), según afirma Suetonio, aunque otros dicen que era salsamentarius, vendedor de carne salada. Horacio, en una de sus sátiras (1, 6), expresa su emocionada gratitud a ese padre que fue capaz de enviarlo a estudiar a Roma, con los hijos de los centuriones, y después, increíble pero cierto, a la propia Atenas: Horacio fue alumno de la Academia platónica, compañero de estudios de aristócratas como Mesala Corvino y quizá incluso –aunque fugazmente– de Marco Bruto, que había matado a Julio César. Bruto recorría Grecia en busca de aliados. Horacio se le sumó y combatió de su lado, contra los herederos de César, en la batalla de Filipos. Su bando perdió, como se sabe; veintitrés años después, cuando ya era el poeta más estimado de Augusto, aún se sentía movido a escribir, en la segunda epístola a Floro (Ep. 2, 2, 41-9):

Romae nutriri mihi contigit atque doceri
iratus Grais quantum nocuisset Achilles.
Adiecere bonae paulo plus artis Athenae,
scilicet ut uellem curuo dinoscere rectum
atque inter siluas Academi quaerere uerum.
Dura sed emouere loco me tempora grato
ciuilisque rudem belli tulit aestus in arma
Caesaris Augusti non responsura lacertis.
Vnde simul primum me dimisere Philippi…

En Roma me fue dado alimentarme y ser enseñado
de cuánto mal trajo a los griegos la ira de Aquiles.
Sumó la venturosa Atenas algo más de cultura,
como que yo quisiera distinguir de lo curvo lo recto
y la verdad entre los bosques de Academo buscara.
Pero los duros tiempos me arrancaron de un sitio a mí grato
y la furia civil me llevó, bisoño en la guerra, a unas armas
que no resistirían a los brazos de César Augusto.
De todo eso, en cuanto me hubo licenciado Filipos…

Su posterior adhesión al nuevo régimen no se explica sólo por las amistades que le trajo su poesía (Virgilio, Vario, Mecenas) sino por el momento histórico. Los tempranos Epodos 7 y 16 –los más logrados de la serie, más allá del 2, el célebre Beatus ille– expresan sin medias tintas la desesperación de un ciudadano cabal ante la desenfrenada violencia interna; más tarde, la oda 1, 14 nos muestra al poeta todavía angustiado por el futuro de Roma. Después de medio siglo de guerras civiles, la “restauración” que proponía el nuevo César parecía lo único viable, la única posibilidad de evitar la desintegración del mundo romano. Esa adhesión no fue nunca, por otra parte, tan plena como la de Virgilio. Basta leer la sexta de las seis “Odas romanas” (Odas, 3, 1-6): después de cinco piezas celebratorias y relativamente triunfales, viene una sombra a oscurecerlo todo:

Damnosa quid non inminuit dies?
Aetas parentum, peior auis, tulit
nos nequiores, mox daturos
progeniem uitiosiorem.

¿Qué no degrada el pernicioso día?
Nuestros padres, peores que los suyos,
nos hicieron más vanos, y daremos
a luz una progenie aún más viciosa.                     

(…)


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