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Dos reseñas (Solinas, Herrera)

Dos reseñas (Solinas, Herrera)

DEJARSE IR
[Sobre El pozo y la cima (Editorial Pre-textos, 2022) de Enrique Solinas]

por Ricardo H. Herrera

 

Conocí a Enrique Solinas a fines del siglo pasado, cuando estaba preparando el primer número de Hablar de poesía. Él ya llevaba publicados tres libros por aquel entonces, uno de ellos El gruñido, mi preferido, desfavorecido por su editor ocasional, que limitó el tiraje a 20 ejemplares. Me interesó ese libro oscuro, enigmático, fruto de una situación límite; tuve que releerlo varias veces hasta sentirme en condiciones de afrontar su comentario. “Entre el poder de la palabra y la palabra del poder” fue el título que le di al texto en cuestión, demarcando el espacio de la lucha del poeta contra una realidad dominada por ojos hostiles. En el siguiente número de la revista volví a hacerle lugar a Solinas: publiqué una secuencia de cuatro poemas inéditos titulada “Los miedos”. Nueve años después, en el número 19, aparecieron siete poemas de Fuegos de San Juan. Hasta ahí se prolongó en el tiempo mi vínculo con la poesía de Solinas; renovado ahora con la tentativa de hacerle justicia a las páginas de El pozo y la cima, su último libro, publicado recientemente en Valencia por la editorial Pre-textos, en una edición bellísima.

Al igual que El gruñido, también este libro surge de una situación límite. Si en El gruñido era la amenazada noción de identidad lo que estaba en juego, en El pozo y la cima lo que está en juego es la poesía misma: la devastadora irrupción de la muerte ha agotado la sed de la esperanza. Simultáneamente, al perder a sus legítimos destinatarios las palabras “van perdiendo / el color del sentido”. Era la vida real la que coloreaba la vida imaginaria edificada con palabras, paradoja imperceptible en tanto los seres amados estaban con vida, cruda verdad abrumadoramente manifiesta en la hora póstuma. Dicho brevemente: la poesía de Solinas ha entrado en agonía, duda de su propio ser, lucha por fortalecerse y perforar el muro de oscuridad. Por el momento, lo que alcanzamos a oír son las conmovedoras súplicas de un ser anonadado por el brusco giro del acontecer que le ha arrebatado en un breve lapso todo lo que amaba. En tal situación de duelo, su verso asume un buscado tono menor, muy pausado, levemente remoto y reiterativo, decididamente coloquial. Esta prudencia en el descenso es sabia, porque sin perder de vista la posibilidad de un liberador ascenso a la cima, evalúa llanamente, sin énfasis ni desdén, la inhabitable miseria del pozo:

 

Oscuro corazón, hemos llegado
hasta el lugar donde todo
está muerto y el deseo,
el deseo simplemente
ha dejado de existir.

 

En este breve pasaje, que se abre con un endecasílabo heroico y continúa con cuatro octosílabos de entonación descendente, podemos observar el diminuendo que caracteriza gran parte de la dicción poética de Solinas, el pasaje del verso ritual, de arte mayor, a una elocución poco menos que prosaica, subrayada por el adverbio “simplemente”, que rebaja lo simple a una condición extrema de simpleza o sencillez. También se da en ocasiones el caso opuesto, de índole ascendente, como en el gran poema titulado “El cuerpo de la desaparición”, pero no obstante la elevación de la meta siempre hay algún detalle que resguarda el tono menor. La situación es aplastante, enorme, y para enfrentarla el poeta opta por una estrategia humilde. 

Hay también una impronta ascética de índole terapéutica, que encauzada por el uso intensivo de la anáfora y la rima interna logra momentos de desolada desnudez íntima, como en el poema “Dejarse ir”, cuyo remoto fantasma formal es el soneto, con sus dos cuartetos iniciales, que despliegan el tema de la ascesis, y sus dos brevísimos tercetos conclusivos que lo cierran con una ligera alusión a una eventual metempsicosis o, más probablemente, al mito del eterno retorno de lo mismo:

 

Suelta el tiempo su alma, suelta
las teorías sabias, la armadura del tiempo, suelta
lo material que ya no te pertenece,
el aroma del miedo en el filo de esta tarde.

Suelta tu corazón, los sueños inconclusos, suelta,
ya no habrá mañana para vivir.
Y aunque parezca triste esto que digo, suelta
la razón que no contenta a nadie.

Porque morir es terminar
y soltar el mundo
conocido.

          Porque morir es empezar
          de nuevo la vida
          otra vez.

 

El desasimiento como determinación ética deja su marca en casi todas las páginas del libro, un libro que atesora una fuerza de secreto innegable, ya que no agota su sustancia tras sucesivas lecturas; por el contrario, el estupor ante la irrealidad que despliega la muerte al manifestarse obliga tanto al poeta como al lector a cavar en sus páginas una y otra vez, ya para explorar el pozo, ya para atisbar la cima. Conmueve la plenitud de este ocaso de sentimientos irrepetibles que se consuman en un final dramático, aunque muy contenido, clausurando definitivamente un ciclo de la historia del corazón. En la distancia que va del pozo a la cima quedan flotando algunas preguntas que para Solinas no son nuevas (probablemente lo acompañan desde su infancia, porque a la infancia remiten) pero que adquieren en el contexto del libro una inquietante resonancia:

 

¿Qué hará el muchacho,
        ahora,
que lo ha perdido todo?

¿Qué va a hacer el muchacho,
        ahora,
con tanto dolor?

 

Para esta doble y ardua pregunta Solinas tiene respuestas oscilantes, momentáneas, de dos caras: dejarse ir, aceptar la muerte, desear la muerte, hablar para callar, ojos abiertos y ojos cerrados, aprender a escuchar, aprender a olvidar, aprender a crecer. Las palabras muestran su faz de luz y su faz de sombra, tiemblan, se abrazan aunque sean opuestas, aunque no se entiendan dan cuenta de la crucifixión del amor. Hay una ambigüedad heracliteana en el logos de Solinas (“No es que me estoy yendo, dije, / es que estoy regresando”, “Hoy me alegré / por tanta melancolía desierta”). Cuando la fricción entre los opuestos genera la llama de un estado de armonía, nace de la pasión un río de venturosa fluidez verbal, un río de amor cuyas aguas confluyen en la mirada del poeta portando el olvido pacificador e iluminante.

 

A veces creo que somos
nada más que palabras,
lanzadas contra el viento.
A veces creo que ni siquiera
somos lo que creemos ser.

Por eso ahora miro el río
y encuentro al que soy
en mis propios ojos.

Y dejo que el agua se vaya
donde todo se pierde,
donde todo se olvida.

Como el tiempo se va,
me voy,

y me abandono al mundo,
y puedo ser feliz.

 

***********

 

EL DESEO DE CORRER TODOS LOS VELOS
[Sobre Caligrafías (Ediciones En Danza, 2022) de Ricardo H. Herrera]

 por Valeria Melchiorre

 

La voz que da carnalidad, y no únicamente entonación, a estas Caligrafías se pregunta en el primer poema del libro “¿Aún estoy vivo?”. Lo que sigue es una agradable confirmación, porque quien escribe luego ya hace tiempo decidió un camino ―la opción por la técnica, un clasicismo a ultranza, la elección del tono melancólico―, que aquí encuentra una leve fluctuación. ¿Qué más vitalidad que animarse a salir de ciertos ruedos? Del yo habitual, por ejemplo, el que en los poemas del mismo Ricardo Herrera se complacía en paisajes ya marinos ya campestres. Ese yo masculino de la contemplación y de la vivencia íntima, de una sensualidad finamente domesticada,  aquí podrá ser “La fogosa Momoko”, quien habla y confiesa como una casquivana: “Ya casi no recuerdo ningún cuerpo/ de tantos que durmieron a mi lado”; o quien describe a la niña abusada en “Exvoto”: “No lograbas amar. Los abusos paternos,/ los castigos carnales, la inquietante paliza/ tan temida y gozada, esa cruz y delicia”. Asimismo, la nostalgia podrá encontrar un cauce cuyo locus amoenus, y por ende el lugar donde abreve el lenguaje,  se aleje de ciertas zonas ya transitadas. Esto sucede en “Pozzomaggiore, un recuerdo”, donde se cosechan “espárragos salvajes”. Surge con claridad quizá, en este giro que adopta Herrera, desde ya siempre aferrado a los ritmos que le son sagrados y a una concepción muy estricta de lo que es un poema, el deseo de correr todos los velos: “Ahora me desnudo con ardor/ y el corazón me late con violencia/ bajo el ojo del sol”. Este estado buscará ser una constante “en palabra y en obra”. Para los amantes de Pierre-Jean Jouve hay un corolario: tres imitaciones y una nota preliminar, que es la historia de esa pasión con el poeta admirado. Es justamente ese aspecto del recorrido de Herrera lo que es digno de destacar, aunque uno no coincida con las apropiaciones y las restricciones impuestas. No son pura dispersión sus libros, hojas libradas al azar, irrupciones improvisadas en un campo cultural que, felizmente, por lo democrático, constela en su entramado variados estilos, modalidades e intenciones: aquí hay una cultura como cantera donde cavar, una casa que requiere materia sólida, y una cuidada construcción.

 

Ahora me desnudo con ardor
y el corazón me late con violencia
bajo el ojo del sol.

No me importa la muerte, gozo el tiempo
que desgasta mi cuerpo y pule el alma
hasta ser un guijarro transparente.

Cada vez más secreta, la existencia
se embosca en prietos pliegues — como el sexo
de una joven selvática — y sonríe.

¿Quién soy? — pregunta. Puedo ser lo que quieras,
puedo plegarme a todos los deseos;
saciaré tu apetito.

Me desangra la astucia de su encanto,
acrece el desconcierto y mi ignorancia,
pues me cuento entre aquellos que han amado.

 


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