El cazador celeste

por Roberto Calasso[1] [2]

(Traducción de Edgardo Dobry[3])

A sus veinte años, Ovidio era un provinciano de buena familia que buscaba hacerse un lugar en Roma. Se resistía a la idea de entrar en una carrera seria, de esas que gustan a los padres. La retórica no lo empujaba por el lado del foro sino por el del verso, que manaba de su boca como la prosa de la de Monsieur Jourdain. El primer dios que conoció fue Cupido. Risueño, el dios le había arrancado un pie a los hexámetros y los había suavizado en dísticos elegiacos. Era un robo –y Ovidio iba a dedicar la vida a mostrar cómo el robo es ante todo un acto erótico. Entonces ya no se sentía obligado a la gravedad épica. Ovidio se veía inducido por el metro aligerado a cantar a cierta “muchacha de larga cabellera bien cuidada”. Así nacieron los Amores, fieles únicamente a la irreverencia del dios que había invadido el “corazón solitario” del poeta con una sola palabra, genérica e imperiosa: Amor.

            La impertinencia de Ovidio invistió también al soberano de los dioses, desde el principio de las Metamorfosis. En la primera de sus aventuras amorosas, Zeus se dirige a Ío llamándola “virgen digna de Júpiter” –y hasta aquí bromeaba–, pero a continuación no se contiene y habla de sí como de un dios “que no es de la plebe”, “nec de plebe deo”. ¿Existía acaso una plebe de los dioses? Idea desconcertante que el poema había ya insinuado pocos versos más arriba. En el Olimpo, a derecha e izquierda del palacio de Zeus, se abrían de par en par las puertas de las casas de los otros dioses. Más allá, dispersas e irregulares, la casas de la plebe (“plebs hábitat diversa locis”). No sorprende que, inmediatamente después, Ovidio se atreva a hablar de un “Palatino del cielo”. Porque, según su descripción, el Olimpo es una duplicación celeste de la Roma imperial. Aquel que estaba por dedicar miles de versos a una secuencia ininterrumpida de prodigios no consideraba necesario señalar una diferencia entre la morada de los dioses y a de sus conciudadanos. Nunca la vida de los dioses se había superpuesto a tal punto, hasta en los mínimos e íntimos detalles, a la de los habitantes de una metrópoli, de esa ciudad que pretendía ser la ciudad. Pero eso no atenuaba en absoluto el carácter mágico de los prodigios que estaban a punto de ser narrados. Este es el escándalo particular de las Metamorfosis: relato de un mundo tejido de prodigios y habitado por personajes –dioses, sobre todo– que razonan como si los prodigios ya solo se encontraran en los poemas. El joven Ovidio lo había anunciado con crudeza, en un dístico de los Amores: “Hablo de los falsos prodigios de los poetas antiguos,/ que no han sucedido nunca ni sucederán”.

            Elegía respiraba en un bosque tupido, con agua y una gruta en el centro. Lugar adecuado para el numen. Era ligera, cojeaba graciosamente, el vestido arrugado, inconsistente. Seco y nervioso, el poeta del que mucho se murmuraba en Roma aunque no precisamente por razones literarias, caminaba entre aquellos árboles. Pensaba en qué iba a escribir. Todo lo atraía excepto la ruidosa tragedia, con su cara de circunstancias, los coturnos de colores, la uniformidad del verso. Por otra parte, ya no se podía escribir tragedias: era asunto de funcionarios imperiales, como los sacrificios. Ovidio miró a Elegía, que le sonreía de reojo. Tenía todavía la fragancia de lo nuevo. Fingió quererla porque era joven, breve y adecuada a los mensajes amorosos. Pero no eran más que pretextos. Si la quería era porque para él representaba a la poesía misma, corriente, accidental y privada. Cuando, más tarde, estuvo entre los tracios, en la helada desembocadura del Danubio, seguía hablando en dísticos, en un desvarío sumiso, escandido como un murmullo. No había ya ocasiones para mensajes amorosos –hasta las cartas enviadas a Roma eran un soliloquio.

            Bajo un cielo de exempla, eufórico porque Cupido había dejado cojo al hexámetro, Ovidio describía por primera vez la habitación en penumbra, asediada por la canícula (“aestus erat”), un momento antes de que en el vano de la puerta se divisara el pie de la amante. Ovidio es ya plenamente el escritor moderno, para él todo es materia de literatura: la mitología entera y los gestos del rito se presentan como una rueda de variantes, un repertorio siempre disponible de movimientos, combinaciones, imágenes canónicas. La vibración religiosa está presente, en Ovidio, solo en el interior de la literatura. Es el único numen ante el que se inclina. Por otra parte, qué intolerancia a pasar una noche casta porque al día siguiente la puella debe celebrar los ritos de Ceres… Entonces, en medio de las impudicias amorosas, Ovidio apunta a un terrible descubrimiento: la muerte es quien destruye lo sagrado. “Scilicet omne sacrum mors inportuna profanat”, “La Muerte inoportuna profana todo lo sagrado”. Como si la secularización, que actúa desde siempre, no se debiera a una impiedad de la mente sino a la natural impiedad de la muerte, que invade, como una intrusa, todos los recintos. La escasez, el empobrecimiento de los ritos fúnebres, hasta la miseria a la cual se reducen, sería entonces la señal de este proceso: no solo ausente de la ceremonias que la sacralizan sino perenne testimonio adverso, la muerte inoportuna acecha todo lo sagrado a la espera de profanarlo.

            Ovidio fue uno de los primeros, sino el primero, en usar todas las intuiciones y cautelas que se consideran propias de los modernos. “Expedit esse deos”, “Conviene que existan dioses”: así se dice en el Ars amatoria. Pero el hecho de que una cosa sea “conveniente”, ¿la convierte en no verdadera? Los dioses pertenecen a las buenas maneras de la existencia. ¿Atenúa eso su fuerza? ¿Invalida su necesidad? La urbanidad de Ovidio lo ubica en el parteaguas entre magia y parodia. Carmen significa para él “encantamiento, evocación mágica”, como en el original de la palabra, pero también “poesía” en el sentido de Ronsard o de Mallarmé. “Carmen perpetuum”, la fórmula con la que quiso definir a las Metamorfosis, significa al mismo tiempo “encantamiento sin fin” y “poesía ininterrumpida”, que se abre con los orígenes del cosmos y se cierra en el instante mismo en que son escritas.

            Así, Ovidio llegó a insinuar que, si los escritores tienen necesidad de los dioses, porque son su materia prima, también los dioses tienen necesidad de los escritores: “Dei quoque carminibus, si fas est dicere, fiunt”, “También los dioses, si se me permite decirlo, existen a través del canto”. Palabras que nombran un nuevo riesgo extremo –la literatura absoluta– y Ovidio es consciente de ello, con un cierto temblor. Por eso intercala ese “si fas et dicere”. Escribe estas palabras ex Ponto, donde había sido confinado por haber cometido o por haber presenciado un nefas, algo “nefando”.

            Las Metamorfosis respresentan el último despliegue de los dioses en su plena variedad. La ocasión siguiente, cuatro siglos más tarde, fueron las Dionisíacas de Nono, pero allí todo era una larga, interminable alucinación. Entorno de Ovidio, en cambio, en el Imperio recientemente fundado, los dioses mantenían una presencia oficial. Al mismo tiempo, en Galilea, crecía un bebé judío: Jesús. En Roma, en todo caso, podía sonar preocupante la facilidad, la familiaridad con la que Ovidio trataba a los dioses. “Lo maravilloso se vuelve plausible, los dioses son humanizados, sus anales son escritos como si fueran copiados de un registro de parroquia, sus héroes podrían ser conocidos del padre del autor” (anotación del joven Ezra Pound).

            Entre los latinos, Ovidio fue el más descarado con los dioses, pero también el más versátil para el nombrar lo divino. Afrodita se le aparece y le ofrece “una hoja y unas cuantas bayas” de mirto, que se arranca de la corona que ciñe su cabeza. Eso basta para advertir el numen: “Sensimus acceptis numen quoque”, “Apenas los recibí sentí lo divino”. De pronto, todo cambia: “Purior aether/ fulsit et e toto cessit onus”, “El aire se volvió más puro/ y luminoso, y todo peso del corazón se desvaneció”.

            ¿Dónde podían comprar pelucas, en Roma, las mujeres frívolas? “Bajo los ojos de Heracles y frente al coro de las vírgenes”. Debe entenderse: en el Circo Flaminio, frente a las estatuas de Hércules Musageta y frente a un grupo de las Musas que lo siguen. Pelucas y estatuas: Ovidio era el mejor guía para encontrarlas y combinarlas. Los diversos cultos eran también un pretexto para que el ojo individualizara a las más atractivas puellae, las muchachas que parecen haberse dado cita en esos lugares. “En Roma se reúne todo lo que en el mundo ha existido” decía Ovidio, con una fórmula similar a la que en India se usó en el Mahabarata. “Van al teatro para mirar y ser miradas”. Pero lo mismo se podía decir de las ceremonias. No había necesidad de elegir entre “los ritos del sábado celebrados por los judíos de Siria” o “los templos egipcios de la novilla vestida de lino”, dedicados al culto de la diosa Isis, o también otras ceremonias que Ovidio no precisa. Las equipara a todas, a los fines de la caza amorosa, al “runrún del Foro”, allí donde disertaban los jurisconsultos junto a las Ninfas de la fuente Appia. Signo de una total disponibilidad y ductilidad hacia toda forma de lo sagrado y de lo profano. Este era el presupuesto de Ovidio –la condición preferida por él, que solo podía manifestarse en la era de Augusto.

            Al principio, Ovidio quiso estar junto a Tibulo, Propercio y Cornelio Gallo, practicando la elegía como crónica de las oscilaciones de ánimo en quien ha sido herido por Eros, entre la euforia y la desolación. Después concibió un plano que lo separaba de todos, arriesgado y sin precedentes: un breve tratado que tuviera como objeto el concubitus, la “cópula” y el placer a ella ligado. La materia usual de la elegía se volvía el pretexto para alcanzar ese único fin. Nadie en Roma –ni siquiera en Grecia– había osado proponerse una cosa semejante.

            ¿Cómo hacerlo? Ante todo, transfiriendo el material de la elegía a otro régimen y registro: el del género didáctico. Así como Virgilio, en las Geórgicas, había enseñado cómo cultivar y germinar la tierra, Ovidio trataría acerca de cómo llegar al concubitus y gozar de él. En ambos casos, era una enseñanza y al mismo tiempo una celebración.

            El Arte de amar lo declara desde el principio: tratará de una caza, cuidadosa y paciente, cuyo objeto es el concubitus. Pasiones en llamas, amores tenaces: son ocasionales consecuencias pero no el objeto mismo del tratado. Como en toda caza hay una cierta cuota de crueldad: “barbaria noster abundat amor”, “en nuestro amor abunda la barbarie” (anticipando así la “ferocidad natural del amor” acerca del cual escribirá Baudelaire). De este modo también, como en toda caza, el movimiento es perpetuo, porque “errat et in nulla sede moratur Amor”, “Amor es errante y no se detiene en ningún sitio”.

          Mientras a su alrededor se celebraba el “Pudor priscus”, el “pudor de los tiempos antiguos”, Ovidio tuvo la insolencia de tratarlo como “supervivencia” de la “rusticitas” –es decir, de la rusticidad campesina– de los “antiguos padres”. Agregaba, como desafío: “ego me nunc denique natum/ gratulor: haec aetas moribus pata meis”, “me alegro de haber nacido en este tiempo:/ esta es la época que mejor se acomoda a mis gustos”. Ovidio destacaba, solitario cantor del presente, en medio a una multitud de aduladores de los tiempos pasados y de la “simplicitas rudis”, esa “rústica sencillez” de la que felizmente huía.

            Afrodita se lo había advertido: “Praecipue nostrum est quod pudet”; “Nuestra especialidad es aquello que causa vergüenza”. El poeta no renunció, sin embargo; así es como se aprestó a tratar de las posiciones en el concubitus. Incluso esta palabra, por vía acrobática, le aportó un exemplum mitológico: “Milanion umeris Atalantes cura ferabat”; “Malanión cargaba sobre sus hombros las piernas de Atalanta”, porque esa posición permitía, mejor que ninguna otra, admirar las largas piernas de la gran cazadora. Briseida se dejaba tocar por las manos de Aquiles, “aun húmedas de sangre de los frigios”, incluso –sugiere Ovidio– “eso, precisamente, te daba placer, impúdica”. Si el mito era un repertorio de actos ejemplares, estos podían extenderse incluso a “quod pudet”, a aquello que da vergüenza al ser dicho.

            La elección del concubitus –en vez del cosmos, como en Lucrecio, o de la tierra, como en Virgilio– como objeto de un poema didáctico solo es posible si se escribe tongue in cheek. El sutil veneno de la parodia penetraba entonces en los capilares de un género venerable, que se remontaba a Hesíodo. Pero también los tormentos amorosos de Propercio o de Tibulo, de los que Ovidio había tomado el impulso, eran un repertorio muy preciso de posibilidades que, en verdad, cualquiera podía experimentar. Así, perdían ese carácter único e irrepetible al que aspiraba la voz del poeta elegiaco. Entonces Propercio no hubiera podido decirle a Cintia: “Tu mihi sola places”, “Solo tú me gustas”, ni esperar que Cintia le respondiera como a su único amante.

            Concubitus aparece siete veces en los tres libros del Arte de amar, en tanto que, en los Amores, solo aparece en dos ocasiones. Otras siete veces la palabra aparece en los quince libros de la Metamorfosis. Hay un vínculo sutil entre ambas obras. El Arte es un breve tratado didáctico que se autodestruye. Enseña reglas minuciosas sobre algo que, según el propio autor, se sustrae a toda regla, porque son necesarios “miles de métodos diversos para capturar mil almas distintas”. Es vano enumerar preceptos si el único argumento seguro sería el de adiestrarse en el arte de la metamorfosis, hasta que el cazador de muchachas “utque leves Proteus modo se tenuabit in undas,/ nunc leo, nunc arbor, nun erit hirtus aper”, “como Proteo se convierte en un arroyo ligero, / o bien será león o árbol o erizado jabalí”.

            El lugar común sobre el hombre como cazador amoroso debía ser obvio en la Roma de Augusto, no menos que en todas las épocas posteriores. Ovidio lo trató como solo los verdaderos escritores saben hacerlo: lo tomó a la letra, y desde el principio del Arte de amar habló del cazador que “sabe dónde tender las redes para los ciervos”, retornando constantemente a imágenes venatorias. No se trataba solo de sacar provecho a una supuesta sabiduría proverbial. Como Bloy, Ovidio buscaba en los lugares comunes las imágenes especulares de verdades divinas y no temía perseguirlas, incluso cuando lo inducían a penetrar en territorios prohibidos. Cuanto mayor era el peligro más ágil era su paso.

            La palabra puella, “muchacha”, aparece en ochenta y tres ocasiones en el Arte de amar. Lo sabemos por la Concordance of Ovide preparada por Roy J. Deferrari y Martin R.P. McGuire junto a una monja, la hermana M. Inviolata Barry, of the College of Our Lady of the Lake. Altas correspondencias entre las culturas pagana y cristiana.

            Después de haber estudiado durante años la época de Augusto, Syme escribió acerca del Arte de amar: “El tratado no pretendía ser tomado en serio: era solo una especie de parodia. Augusto, sin embargo, no apreció la broma”. También se podría decir que la apreció demasiado bien. Como eminente político que era, sabía que la parodia no era cosa seria pero sí grave. Tan grave como para justificar, en un momento dado, una condena al exilio.

            Pese a que, por su naturaleza, Ovidio era el menos adecuado para una empresa como esa, le tocó escribir la obra que se proponía penetrar verticalmente en la geología ritual de Roma para exponerla en forma de cuento punteado por los tiempos del calendarios: los Fastos. El poeta más irreverente debía cantar las cosas más sagradas. Fue el propio Ovidio el primero en dudar de su capacidad para hacerlo. Una vez más, pidió ayuda a Elegía, su “indulgente servidora en el amor”. Sin embargo, el poeta ahora advertía: “sacra cano signataque tempora fasti”, “cantaré las fiestas sagradas, señaladas por los Fastos”. A continuación surgía la pregunta: “ecquis ad haec illinc crederet ese viam?”, “¿acaso alguien puede pensar que existe un camino que va del amor a los ritos?”. ¿Cómo llegar desde los juegos eróticos de los Amores a los arcanos de Roma, cuando ya “la marea griega lo había inundado todo, destruyendo el gusto y el conocimiento de las explicaciones tradicionales”? Sin quererlo, y en forma de interrogación, Ovidio había definido en esas palabras los puntos más distantes de su territorio y al mismo tiempo la peculiaridad irreductible de su poesía: la capacidad de pasar con igual eficacia de la presencia imperiosa del numen a una impávida desenvoltura en el nombrar los hechos de la vida cotidiana. Elementos que se potenciarían entre sí, como en una vegetación tropical, en las Metamorfosis. También podía darse el caso de que un elemento sirviera para ocultar y eludir al otro, como sucede en los Fastos a propósito de las lupercales.

            Ónfala, soberana de Oriente, apareció ante Fauno, nombre latino de Pan, dios de la áspera Arcadia: “Ibat odoratis umeros perfusa capillis/ Maeonis, aurato conspicienda sinu”, “Iba la meónida con el cabello perfumado suelto sobre los hombros/ y digna de admirar por su áureo seno”. A su lado, un esclavo robusto llevaba una sombrilla para proteger del sol su encanto lunar. Ónfala entró en una cueva tupidamente artesibada. Mientras los sirvientes preparaban comidas y bebidas, la reina comenzó a vestir a Hércules con sus propios ornamentos, y los más preciosos. Quería hacer de él una mujer que se pareciera a ella lo máximo posible. No era fácil: un cinturón, demasiado estrecho, se soltó; las pulseras no cabían en sus muñecas; los grandes pies no entraban en las ligeras sandalias. Mientras tanto, Ónfala se había apropiado de la porra de Hércules y de la piel de león de Nemea. Así ornados, se acostaron sobre dos camas. Yacieron inmóviles, como si fuesen gemelos. No podían tocarse porque el día después se celebraba una fiesta que exigía pureza ritual.

            Fauno había estado acechando durante toda la escena, cada minuto. Nada deseaba más que tocar el cuerpo de Ónfala. Esperó a que fuese noche profunda y se acercó en la oscuridad, avanzando a tientas. Alargó una mano, notó el pelo hirsuto del león de Nemea y se echó hacia atrás. Al moverse, rozó los mórbidos vestidos y se acostó al lado. Intentó levantarlos. En ese momento, “timidum cornu durius inguen erat”, “su miembro hinchado estaba mas duro que un cuerno”. Una mano se adentró bajo el vestido ligero y se encontró con un muslo musculoso, cubierto de un tupido vello. Hércules se despertó y tiró de su cama al importuno. Ónfala se rio en cuanto los siervos encendieron una luz. Desde entonces Fauno, engañado por los vestidos, quiso que los celebrantes participaran “desnudos en sus ceremonias”.

            Ovidio arriesga una imprudente explicación que nada explica acerca del origen de las lupercales, fiesta antigua y rústica. Unos mil novecientos años más tarde, James Frazer trató de dar razón de ese rito desconcertante. Según su reconstrucción, jóvenes completamente desnudos, con excepción de un cinturón de piel, corrían alrededor del perímetro de la Roma antigua. Con tiras de piel que habían arrancado de las cabras sacrificadas por los lupercales azotaban a quien se encontraran, pero sobre todo a las mujeres, “que ofrecían las manos para recibir los golpes, convencidas de que era una manera segura de obtener descendencia y un parto fácil”. El relato de Frazer es eufemístico y no dice los detalles que todavía hoy “permanecen sin explicación”, como observó Dumézil: después de haber sacrificado a las cabras, los lupercales tienen que untarse la frente de sangre con un cuchillo, después otros jóvenes secan la sangre con un trozo de lana embebido en leche –y “los jóvenes tienen que reír después de que la sangre haya sido secada”. Esto escribió Plutarco. De esa sangre y de esa risa obligada nadie ha sabido dar razón. En cuanto a las mujeres azotadas en las manos, no siempre el rito debía limitarse a esto. En un mosaico encontrado en Túnez se ve a una mujer levantada por dos jóvenes por las axilas y las piernas, mientras un Luperco está a punto de azotarla en la parte inferior del cuerpo, desnudada.

            Frazer describió las lupercales con el mismo tono impasible con el que había descrito los ritos sanguinarios de muchas tribus ignotas. Esas descripciones se yuxtaponen fácilmente. Pero en el caso de las lupercales era de rigor referirse también a las crónicas de Roma, y en particular a lo que había sucedido el 15 de febrero del 44 a.C., un mes antes del asesinato de César y un año antes del nacimiento de Ovidio. Recordaba que el 15 de febrero era, en Roma, un día especial: “Una vez al año, durante un día, el equilibro entre el mundo regulado, explorado, acotado, y el mundo salvaje se rompía: Fauno lo ocupaba todo”.

            Ese día de febrero del 44, sobre un trono de oro, César, en la cumbre de su gloria, asistía a la impetuosa carrera de las lupercales, de la que participaba Marco Antonio, desnudo y brillante de aceite. La multitud se abrió frente a él cuando se acercó a César y le ofreció una diadema con una corona de laurel. César hizo un gesto de rechazo y la multitud aplaudió. Antonio repitió el gesto y César la rechazó de nuevo. Crecía el estruendo de los aplausos. César entonces se levantó del trono, se apartó la túnica del cuello y ofreció la garganta a quien quisiera cortarla. “Según Cicerón, que quizás asistió a la escena, Antonio estaba desnudo y borracho cuando trató de coronar a César como rey de Roma”.

            Ovidio escribió los Fastos después de años de salvaje guerra civil y ese episodio, que fue entendido como “un primer esbozo del culto imperial”, debía estar presente aún en la mente de muchos. De acuerdo con Plutarco, los lupercales recordaban a los ritos del monte Liceo en Arcadia y por eso se vinculaban con escenas de canibalismo y de metamorfosis. Frazer se conformó, en cambio, con su palabra passe-partout: fertilidad. El rito, sin embargo, permanecía indescifrado y ominoso. Ovidio prefirió, como prudente etnógrafo y frío hombre de letras, esquivarlo por completo, porque quizás tenía demasiado significado. El mejor modo de desviar la atención podía ser el de volver a su papel de poeta de los juegos amorosos, a veces obscenos y con frecuencia cómicos. Nada podía distraer más que la historia injuriosa de Fauno, en la que Hércules aparecía como esclavo de una mujer, vestido de mujer y tomado por mujer, aunque fuera por poco tiempo. Historia presentada como un “mito pleno de antigua comicidad”. Tan antigua que solo Ovidio la recordaba.

[1] El presente artículo se publicó en las páginas 7 a 19 como primer artículo de la versión impresa Hablar de Poesía #39 (agosto 2019). Con motivo de la muerte de Roberto Calasso, a modo de homenaje lo publicamos en el Portal web en agosto de 2021.

[2] Roberto Calasso (Florencia, 1941) es unánimemente considerado uno de los más destacados y originales ensayistas literarios. El trabajo que presentamos, inédito aún en castellano, es parte del capítulo VII del libro Il Cacciatote Celeste; Milano: Adelphi, 2016. Agradecemos a la editorial Anagrama, que publicará próximamente el libro bajo el título de El cazador celeste, el permiso para realizar la presente publicación, así como a Wilye Agency.

[3] Edgardo Dobry nació en Rosario en 1962. Vive desde 1986 en Barcelona, donde se desempeña como docente y traductor literario. Publicó varios libros de poesía y de ensayo, entre los que se destacan: El lago de los botes (2005), Orfeo en el kiosco de diarios (2007) y Contratiempo (2013).  


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