por Helen Vendler
Traducción de Eugenia Santana Goitia[1]
Wallace Stevens siempre se había negado a ceder a los deseos de Alfred Knopf y publicar su poesía reunida; probablemente, Stevens pensaba que un libro de esas características supondría una clausura prematura de su vida como escritor. Pero finalmente, después de terminar una serie de poemas nuevos (que luego llamaría La roca) y temiendo (con razón) que no viviría para publicar otro libro, Stevens permitió que se publicara su Poesía reunida, que vio la luz en el septuagésimo quinto cumpleaños de Stevens, el 2 de octubre de 1954. Diez meses más tarde, Stevens murió de cáncer de estómago. Durante los cinco años anteriores a su muerte, como se ve en sus últimas cartas, su energía comenzó a menguar y sus sentidos empezaron a volverse menos receptivos; incluso la llegada de la primavera, que siempre le levantaba el ánimo, dejó de ser el santo remedio que siempre había sido para él. “A esta edad madura”, le escribió a su amiga Bárbara Church en abril de 1950, “el mundo se vuelve un poco tenue… Este año, la llegada de la primavera me ha sido indiferente”. Lo sorprendía “el aspecto a veces aterrador del pasado, en el que tantas personas que conocimos se han esfumado, casi como si nunca hubieran sido reales” (L, 954). Después de que una cirugía revelara un cáncer terminal, Stevens confesó, un mes antes de su muerte, “ya no hay ninguna posibilidad, creo, de que escriba nuevos poemas. Cuando estoy en casa, dormito la mayor parte del tiempo” (L, 995). En La roca, hay muchos poemas que simbolizan y representan la interfaz entre la vida y la muerte, pero también voy a mencionar, para lograr una descripción más completa, otros poemas tardíos sin recopilar y dos poemas anteriores a La roca.
En La roca y en otros poemas, escritos demasiado tarde para entrar en la Poesía reunida, Stevens analiza tres premisas centrales acerca de la última fase de la existencia, el momento en el que la vida se enfrenta a la muerte. Las primeras dos premisas (que la edad es una estasis paralítica del cuerpo al igual que de la mente y que la muerte es un horror biológico) lo angustiaban. La tercera premisa, sin embargo, es que la mortalidad le confiere a la vida un valor compensatorio. Estasis, horror y honrar la vida incluso al borde la muerte: analizaré esas tres premisas considerando las diferentes presiones emocionales que cada una ejercía sobre Stevens, y las invenciones imaginativas de estructura y estilo que el poeta desarrolló en consecuencia.
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Es fácil comprender por qué Stevens, escribiendo sus poemas en la soledad de la noche, en un pequeño cuarto ubicado en el piso de arriba de su casa de Hartford, inventó una musa interior que le recordara el valor supremo del “rendezvous más intenso” entre poeta y amante-musa. Pero cuando Stevens habla del final de la vida con su propia voz, a menudo produce un tono decididamente más sombrío. Cuando la muerte se acerca, la estructura de la realidad se le figura a veces enteramente entrópica, a punto de detenerse en una estasis final. Esta premisa genera un problema de representación: ¿cómo puede un poema permitirse evolucionar de manera dinámica, como un estructura orientada al futuro (como ha de ser) si su deber temático es representar la estasis? En este punto, a pesar de su familiaridad, hay que citar su famoso poema “El sentido desnudo de las cosas”, porque es un ars poetica de la poesía de la estasis, que escenifica la ruina irreversible.
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[1] Esta entrada es un fragmento del artícuo “Mirar hacia lo peor: Sobre La roca de Wallace Stevens”, publicado en el número 45 en papel de Hablar de Poesía: una traducción del segundo capítulo de Last Looks, Last Books: Stevens, Plath, Lowell, Bishop, Merrill, en el que Helen Vendler analiza los últimos libros de cinco grandes poetas estadounidenses.