por Ricardo H. Herrera[1]
Desde que empecé a escribir poesía mi empeño ha sido siempre el mismo: recuperar las cualidades que le son inherentes, cualidades dejadas de lado por la tendencia a mistificar de un modo irracional todo conato de vanguardismo. La época, pensé desde un principio, por su índole regresiva no puede ser determinante; la regresión es un problema oscuro, sin duda, pero también puede ser un estímulo para avanzar hacia la claridad, esto es: hacia la posibilidad de redefinir el valor de la tradición, entendida no como imposición, sino como conciencia de la totalidad del pasado en el presente.
Cuando el poeta pierde esa conciencia de la totalidad del pasado en el presente, la poesía entra en estado de regresión: deja de ser libre, se limita a reiterar el gesto vanguardista. Todo lo fútil sale a la superficie cuando, sometida por la indigencia, la poesía pierde la libertad. Allí donde la vacuidad oprime y el poder del ruido es omnímodo, el facilismo medra. Es en estos nuevos e inauditos desiertos donde la poesía genuina debe hacer su camino. Más allá de la capacidad de crear el silencio necesario para tornarse audible, una voz capaz de sobreponerse a la tendencia regresiva de la época no puede ser producto de la improvisación; será fatalmente hija legítima de la lengua, conocida a fondo en todo su desarrollo histórico. Dando por descontada la insoslayable fortaleza de ánimo necesaria para afrontar una crisis de proporciones babélicas, el fenómeno poético que deseaba y sigo deseando fomentar es de naturaleza eminentemente artística: tiene que ver con la eficacia de la expresión, con un proceso de regeneración del significado de las palabras llevado a cabo por una esforzada y concienzuda decantación formal. Tiene que ver, también, con la capacidad de reconocer la vertiente viva de la tradición de la lengua, con la disposición a releer con inteligencia poética la poesía del pasado.
Para no perderme en la irrealidad de los sueños incumplidos, daré un breve ejemplo de la eficacia que es propia de la poesía a que hago referencia, deteniéndome en un único verso de Sentimiento del tiempo, libro crucial de Ungaretti, ya que su poética responde a un principio constructivo similar al que sostengo. Leer un verso escrito en otra lengua nos ahorrará camino, nos orientará inmediatamente hacia el horizonte de lo incontaminado: la palabra poética aparece limpia de todo valor de uso al ser pronunciada en otra lengua, se presenta con el esplendor de lo intacto. Limpidez acústica subyugante y grafía de trazo indeleble, eso es la poesía. Para poder vislumbrar la facultad liberadora de la palabra poética, para abrir su hondura semántica, es preciso percibir cabalmente el espesor material del verso, ya que es en su masa sonora donde la significación encarna, donde se realiza la verdad de la poesía. Cito el verso de Ungaretti:
Quando hai segreti, notte hai pietà.
Se trata del segundo verso del poema titulado el “El capitán”, un poema en el que se evoca un episodio de la Primera Guerra Mundial, en el cual participó el poeta. Un espacio en blanco precede el verso citado y otro espacio en blanco lo sucede; es un verso casi autónomo, está como suspendido en un silencio prenatal. En ese silencio irrumpe la voz del poeta con su invocación a la noche, noche que fue sucesivamente piadosa y despiadada, ya que al principio prometió vida y al final impuso muerte, aniquilando las ilusiones, las promesas, los secretos. La fuerza ascensional de la invocación converge hacia el centro del verso, hacia la palabra noche. La expresión es extremadamente concisa, tiene las características de un apotegma. La aceleración de este endecasílabo de ritmo yámbico es difícil de verter al castellano. Queda poco o nada de su potencia expresiva en la traducción a la letra que permite el uso del verso alejandrino:
Cuando tienes secretos, noche, tienes piedad.
El verso original es intenso, el verso traducido lánguido. La inflación silábica, el cambio de la regularidad acentual y la pérdida de las aliteraciones en t (segretti-notte-pietà) generan una irreparable pérdida de energía poética en esta primera versión. Ensayo una segunda, más compacta:
Si en la noche hay secretos, hay piedad.
Tampoco me convence el giro condicional de este endecasílabo abstracto que torna impersonal a la noche; no le hace justicia a la fulminante entonación del verso original: íntima y oracular a un tiempo. El parecido entre el idioma italiano y nuestra lengua es engañoso, la verdadera poesía se resiste a la traducción, pertenece de modo absoluto a la lengua de la que ha nacido. Incluso es posible ir más lejos y afirmar que el poeta debe asimilar completamente la tradición, hasta el punto de dotar a su palabra de un distante imperio virginal, esa especie de soplo selvático que es propio de toda auténtica voz poética. Repito el verso:
Quando hai segreti, notte hai pietà.
¿No es extraordinario que un único verso nos permita entender de modo sensible qué es poesía, y, al mismo tiempo, percibir la dimensión liberadora de la palabra poética? Con la palabra “secretos” el poeta se refiere a las promesas hechas a la vida por el pasado legendario de sus antepasados campesinos, por el eros pasional, por el fervor patrio; también alude a un sistema de creencias otrora firme, tambaleante en el momento en que escribe su lacónico veredicto sobre la vulnerabilidad de la noche mística, luminosa de misterio alguna vez. La impiedad del odio humano ha destruido la sacralidad de la noche, ha extinguido la fe, ha vaciado de significado a las palabras. Y sin embargo ―paradójicamente, milagrosamente― la promesa hecha a la vida durante la infancia y la juventud no muere del todo: retorna transfigurada, encarna en la fuerza verbal de la sentencia que constata la pérdida. Evidentemente, es la desesperación la que busca y rebusca la salida de la clausura existencial; pero, también esto es evidente, sólo la forma artística vivifica el hallazgo de la provisoria fe que salva.
Es en el indisociable encadenamiento acentual y conceptual del verso donde se produce el fenómeno poético. La voz nace de un desamparado estado de ánimo y, al tiempo que toma una distancia absoluta del habla ordinaria (la distancia necesaria para hablar con un interlocutor tan distante como sólo puede serlo la noche estrellada) hace pie en los estratos más sólidos de la tradición poética de la lengua nativa. De ahí emerge el verso con una fuerza de presencia impresionante, ofreciendo consuelo intelectual donde cunde la desolación existencial. La poderosa entonación del verso redime el signo negativo de la experiencia que lo genera: salva la intrepidez del sentimiento, eleva la palabra poética a una cima religiosa por obra y gracia de un solo vocablo: piedad. Creo que ello se debe a que en un verso de tal vigor se nos hace patente su raigambre arcaica. Es la voz de un hombre de nuestro tiempo la que oímos en las seis palabras de la frase musical, la voz de un hombre curtido en una de las más feroces contiendas que ha habido, una voz libre, inconfundible, pero voluntariamente integrada a la comunidad de los hacedores de la lengua: Virgilio, Dante, Petrarca, Jacopone da Todi, Leopardi están a sus espaldas. La palabra reconforta porque está templada en la llama de un antiguo fuego, un fuego cargado de pathos trágico en el que se reconoce desde hace siglos la especie humana.
Ha bastado un único verso ‒una sola semilla, por así decirlo‒ para indicarnos en qué dirección sopla el viento del espíritu. Ha sido gracias al periódico hallazgo de este tipo de semillas mágicas que se ha mantenido con vida la poesía moderna; la ha fortalecido la inagotable fecundidad que esos minúsculos frutos verbales contienen.
[1] El presente ensayo fue incluido en Ensayos de amistad (Editorial Huesos de Jibia, 2021)